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sábado, 29 de octubre de 2016

LA CONFUSA Y DESESPERANTE MEZCLA DE LO BUENO Y LO MALO




la confusa y desesperante mezcla
de lo bueno y lo malo

Unos jóvenes libertarios organizan un seminario, y hablan de su intensa motivación de “romper con la idea de Estado como progreso positivo de la sociedad”. Y está bien, porque desde luego el Estado no es eso, pero quizá habría que romper también con la idea del Estado como compendio de todos los males... Quizá habría que pensarlo como una realidad radicalmente ambigua: y en eso semejante a la gran mayoría de las realidades humanas.

Nos cuesta pensar que algo no es bueno o malo, sino una confusa y desesperante mezcla de bueno y malo: pero –insisto-- así sucede con la gran mayoría de las realidades humanas, sobre todo las que nos parecen más relevantes, y la propia condición humana. En otras ocasiones he señalado que lo humano se nos aparece como un reino de la ambivalencia radical, donde bendición y maldición van juntas.

Así cada una de las esferas de lo humano. El trabajo, que puede ser cumplimiento y autorrealización pero también alienación y opresión; las ideas, al mismo tiempo medio de conocimiento y persiana que tapa la realidad o funda que la sustituye; la ciencia, que nos aproxima a la verdad y simultáneamente posibilita una tecnología que pone en riesgo la misma existencia humana; la técnica, sin la cual no somos humanos –Homo faber— pero que descuella en ingenio para aniquilar al otro; el lenguaje, que hace posibles tanto la poesía como el genocidio...

El gran primatólogo Frans de Waal sugiere lo siguiente: “Suelo representar al ser humano como el simio bipolar, los humanos tienen las mejores y las peores tendencias. Si son buenos, son más altruistas que cualquier especie que conozco y, si son malos, son peores que cualquier especie. Yo no haría una definición del tipo: somos intrínsecamente malos o intrínsecamente buenos. Tenemos todas estas tendencias y las compartimos con otros primates, como los chimpancés, y estoy interesado en el parecido entre nosotros y ellos. Con los monos hay muchas diferencias, pero con los chimpancés [y bonobos: con todos los grandes simios] son muchas menos de lo que todavía creemos.”[1]

Creo que esta imagen del simio bipolar (con tendencias tanto hacia el bonobo “bueno” como hacia el chimpancé “malo”) es correcta...[2] Pero nos cuesta mucho hacernos cargo de esta incómoda ambigüedad radical.[3]

Pensemos por ejemplo en el proceso de individuación en las sociedades modernas: va de la mano con el avance de la libertad y la igualdad, pero también puede desembocar --y de hecho lo hace-- en auténticas patologías sociales.[4] En cuanto al Estado, sin duda lo malo predomina (por eso casi todas las tradiciones de izquierda han situado en su horizonte ideal sociedades sin Estado, o con muy poco Estado), y aun así también se trata de una realidad ambigua... Paco Fernández Buey solía decir algo que recoge la cita siguiente (proviene de una entrevista sobre utopías y pensamiento utópico, pero lo desarrolló por extenso en su libro La barbarie –de ellos y de los nuestros):

“No todos los utopistas modernos han pensado en una sociedad sin Estado, aunque sí la mayoría. La paradoja de la historia del último siglo es que aspirando a una sociedad sin Estado se han construido Estados que han acabado destruyendo lo que de civilidad había en la sociedad. Eso lo han visto muy bien los distópicos del siglo XX. Habría que aprender esa lección. También la utopía ha perdido la inocencia con la que nació en Europa en la época moderna. Vuelvo a lo de la autocontención: más que propugnar una sociedad sin Estado, la utopía concreta del siglo XXI debería pensar en fabricar los bozales necesarios para contener a la bestia, sea ésta Leviatán o Behemoth”.[5]



