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martes, 19 de septiembre de 2023

Sangre

 





A todas mis ancestras



Cuando tenía diez años

me explotó una bomba entre las piernas.

Creí que iba a morir de dolor.

Un agujero implacable me horadaba

y perforaba mis entrañas.

La infancia se desgarró

y saltó por la ventana.



Cuando tenía diez años

descubrí que podía mi cuerpo

engendrar otro cuerpo.


En la primavera de cada mes

sobrevivo a un naufragio de amapolas.

Ansío comer pizza y chocolate a deshoras

y no soporto el olor de la mandarina.

Por mis venas se combustiona electricidad.

Un enjambre de alfileres se me clava en los riñones.

Sabe a arcilla la saliva

y a óxido de hierro el sudor.

Mi vagina descorcha una botella de champán efervescente.

Mi ombligo germina una jugosa sandía,

trufada de dinamita con pepitas de miel.

Rebosan de lluvia los pechos

y de mis pezones brotan lagartos y margaritas.


Cuando desciende por mis caderas la luna púrpura

presiento el rugido de las leonas,

añoro el templado regazo de las marsupiales,

descifro el canto de las ballenas,

y en su aleteo evocan mi aliento las abejas.


En la primavera de cada mes

mi corazón se hace agua;

se posa en mi hombro el colibrí más indefenso,

y me convierto en nodriza de las gatas callejeras

y de las perras en celo.

Se incrustan en mi nuca los alaridos

de los heridos que habitan esta tierra herida,

y mi propio alarido nace

de todas las sufrientes de dos pies

y de las torturadas a cuatro patas.


Mis huesos arrastran un cansancio extremo,

un cansancio heredado

de atavismos remendados entre hormonas e instintos,

patrimonio de nuestro sexo lábil.


Mis manos heredo en llagas

de costureras, lavanderas, jornaleras, cocineras, esclavas, brujas y rameras,

desdentadas, artríticas, ignorantes, ultrajadas y violentadas;

manos de pintoras, médicas, astrónomas, escritoras,

hacedoras silenciadas.

[Como ellas, tantas veces, yo también

vi mermar mi sueldo,

el trabajo y las oportunidades

porque mi nombre se escribe con a.]


Árbol de madres hermanas abuelas hijas

que retoña bajo un techo de cristal,

linaje de hembras zurcido a golpes en la historia.


Mis venas se remontan

a los primitivos aullidos homínidos de la pequeña Lucy, luchando por subsistir,

a la pelvis madura de una Eva huérfana de madre y sin cordón umbilical,

al útero telúrico que perpetuó mi huella día a día, año a año, siglo a siglo

hasta engendrar azarosamente el cuerpo que habito,

cuerpo hogar interior de selvas matinales y desiertos nocturnos.

Sus paredes se sostienen en una argamasa anudada

de cicatrices y calostro;

y en sus curvas y circunvoluciones

fructifican hipsípilas y cristales, almendras y escarcha, rizomas de alma.


Un flujo racial recorre mi vulva forjada con polvo de estrellas,

y se extiende hasta las arrugas y cromosomas

de la descendencia futura de mi costilla.

Me arden los ovarios en un magma de magnolias,

orugas y peces.


Soy una mujer que está ovulando

gota a gota

flor a flor

la genealogía humana que ha llegado hasta mi vientre.


Soy carne que engendra vida,

vida que engendra carne.

Soy sangre.


Porque me hice mujer, por regla de naturaleza impuesta,

me pregunto si también los hombres

descubren a los diez años

que ya son hombres.







Cómo habría cambiado mi vida de haberme llamado Emilio.

Emilia Pardo Bazán






Lola López Martín,

Con la hiel en los labios,

Editorial Ultramarina,

Sevilla, 2023.

1 comentario:

  1. Yo descubrí que era hombre a los 9 años, solo, asomado a la balaustrada de la Alameda de Apodaca, frente a la mar. De algún modo telúrico y existencial, comprendí mi insignificancia.

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