documentos de pensamiento radical

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miércoles, 18 de junio de 2025

poemas de "alguien tiene que limpiar la mierda/y si no hay viento habrá que remar" josé pastor gonzález y Rakel RaRo


  

 

barrer para casa

mi madre

estuvo durante tres años

todos los sábados

limpiando

la casa y el bufete

de un afamado y rico

matrimonio de abogados vallisoletanos.

Estos

para asegurarse

de la eficacia y honradez de mi madre

escondían

monedas de veinticinco pesetas

como si las hubieran perdido

involuntariamente

en rincones inverosímiles

junto a la fotocopiadora,

bajo el revistero de la sala de espera,

entre las macetas de la terraza

detrás del televisor…

monedas

que mi vieja sólo encontraría si se esmeraba

al barrer, fregar o limpiar el polvo.

Mi madre

que siempre ha limpiado a conciencia

daba con ellas

y las dejaba

honradamente

en un cenicero

que había en la enorme mesa del salón,

haciendo cuentas

(50 sábados al año por 3 años por veinticinco pesetas)

le deben

tres mil trescientas cincuenta pesetas

y unas disculpas


[de "alguien tiene que limpiar la mierda” josé pastor gonzález]




Se acabó

Cuando me dicen

al borde del atardecer

que el negocio va mal

que el verano no es lo que era,

me dan ganas

de agarrar una buena piedra

y romper todas las ventanas

que dan a la calle,

todas las terrazas que dan al mar

todos los chiringuitos a pie de playa

y reventar cada negocio

uno a uno,

sin pausa, sin decaer, sin odio…

Para que sepáis exactamente,

punto por punto,

lo que significa

ir mal…


[de “y si no hay viento habrá que remar" Rakel RaRo]



poemas de "alguien tiene que limpiar la mierda/y si no hay viento habrá que remar" josé pastor gonzález y Rakel RaRo (ediciones RaRo)

 8 euros. 

para pedidos escribir a edicionesraro@yahoo.es

martes, 17 de junio de 2025

UNA HISTORIA LITERARIA

 




 

Al final ¿qué nos queda?,
un puñado de huesos,
una huella en el agua,
un lugar que no es nuestro.


   Con estos versos finalizó el autor su intervención. La sala estaba triste, desangelada y fría. Todos esperaban mayor asistencia, sin embargo no pasábamos de la quincena. La única excepción fue el día que invitaron a un autor que colaboraba de forma asidua en un programa rosa de la televisión. Aquel día el local se quedó pequeño; no cómo hoy, tan menguante de expectación. ¿Falta de información? No es el caso, pues recibí, a través de un correo viral, la anunciación del recital poético en la sala principal de nuestra Excelentísima Diputación. El mismo nos presentaba a un insigne catedrático de literatura (así versaba el texto), ganador continuo de certámenes poéticos, presidente de los críticos y ensayista, traductor y traducido, académico y métrico excepcional, junto a algunos poemas  de su última obra: “Lánguida bohemia”  y de la que aún resuenan sus versos finales en la sala. Podíamos oler la fragancia melosa del alhelí en el ambiente y oír todavía en forma de susurro el canto imperceptible de un celeste ruiseñor. Poesía pura, manantial ígneo del alma como catarsis del dolor inherente a la existencia. Aplaudimos. Éramos unos quince, algunos con la manicura perfecta y un aire impoluto de lánguidos bohemios; por aquí Valle-Inclán, por allá Max Estrella y en las primeras filas el Marqués de Bradomín, sin faltar la niña Chole con su tiburón oculto entre las piernas. Amantes de las letras, lo snob y la apariencia modernista del intelecto. Los demás éramos el presentador, personal del área de cultura de la Diputación, otro periodista y yo.  Al final ¿qué nos queda?”, susurré, sin apercibirme, mientras escribía sus últimos versos en mi libreta. “Un puñado de huesos, una huella en el agua, un lugar que no es nuestro”, repitió el autor y nos miró sonriente y pletórico como si nos hubiese anunciado una incógnita e irrebatible máxima filosófica. “Pues yo el agua ni para beberla… Donde se ponga un buen rioja…”, expuso irónico Max. Todos reían a carcajadas. El Marqués de Bradomín, ansioso por contentar al autor, le miró cómplice y, guiñándole un ojo, le dijo: “Hombre, yo intentaré que la tierra en la que me entierren pertenezca a mis descendientes”. “Amigo, por mucho que hayamos creído conseguir en la vida, materiales, prestigio e, incluso, nuestra propia obra, nada será nuestro cuando ya no estemos”, contestó el autor. Y todos dejaron de reír, atentos a su sentencia. “¿Y el asombro?”, le pregunté. “Perdone, no le entiendo”, me dijo.

