A Sofia le pasó lo que a Antonio Flores. Cuando tu padre se llama
Francis Ford Coppola lo difícil es no salir cineasta. Otra cosa es que el padre
te meta la cámara con calzador y sin montaje algo que se nota enseguida. A poco
que el hijo no te salga tonto se mejora el genoma. Desde Enrique Iglesias
pasando por Antonio Machado y Orson Welles.
Francis Ford Coppola
recuerda a la fonética de Fernando Fernán Gómez. Ambos fueron hombres de cine,
gente que lo hizo todo en la profesión. La última de Coppola fue querer comprar
los estudios de La Luz en Alicante; aquella cacicada de Berlanga y
Zaplana. Ahora España entera es un saldo para quien pueda comprar y Coppola
siempre anduvo hipotecando sus casas y sus cosas para hacer su cine, y la niña
se ha dicho “que no me pase lo que a papá”. Y se ha forrado, claro.
La película recaudó más
de 120 millones de dolares cuando su producción fue de apenas 4. Así que su
Francis ya la dejó ir sola porque a la vanidad herida hay que añadirle el odio
a su madre y el uso retroactivo del cuarto de baño.
Coppola tiene una
filmografía irregular como le ocurre a aquellos que arriesgaron su economía por
amor a la profesión. A Ridley Scott, James Cameron o Brian de Palma no les
ocurre esto, porque donde ponen la firma reciben su cheque y Orson Welles sólo
hay uno.
La hija de Coppola ha
aprendido rápido y ella no quiere mitos. Su generación ha nacido con el Vietnam
aprendido. Ni se cree a John Lennon ni quiere vivir en Cuba. Ella prefiere la
intimidad de sus libros que luego si puede hará una peli y si no pues tampoco
pasa nada. Sofia Coppola sabe que “El arte es largo y además no importa” sin
haber leído a Machado porque a Nueva York solo llega Lorca. Ella ha leído a
Dickens cuando niña, ha leído a Vonnegut de adolescente y no quiere acabar
leyendo a Foster Wallace por si acaso.
La Coppola es prima de
Nicolas Cage y sobrina de Talia Shire (Adrianne, la mujer de Rocky),
y estuvo casada con Spike Jonze, el director de Cómo ser John Malkovich y
Adaptation que en España se tradujo por El ladrón de orquídeas.
Se ve que esto de ser Coppola es como ser un Salazar en el mundo del lunar. A
poco que la niña le saque punta al aburrimiento le salen cosas. Y le salen.
Sofia tiene la belleza de lo despreocupado. Tiene la mente limpia de Margaret
Astor, aunque se ponga el Armani para recoger su Oscar porque
eso también lo aprendió de papá.
Su padre es el director
de Apocalypse now y la saga de El Padrino, aunque yo me quedo con
La ley de la calle porque me parece la más americana, la más city,
y por el reparto prototípico de lo yanqui. Luego hizo Historias de Nueva
York junto a Woody Allen y Scorsese, para ver si así le hacían hijo adoptivo
de Hollywood, pero Hollywood sólo tiene un padre que es el retrato de Thomas
Jefferson.
Como productor le salvó
la cabeza a Tim Burton en Sleepy Hollow y llevó a su hija de la mano en Las
vírgenes suicidas y Marie Antoinette. Un padre es un padre por mucho
que le joda a su hija, que no le jode.
En Lost in
translation Sofia tenía 32 años y ganas de suicidarse. Esto ya lo dejó
atrás al rodar Las Vírgenes, pero ahora se encontraba perdida. Lo peor
de intentar suicidarse es que casi te matas, lo peor de no lograrlo: seguir
viviendo. A la Coppola le jodía que las vecinas le dijeran que se le pasaba el
arroz y a ella (con el Armani puesto) le entraban ganas de casarse con
su profe de literatura al estilo reina de España. Pero la mujer sabe que la
tristeza enfada y ella quería cambiarle las cortinas al plano secuencia. Así
que se fue a Tokio y llamó a Bill Murray que lo sabe todo acerca de
estar perdido en la vida porque rodó Atrapado en el tiempo como cuatro o
cinco veces.
Bill Murray es lo más
parecido a Philip Seymour Hoffman, pero en vivo. Me refiero a que tiene una
actitud más activa frente a la cámara, es más vital. A ambos se les nota lo que
piensan sin decir ni una palabra. Se sabe qué sienten y eso es lo que debe
capturar la cámara según Orson Welles.
