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domingo, 11 de febrero de 2018

3 poemas de EL HORIZONTE de JOSÉ CARLOS ROSALES



LA VOZ DEL VOCALISTA


La vida es una fiesta desde que tú me miras,
una fiesta continua como nadie recuerda.
Los camareros pasan sus bandejas de vidrio
ofreciéndonos siempre canapés de alegría
o delicias sin nombre sobre un lecho de plumas.
Las guirnaldas adornan el jardín que antes era
laberinto sin dueño, desolado y ruinoso.

Y en los bancos conversan comensales venidos
de países lejanos: con sus trajes de seda
y su extraña elegancia, nos recuerdan que el mundo
es ahora más grande. Una orquesta desgrana
antiguas melodías, y hay bebidas violeta,
azules y moradas, frutas desconocidas,
animales salvajes, trapecistas y magos.

La vida es una fiesta desde que tú te quedas
en el jardín que estuvo tanto tiempo vacío:
hay fuegos de artificio y la gente sonríe
mientras algunos bailan y otros miran el cielo
desde aquella terraza a la que llega tenue
la voz del vocalista. Alguien alza una copa
y brinda por nosotros. Todo está iluminado.

Desde que tú me miras la vida es una fiesta
donde el viento y la lluvia aún no han sido invitados.


(De El horizonte, 2003)


BRINDIS PARA FINAL DE FIESTA


Los que hemos levantado una bandera
            sin saber del todo lo que hacíamos,
            bandera que hoy se pudre en sótanos equívocos,
            desvanes donde sólo
            se cobijan las ruinas,
            una bandera inútil, infalible o estéril,
            una bandera imprescindible a veces.

Los que hemos levantado un poblado de sueños
            sin otros materiales que el esfuerzo o la vida,
            y hemos visto asustados
            cómo se derrumbaban, lentamente,
            sin hacer casi ruido,
            como si acaso fueran, en medio de una playa,
            las figuras de arena dejadas por un niño
            al llegar la penumbra de una tarde de junio.

Los que hemos levantado entre los brazos,
            muchas veces,
            todas las veces que fueron necesarias,
            un hijo en plena noche,
            inundado de lágrimas y pánico,
            y nos hemos creído, inocentes e incautos,
            capaces de salvarlo del dolor y del miedo,
            de la estúpida muerte,
            del amor mentiroso.

Levantemos ahora, sin dolor ni nostalgia,
            una copa tranquila,
            y, rodeados de amigos
            y de un tiempo prudente y favorable,
            aunque no demasiado,
mirémonos de frente, y a los ojos,
y brindemos por las mismas banderas,
            o por otras,
            o tal vez por ninguna,
y brindemos por los sueños antiguos,
            que los años han ido desgastando implacables,
y brindemos también por nuestros hijos
            para que ellos, de un modo semejante,
            imaginen un sueño,
            tengan una bandera,
            y nos salven del amor mentiroso,
            de la estúpida muerte,
            del dolor y del miedo.

Levantemos la copa y brindemos, brindemos.


(De El horizonte, 2003)







LA TRISTEZA


La tristeza era dulce cuando era un pasatiempo,
una forma de estar sin estar en el mundo,
una máscara fácil, un engaño.

Entonces la tristeza lograba que las cosas
más turbias o más tristes estuvieran ausentes.
Era un modo de ver, sin mirar, el dolor,
o la muerte, o el miedo.

La tristeza era dulce porque era gratuita,
una excusa inocente para quedarse en casa,
un escondite inútil y tranquilo.

La tristeza es ahora un testigo insultante,
compañera atrevida que llega sin aviso,
pariente inoportuno. La tristeza es ahora
tan amarga que escuece.

Surge porque la vida a veces no se porta
tan bien como debiera. Viene con causa firme
y procura, tramposa, quedarse para siempre.


(De El horizonte, 2003)




 José Carlos Rosales. En: Un paisaje. Renacimiento. Sevilla, 2013

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