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martes, 5 de julio de 2022

UN MUNDO SIN LIBROS de MARÍA JESÚS RUIZ (3 fragmentos)

 


Soy el dueño del Volvo

 

La sentencia aristotélica con que Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, principiaba su hermoso Buen Amor ha caducado: “Aristóteles dijo, y es cosa verdadera, / que el hombre por dos cosas trabaja: la primera, / por el sustentamiento, y la segunda era / por haber ayuntamiento con hembra placentera”. Parecía imperecedero el aforismo pero el siglo XX –como ya augurara Enrique Santos Discépolo- acabó con él.

Avanzado ya este (de antemano) devastado siglo XXI, el que aparca en la zona colindante a la tuya del garaje comunitario no se identifica como “soy el vecino de…”, “el marido de…” o “fulanito, el que trabaja en…”. No. Si aprecia una levísima rozadura en la trasera de su coche te llama por teléfono y te suelta: “Soy el dueño del volvo”. Tú te quedas perpleja. ¿Qué es un volvo?, te preguntas mientras él va entrando en detalles (arrasadores) que tú sospechas te hacen culpable de algún drama irreparable. Él continúa argumentando en tono airado y tú, poco a poco, comienzas a advertir que convives con hombres que no trabajan ni por sustentamiento ni por hembra placentera, al menos no como prioridad, sino por el volvo, que sigues sin comprender qué es, pero que intuyes que significa poder y superioridad (en relación a tu falta de poder y a tu inferioridad, claro está).

Sin duda estoy fuera de este siglo porque más o menos en los mismos términos se expresaba un honrado vecino de un conjunto residencial en el que me alojé el último verano: ante mis quejas (educadas) por sus ruidos insoportables me desafió (de forma no educada) al silencio, argumentando que yo no tenía derecho alguno a chistar puesto que no era propietaria. Lo mismo, como digo: tú no tienes un volvo, te callas; tú no eres propietaria, te callas.

El triángulo formado por la familia, la propiedad privada y el estado (créame que lo lamento, Engels) ha dejado de ser equilátero. Y no porque alguna canción de la Nueva Trova Cubana sustituyera el Estado por el Amor (créame que lo lamento, Silvio Rodríguez), sino porque un único vértice ha absorbido a los otros, se ha adueñado con un voraz apetito centrípeto de todo lo demás. Ya no hay triángulo, tres vértices sobre los que reposar en equilibrio. Sólo un vértice, la propiedad privada, sustenta nuestras vidas, sólo de él dependemos, sólo él administra nuestra felicidad y justifica nuestras guerras diarias.

De los mapas que en la escuela nos mostraban el mundo se nos quedaron grabadas a fuego sus fronteras, olvidamos las montañas, los ríos y los mares, y ahí seguimos, creyendo que Andalucía limita al norte con Castilla-La Mancha y al oeste con Portugal, creyendo que Andalucía existe, en definitiva, y que esas líneas que perfilan Córdoba, Huelva o Jaén señalan nuestra propiedad privada. Ahí seguimos, empeorado todo con el estado de las autonomías, creyendo que los catalanes separatistas no tienen derecho a hablar porque su parcela es parte de una urbanización que nos pertenece. Y creyendo, claro está, que no tienen derecho a hablar en catalán, sustentado esto último en que es un idioma que no comprendemos… Muy español eso: embestir mientras se exige “hablar en cristiano”.

A tal punto llega la estafa de la propiedad privada que hasta el feminismo más institucionalizado se lo ha creído. De ese cruce bastardo entre propiedad y privacidad me parece que han surgido los talleres, cursos, espectáculos y demás actividades que se anuncian “sólo para mujeres”, como si sólo a las mujeres nos perteneciera el dolor y la soledad, como si sólo nosotras tuviéramos derecho a restablecer una dignidad que, al fin y al cabo, los malos gobiernos nos han quitado a todos y a todas. Una dignidad que ahora únicamente puede adquirirse con la propiedad privada.

