Al olmo de la Cañá
…Yo pensé que no tenías corazón,
olmo centenario,
cuando, siendo pequeños, gateábamos hasta tu copa
e invadíamos tus entrañas vacías.
Pensé: este es un árbol viejo y melancólico
que no tiene corazón ni vida.
Esto pensé:
Se morirá pronto de nostalgia
y se vestirán de luto sus esquejes.
Pero aquella mañana,
a la temprana hora de los quehaceres,
los vi pasar a todos,
a la mujer con prisa,
al campesino, que visita su huerta diariamente,
a los niños que corren, jugando, hacia la escuela,
al tendero ambulante que vende fruta los miércoles,
a los ancianos, que se sientan a tu sombra, sobre el poyo de mármol,
Los vi a todos y los miré a los ojos,
de cerca,
y me asomé a sus miradas,
y allí estabas tú, olmo viejo,
en lo más profundo de la gente que se mueve,
allí estabas tú invadiendo interiores
y dando vida a lo cotidiano,
a lo sencillo y frágil,
que a tu alrededor deambula sin prisa,
respetando el ritmo lento de tus hojas,
que bailan, acariciadas por la brisa suave que te envuelve.
Tú eres el corazón del pueblo que vive y late cotidianamente.
Tú eres el corazón del pueblo que vive y late todos los días,
al sosegado y tranquilo ritmo de tus hojas….
CÓMPLICE
Ahora conozco
el poder de las olas interiores
que nos subían desde los pies
y sacaban brillo a nuestros ojos,
aquellas que provocaban
la lluvia de sudor en nuestra frente...
Eran olas poderosas y terribles
cuando la muchacha de labios inquietos
nos mostraba sus desolados muslos
mientras se bañaba
en un inmenso barreño de aluminio
a la luz mortecina de una tarde de verano
que se colaba, tránsfuga, entre los toldos
de aquel tórrido patio de vecinos.
Cuando llegaban ellas,
las poderosas olas,
anegándonos por completo,
nos mirábamos en silencio cómplice
con una sonrisa aletargada,
y nos ocultábamos tras las oscuras cortinas
del desván,
y reíamos....
reíamos conscientes de que éramos únicos,
solitarios reyes de aquel maltrecho paraíso,
y bailábamos, dementes, una danza alocada
por poder contemplar
la escena filtrada a través de las cortinas rasgadas,
cuando la muchacha de labios inquietos
nos mostraba, ingenua, sus tristes muslos
en aquel patio añil de luz detenida
de una mortecina tarde de verano...
Ahora sé cuán poderosas eran
aquellas olas que nos inundaban la mente
y clamaban a gritos que estábamos vivos.
Nos bebíamos la mar de un solo trago
hambrientos de olas y espuma
y reíamos porque estábamos vivos sin saberlo del todo
y la vida era tanta que nos salía por los ojos
y por la boca inmensa
con la astucia de un gato callejero
que a nadie pertenece y pertenece a todos
JAVIER
SÁNCHEZ DURÁN. Versos
de un viajero confuso. Ed. Niebla, 2018
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