Sabes
que tengo la piel huera de saber y el corazón
blanco de latir
escombreras al aire.
El sentido que trae el humo.
Cuando cruzo el pasillo de tu cuerpo y cuando
enarbolo las máscaras:
este poema
como el tropiezo último por los umbrales.
***
Llego a la cosa más pequeña, la miro
a los ojos, miento como una tierra infame
desde el refugio,
entre hueso y hueso de la sangre imperfecta,
la atesoro:
llevo siendo tú veinte años
y aún me sobra desnudo
para hombres
vacíos, enfermos, hambrientos.
***
Sítiame
en tu holgura. Vísteme el peplo de las sábanas limpias, lento,
hazme el amor,
del órgano al muro, de la siega a las fábricas
vacías de la memoria.
Estos barrotes de luz
son lo único que me mantiene,
tu carne plegada en la presencia del sueño, un ruido
que no es nuestro placer
pero que entre los capilares brota
como un cuchillo
mordido por la punta.
Sálvame
aunque no hagas nada, aunque solo yazcas y febrícula
seas o imitación
de la noche. Sé
que aún respiras, la cárcel de tu carne
se arruga si aprieto,
puro animal,
la soledad del sudor más consciente.
***
El país
se va haciendo lejano a los mordiscos, distante
por el lunar de mis padres
y ya no siento
su pulso en los taludes, el cadáver exacto
de su llanto
no me agarra esta mudez.
País,
cuando el insomnio reabre los párpados y acorrala las heridas
para un mejor descansar
en la lluvia.
Cuál fue la tiniebla primeva. Cuál fue
entre cantos afilados
tu matanza, cuántos
fueron pasando.
Esta noche vomito los vientres deformados del ancla, confesiones
de paisaje. Y sigo de allí
pero no lo sigo
ni me siguen
las puntas de aquella melancolía.
Azahara Palomeque. En la ceniza blanca de las encías. Ed. La isla de Siltolá, 2017
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