Merecen comprensión, al fin y al cabo, estos seres humanos, porque trabajar para ser el dueño del volvo tiene una pinta muchísimo más dura e ingrata que hacerlo por sustentamiento o por ayuntamiento con hembra placentera.

 

 

 

 

Los conocidos

 

Quizás la diferencia entre una sociedad culta y una inculta pueda comprobarse en cómo se trata a los desconocidos y en qué uso se hace de los conocidos.

Las sociedades incultas rechazan lo extraño, les aterra la otredad, desprecian al desconocido, así los indígenas americanos que corrían asustados ante los primeros colonizadores españoles montados a caballo, y así los propios colonizadores de aquélla y otras épocas, que por lo común han procedido a exterminar al indígena hasta convertir el territorio conquistado en territorio conocido.

En las familias de la Cosa Nostra –según todos pudimos aprender en películas como El Padrino (1972) o Uno de los nuestros (1990)- se decide sobre quién vive y quién muere según sea, respectivamente, conocido o desconocido: “Nunca vuelvas a decir lo que piensas a alguien que no sea de la Familia” (Don Corleone a Sonny); “Para ser miembro, había que ser cien por cien italiano y tener parientes en la madre patria. Era el honor más alto que ofrecían. Quería decir que pertenecías a una familia. Quería decir que nadie podía meterse contigo. Y, además, que podías meterte con todos a menos que fuese un miembro.” (Henry Hill).

La confianza en los desconocidos suele apreciarse como peligrosa o, en el mejor de los casos, reveladora de una inocencia loca, temeraria y ególatra (“Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos” suspira Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo). En cualquier caso y por lo general, la confianza en los desconocidos emerge de una moral agudamente individualista, ajena a los consejos en los que nos han educado. Una hermosa película de la que no recuerdo el título y que trata de encuentros y desencuentros azarosos en una terminal de aeropuerto culmina con esta cita: “Si te encuentras con un desconocido, sé amable con él, puede venir de un profundo sufrimiento”.

En muchos países europeos las personas que comen en un restaurante no tienen reparos en compartir mesa con desconocidos y cuando esto ocurre las conversaciones entre los conocidos se desenvuelven suaves y acalladas, sin superponerse ni mezclarse con las otras conversaciones. En otros países menos europeos tal práctica difícilmente se tolera y hasta se hace ostentación de ello, argumentando que no habría inconveniente en hacerlo si el que se ha quedado sin mesa fuera conocido. Esto último, claro está, ocurre en países donde se predica popular y casposamente que “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”.

Las sociedades más incultas están gobernadas por políticos que procuran tener conocidos entre sus asesores y que procuran también poner por delante a conocidos en las bolsas de empleo y en las baremaciones de exámenes destinados a ocupar un puesto de trabajo. Es un argumento que se esgrime como indiscutible y con el que se suele poner en un compromiso al correspondiente jefe (normalmente conocido), apelando al dislate que supondría incluir a un desconocido en la empresa o institución.

El poder, en las sociedades menos cultas, suele medirse por la cantidad –y calidad- de conocidos que cada uno tenga, a despecho del ideario o de los principios. Conocí a un poderoso catedrático de universidad que se decía republicano y exhibía en su despacho una fotografía suya acompañado de Juan Carlos I que te mostraba con orgullo mientras te advertía que tu carrera académica –a la vista de las evidencias- estaba, primero, en sus manos y, en un segundo término, en tus méritos.

Quizás sirva de baremo, sí, esto del uso y trato de los conocidos y desconocidos. Probemos a aplicarlo, a ver en qué clase de sociedad vivimos.

 

 

 

 

El patrimonio y la humanidad

 

La defensa a ultranza de todo lo que huela a patrimonio se ha convertido en un asunto popular e incuestionable. Quién lo iba a decir. A día de hoy ricos y pobres, letrados e iletrados, mujeres y hombres de todas las edades y de todas las clases manejan con desenvoltura y armados de fundamento expresiones como “patrimonio cultural inmaterial” o “conservación y puesta en valor del patrimonio”; con el mismo desparpajo y firmeza que los políticos más panfletarios y apresurados salpican sus mecánicos discursos con los señuelos feministas de “visibilidad”, “empoderamiento” o “igualdad”.

