Cabeza de turco
Entró por la puerta con aire distraído. Era un blando y con
el primer hachazo se desplomó. Desde el suelo me miró pidiendo
clemencia sin entender nada, pero fui implacable.
Necesitaba un asesinato en mi primer párrafo.
Muñecas rusas
A las dos de la mañana, cuando las parejas se retiran para dar
envidia a sus amigos solteros y nosotros se lo agradecemos
porque disponemos de unas horas para vivir una falsa historia
que contar al día siguiente, como de costumbre acabé
borracho, viejo y solo en el bar de un amigo.
Dentro sólo suena la música comercial cuando alguna
pandilla de adolescentes, envuelta en el estruendo exterior,
se asoma por la puerta de madera para descubrir un ambiente
que se debe de alejar bastante de sus expectativas. Huyen
y dejan en el aire unas risas agudas y crueles.
Sus escasos clientes responden a dos perfiles claramente
diferenciados: borrachos tranquilos y melancólicos o parejas
con sus apetitos resueltos o con imposibilidad de resolver.
Con una mirada a cada lado no encontré ninguna dificultad
en clasificarme.
Intenté llorar en el mullido hombro de José, pero esa noche
también él necesitaba un hombro y aquel 69 sentimental fue
un fracaso que acabó con la conversación en unos minutos.
Cuando ya te has comido todos los pistachos, el hielo de
la copa es diminuto y sólo te queda un cigarrillo para hilvanar
hoy con mañana, lo mejor es levantar la mano y que tu
voluntad te lleve casa. Ya me iba, pero me llamó la atención
una pareja que jugaba en una mesa al ajedrez. Mi imaginación
enseguida fabricó un libidinoso trofeo para el ganador.
Me acerqué para intuir cuál iba a ser su actividad sexual esa
noche, me quedé a su lado, de pie, observando la partida en
silencio, con los brazos cruzados.
Él, decididamente, era mejor: tendía perfectas y elaboradas
emboscadas combinativas, desmontaba las defensas enemigas
con elegancia, acorralaba con académicas estrategias al rey
enemigo y, cuando ya sólo faltaba dar el golpe de gracia, cometía
un burdo y voluntario error infantil. Se restablecía el equilibrio
y vuelta a empezar. Ella, simplemente, no se enteraba.
Aprovechando la ausencia del virtuoso, que demostraba
que era humano marchando de cuando en cuando al servicio,
me dirigí a la muchacha con la sinceridad que dan dos
copas de más.
—Te está dejando ganar. Lo sabes, ¿no?
—¿Cómo?
—Tu amigo está jugando contigo como un gato con un
ratón. Te deja ganar adrede.
—Tal vez, si quisiera podría ganarme, pero primero tendría
que querer ganar.
—¿No consiste en eso el juego?
—Los juegos de estrategia no son tan sencillos como parecen,
hay veces en que se hacen sacrificios incomprensibles
que los de fuera no entienden.
—Sé jugar; y te deja ganar.
—¿Y si yo quiero parecer un poco más inocente dejando
que me deje ganar porque él quiere? ¿Y si su mejor movimiento
es dejarse ganar?
—Comprendo.
No comprendí nada, pero preferí parecer antipático a parecer
idiota. Al marchar, se me cayó el mechero. Lo estaba
recogiendo y observé que el suelo del bar era de grandes losas
de gres, alternando blanco y negro como en un tablero de
ajedrez.
En cuclillas, quedé unos instantes pensativo. La chica se
acercó y me dijo:
—No te asustes. Hay tableros mucho más grandes.
Orden de desahucio
Las demás veces los enanos se habían reído en mi cara de
la orden de desahucio, pero ahora iba con Door, un boxer
poco amigo de los gatos y, según demostró, de los enanos
con caperuza roja. En mitad del bosque grité como siempre:
¡orden de desahucio!, ¡orden de desahucio!
Y empezaron las risitas y los precisos lanzamientos de bellotas.
Me parapeté detrás de una encina. Door salió como
una flecha. En unos minutos volvió con un cuerpecito de
enano tambaleándose sin vida en sus fauces.
Arrojé el horrible enanito detrás de unos arbustos y por
fin pude empezar a recoger las setas.
Hace tiempo que ya no oigo a Door. El bosque está demasiado
tranquilo.
La venganza del jardinero
Reconoció al instante al individuo que hace dos años asesinó
a su hija. Aceleró a tope. El paso de cebra no protegió al
violador. Aún vivía aquella escoria. Cogió las tijeras de podar
y le amputó de un solo tajo el miembro culpable. El padre,
satisfecho, gritó venganza con el puño ensangrentado a la
luna. Después abrió el maletero y arrojó el trofeo junto a un
montón de penes.
Plagiando a Faulkner
Para ganarme la vida plagiando a Faulkner me he visto obligado
a viajar mucho. Hasta 1950, año del maldito Premio
Nobel, pude vivir cómodamente en Paris donde publiqué
con bastante éxito ¡Absalón, Absalón! y Las palmeras salvajes,
pero las traducciones me obligaron a primero a refugiarme
en España, después en Marruecos y finalmente en un país
africano cuyo nombre no puedo revelar. Aún así, soy optimista
y creo que pronto volveré a España, pues he presentado
¡Absalón, Absalón! al Premio Planeta y, de momento, ya
estoy en la final.
Daltonismo temporal
Si diferenciara los viernes de los lunes sabría, al menos,
cuándo estoy siendo feliz.
Ramón Santana.
Presupuesto sin compromiso. Ed. Baile del Sol, 2014