Theodore Melfi le grabó
un homenaje con St. Vincent que son esas películas que de vez en cuando
se le hacen a los grandes actores para que les den un Oscar, aunque
luego se note demasiado y no se lo den. Es lo que le pasó a Jack Nicholson con A
propósito de Smith y a Pacino con La sombra del actor.
En esta película (como
le ocurrió en Flores rotas de Jarmusch) nos muestra una sensibilidad
insultante. Rezuma ternura por las pestañas, lo dice todo sin decir nada como
las películas japonesas. Bill Murray es el tío solterón que bebe demasiado, ese
que todo el mundo recuerda, pero nadie soporta.
En la película de
Jarmusch (uno de los directores que mejor ha captado la urbanidad junto a
Wenders), Murray es un padre al que se le ha pasado el arroz y necesita un hijo
al que envolver un regalo en nochebuena. Le da la vuelta a la biología
convirtiendo la hormona femenina de la maternidad, en la neurona masculina de
la obsesión.
La Coppola ambienta su
crisis existencial en la ciudad de la luz que todos sabemos que no es París
sino Tokio. El neón, el plasma y el LED lucen allí como en ningún sitio, por
saturación. Yo no he estado, pero he visto fotos como decían Faemino y
Cansado. Donde si he estado ha sido en París y allí es difícil tener
angustia si no eres negro. París lo hicieron ancho y grande para meter los
tanques y la armonía. Allí, más que solo, se siente uno con ganas de vanguardia
y prostitución como un poeta recién llegado. Tokyo es otra cosa, como lo
reflejaron Gondry, Carax y Joon-Ho.
La hija de Coppola tiene
autoridad, pertenece a la generación de directoras posmodernas a lo Tamara
Jenkins en USA, Miranda July en Canadá, Anna Muylaert en Brasil, Agnes Jaoui y
Catherine Breillat en Francia, Icíar Bollaín e Isabel Coixet en España y así,
hasta formar una prole de hijas bastardas de Agnes Varda. La Varda derramó
sutilezas en Los espigadores y la espigadora que vi en los documentales
que daba El País en la época que rivalizaba con Público por ver
quién daba más material por menos dinero.
Lost in Translation tiene sus antecedentes
en la estética del suicidio tranquilo que es la vida urbana. El suicidio rural
tiene su follón de campanas y sus gritos a lo Bernarda Alba, su
encamado, su soponcio familiar, su funeral en procesión y su recuerdo de
leyenda. En el Werther urbano tenemos American Beauty, las
películas de Todd Solondz y un etcétera que llega hasta Birdman de
González Iñárritu. Y es que mientras haya vida habrá tiro en la cabeza que
decía Larra, Kurt Cobain, Heath Ledger, Max Linder, Van Dyke, Romy Schneider, Hervé
Villechaize, George Sanders, Jean Seberg, Margaux Hemingway, José Agustín
Goytisolo, María Poliduri, Cesare Pavese, Antonia Pozzi, Sibilla Aleramo, John
Berryman, Sylvia Plath, Anne Sexton, Felipe Trigo, Henri Roorda, Gabriel
Ferrater, Alfonso Costafreda, Pedro Casariego Córdoba, Alejandra Pizarnik,
Antonin Artaud, Paul Celan, Walter Benjamín, Hemingway, Stefan Zweig, Virginia
Wolf, Drieu la Rochelle, Primo Levi, Maiakowski, Malcolm Lowry, Dylan Thomas,
Javier Egea, Jack London, Ryunosuke Akatagawa, Ambroce Bierce, Mariano
José de Larra, Sandor Marai, Robert Burton, Leopoldo Lugones, Alfonsina Storni,
Hilario Camacho, John Kennedy Toole, Anna Ajmatova, Louis Aragon, Reynaldo
Arenas, José María Arguedas, René Crevel, Gilles Deleuze, RW. Fasbinder, Ángel
Ganivet, Romain Gary, Yasunari Kawabata, Arthur Koestler, Yukio Mishima, Hunter
S. Thompson, César Vallejo, Jan Potocki, Horacio Quiroga, David Foster Wallace,
Gerard de Nerval, George Trackl, Violeta Parra, Pablo de Rokha, Raymound
Roussel, Van Gogh, John Berryman, o Juan Pablo Rebella (que también anda por
estas mentiras retratado).
Al final, la sangre de todos ellos escribía lo mismo que Henri Roorda en Mi
suicidio, “que la vida está bien para un rato” como dijo Miguel Delibes
Jonás Sánchez Pedrero. Trilogía 59. Ed. Ediciones del Ambroz, 2021.