Expongo una reflexión que me he hecho muchas veces en el transcurso de entrevistas sobre tradición oral. Las mujeres –sobre todo las mujeres-, al cantar tal o cual canción o romance guardado en algún rincón de su memoria, han recordado cómo antaño usaban ese texto para hacer más llevadero el hastío de la costura, del lavado, de la plancha y de tantos y tan ingratos quehaceres domésticos. Ese frondoso patrimonio, efectivamente, ya no está vivo, y siendo honestos habría que añadir que afortunadamente es así. Porque lo cierto es que buena parte de las tradiciones, ritos, prácticas, saberes, oficios y demás elementos etnológicos a los que reconocemos valor patrimonial vivieron asociados a unas condiciones de vida precarias, a un mísero analfabetismo y a una estructura social y familiar plagada de esclavitudes y desigualdades.

Desde tal hecho, debería resultarnos poco honrado valorar sin más el patrimonio cultural como algo que hay que conservar a cualquier precio. Sería tan desatinado como si un arqueólogo que descubre evidencias de un anfiteatro romano bajo un hospital comarcal construido hace cinco años exigiera a la Administración derribar el hospital, dejando sin asistencia médica a cien mil personas para permitir así la contemplación  del yacimiento milenario.

Me contaron hace poco que en la centenaria procesión extremeña de “los empalaos” ya es muy difícil contar con devotos voluntarios que se presten a padecer las terribles secuelas de tener su cuerpo aprisionado por sogas durante horas. Perdida la fe en el sacrificio y la penitencia (que para eso nos han hecho creer que vivimos en el estado de bienestar), al parecer el ayuntamiento paga a alguien que lo necesita para que se someta a la tortura. Así el patrimonio se conserva, los turistas siguen aplaudiendo el espectáculo y el alcalde abona la factura del empleado-empalado justificando el gasto como “una cuestión de humanidad”. Apelar, pues, a la humanidad para vaciar de contenido un patrimonio que, pese a no tener ya sentido ritual, se quiere seguir comercializando como Patrimonio de la Humanidad. Todo queda justificado por una antigüedad que se cifra incuestionable y que indefectiblemente resuelve la irracional ecuación de lo antiguo = lo valioso.

A ese postulado se adhieren quienes se rebelan contra la extinción de la tortura de animales en fiestas, regocijos y demás jolgorios públicos. Claman al cielo y se lamentan de la destrucción del patrimonio que supondría el que se dejaran de arrojar una cabra desde el campanario, de cortar el cuello a un gallo colgado por las patas de una cuerda o de incendiar con bengalas los cuernos de un toro que corre aterrorizado por entre las calles empedradas de un pueblo blanco con arquitectura patrimonial.

Y así se nos colma el orgullo de pertenecer a la Humanidad cuando la UNESCO proclama Patrimonio de la Humanidad a alguna de nuestras fiestas bárbaras, sin pensar por un momento que el mantenimiento de ese supuesto patrimonio pasa por desproveernos de cualquier resquicio de humanidad.

 

María Jesús Ruiz. Un mundo sin libros. Ed. Lamiñarra. Pamplona,  2018


2 comentarios:

  1. Marichú es mujer sabia y una gran contadora de historias.

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  2. En cuanto a la barbarie de fiestas populares y todo su casposerío fanático religioso, creo que tiene mucho que ver el turismo. Tras 40 años de supuesta democracia, deberíamos habenos deshecho ya de muchas malas tradiciones y deberíamos habernos modernizado. No sólo no lo hemos hecho, sino que se aumenta cada año para usarla como carnza para atraer turista. Spain in different, ya se sabe.

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