[1] Frans de Waal, “Algunos quieren mantener a los animales a distancia de nosotros”, entrevista en El País, 20 de octubre de 2010.
[2] “Tenemos la gran suerte de disponer de dos parientes primates cercanos para estudiarlos, tan diferentes como la noche y el día. Uno tiene modales bruscos y un carácter ambicioso y manipulador; el otro propone un modo de vida igualitario y libre. Todo el mundo ha oído hablar del chimpancé, conocido por la ciencia desde el siglo XVII. Su comportamiento jerárquico y violento ha inspirado la visión corriente de los seres humanos como ‘monos asesinos’. (...) He sido testigo de suficiente derramamiento de sangre entre los chimpancés para convenir en que tienen una vena violenta. Pero no deberíamos ignorar a nuestro otro pariente cercano, el bonobo, no descubierto hasta el siglo XX. Los bonobos son unos animales tranquilos con buen apetito sexual. Pacíficos por naturaleza, contradicen la idea de que el nuestro es un linaje sanguinario. Lo que permite a los bonobos hacerse una idea de las ansias y necesidades de los otros y ayudarles a satisfacerlas es la empatía. (...) Tener afinidades cercanas con dos sociedades tan distintas como la del chimpancé y la del bonobo resulta extraordinariamente instructivo. La brutalidad y el afán de poder del chimpancé contrastan con la amabilidad y el erotismo del bonobo (una suerte de doctor Jekyll y mister Hyde).” (Frans de Waal, El mono que llevamos dentro, Tusquets, Barcelona 2007)
[3] Sugiere una interesante explicación biológica el gran mirmecólogo Edward O. Wilson. En el curso de la hominización, sugiere, “durante el periodo del Homo habilis estalló una disputa entre la selección a nivel individual (individuos compitiendo con otros individuos dentro del mismo grupo) por un lado y la selección a nivel grupal (competición entre grupos) por el otro. Esta última fuerza fomentó el altruismo y la cooperación entre los miembros del grupo. Dio lugar a una moral grupal innata y a un sentido de la conciencia y el honor. El conflicto entre ambas fuerzas podría resumirse de la siguiente manera: dentro de un grupo, los individuos egoístas se imponían sobre los altruistas; pero los grupos formados por altruistas se imponían sobre aquellos compuestos por egoístas. Es decir, aunque corramos el riesgo de simplificar demasiado, la selección individual fomentaba el pecado, mientras que la selección grupal fomentaba la virtud. Así pues, la selección multinivel de la prehistoria sentencia a los humanos a un conflicto eterno. Oscilan inestables, en constante cambio, entre las dos fuerzas extremas que los crearon…” Edward O. Wilson, El sentido de la existencia humana, Gedisa, Barcelona 2016, p. 27.
[4] He tratado de reflexionar sobre los individuos en sociedad en “¿Rascarse con las propias uñas? Razones para desconfiar del individualismo”, capítulo 4 de Autoconstrucción, Catarata, Madrid 2015.
[5] Francisco Fernández Buey, “Cada día oigo a más jóvenes usar el término utopía”, entrevista con Emilia Lanzas en Diagonal, 3 de abril de 2008 (https://www.diagonalperiodico.net/culturas/cada-dia-oigo-mas-jovenes-usar-termino-utopia.html )
                Sobre el Welfare State dice el pensador palentino en la misma entrevista: “El Estado del bienestar es una utopía capitalista que resultó negativa en cuanto se empezó a pensar ese Estado globalmente. Para la mayoría de la población mundial lo que los ideólogos llaman Estado del bienestar es, en realidad, un estado generalizado de malestar. El Estado del bienestar generalizado es una imposibilidad material bajo el capitalismo, por razones económicas, sociales, ecológicas y culturales. Sólo con un cambio radical del modo de vida, producción y consumo actualmente dominante se podría hablar con propiedad de un Estado del bienestar”.
                Y sobre la necesidad de lo que cabría llamar una concepción “posprometeica” de la emancipación humana: “Lo que los clásicos del marxismo creyeron ver es que había llegado la hora de hacer realizables las ilusiones emancipadoras de los de abajo. Por eso dijeron que la tarea del socialismo era pasar de la utopía a la ciencia. Tenían una confianza ilimitada en la ciencia. Y eso acabó en cientificismo. Pero el cientificismo es la negación de la tensión moral que siempre acompaña al espíritu utópico. La ciencia ayuda a construir un mundo mejor, pero no lo es todo. En el mundo de los humanos hay muy pocas cosas inevitables (entre ellas, la muerte). Así que el marxismo, que ha hecho mucho por pasar de lo posible a lo realizable, también necesita autocontención en esas cosas. Parafraseando a Marx se podría decir que, para hacer posible ese otro mundo, se necesita tanta ciencia como compasión (por los oprimidos y excluidos, naturalmente)”.


Jorge Riechmann. Peces fuera del agua. Ed. Baile del sol, 2016

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