    Afuera, en la calle, un estruendo de voces crecía y se colaba como un rumor molesto por las ventanas. Era un grupo de personas gritando consignas contra la Diputación, y el sonido de las sirenas policiales que los rodeaban en la plaza. Se quejaban ante la institución provincial de no poder pagar los libros y el comedor de sus hijos. Estaba a punto de comenzar el nuevo curso y los recortes económicos en educación como consecuencia de la crisis económica habían cercenado el sistema de becas, dejando desamparados a los hijos de miles de familias que ya carecían de los recursos esenciales.

   “El asombro, esa sensación maravillosa que sentimos al ver por primera vez el mar, al oír estremecerse el paisaje que contemplamos o al percibir el roce de aquellos juveniles labios que, primeros, nos besaron. Eso nos quedará, porque a nadie podrá ser legado, únicamente te pertenecerá a ti, eternamente”, le aclaré. “No parece usted un periodista, ¿acaso es también poeta?”, me preguntó. “No, ¡líbreme Dios!, -le contesté. Lo fui durante un escaso tiempo pero, afortunadamente, recuperé la conciencia. Soy de los que prefieren vivir en paz consigo mismo, sin presiones, compromisos perversos o teniendo que aguantar a burgueses pedantes y endiosados que tratan de alcanzar la gloria poetizando sus vidas anodinas. Ya ve, no todos estamos tan interesados en la acumulación de propiedad mientras estamos vivos, ni en la grandiosidad de su hueco curriculum”. El poeta me miró con esa extrañeza sutil con la que se suele observar a un friki, mezcla paradójica de indiferencia y curiosidad y, volviendo la cabeza hacia el centro de la sala, comentó: “Es duro y doloroso oír hablar así de uno de los oficios más dignos y excelsos desde Virgilio e Ibn Hazm, el canto a la belleza suprema y a la levedad y vulnerabilidad del alma humana ante la inmensidad del universo y la brevedad de la vida. Sin embargo, ya sabemos que todos los poetas tuvieron enemigos y algunos, como Machado, se vieron obligados a morir en el exilio”. “Ya – comenté, mirando fijamente al poeta. Pero los tiempos han cambiado, ¿verdad? Ya los hombres prestigiosos y titulados de este país no se la juegan escribiendo poemas que contengan la verdad, ahora duermen bajo el ala del partido político que los agasaja. Ya no quieren formar parte de esa nómina de huesos de la que, con tanto dolor, nos hablaba Vallejo. Ahora se dejan querer y devuelven el cariño sin demasiadas exigencias. El libro que nos acaba de leer es su segundo poemario, también premiado, como el primero, ambos por jurados formados por compañeros suyos en la asociación de críticos, otros poetas a los que usted también premió anteriormente cuando fue miembro del tribunal de turno. Y tras los premios llegó la publicación del libro a cargo de la institución pertinente y la gira por los distintos edificios oficiales a la estimulante cantidad de 400 euros por una hora de lectura; claro que eso depende del caché, pues en algunas ocasiones el emolumento puede superar con creces las cuatro cifras. ¡Cómo no cantar a la belleza o a esas hadas que tan bien le cuidan! Sería de desagradecidos hablar en sus poemas del fracaso del ser humano, esa masa impotente que ahora grita en las calles o de esos millones de anónimos que se desangran sobre las cuchillas de alguna verja fronteriza, ¿no es así?”

   El poeta empequeñeció de golpe. Se hizo el silencio durante unos segundos en la sala y, de repente, el Marqués de Bradomín se puso en pie, palmeó sus manos y dijo: “, señores, creo que ya es la hora del aperitivo”. La Delegada de Cultura de la Diputación me miró de forma amenazante, pero contuvo al tiburón que guardaba entre sus piernas y dio por concluido el acto, no sin antes agradecer profundamente la visita de tan ínclito catedrático y poeta. Después salieron todos juntos de la sala, como borreguitos frágiles y sumisos, ignorando mi presencia a su paso.  Todos menos Valle Inclán que había salido unos minutos antes con la excusa de fumar un cigarrillo y ya no lo volví a ver. Al salir, pude observar al poeta repartiendo ejemplares de sus libros entre los manifestantes  de la calle y escuchar cómo comentaba al oído de la niña Chole: “¡Qué sería del pueblo sin la cultura!”.

   Finalmente, el grupo se redujo a seis miembros que entraron en el restaurante de moda en la ciudad. Allí, entre taquitos de rape, gambas y jamón de Huelva y excelentes caldos, el autor firmaría el recibo del pago recibido, hablaría, con íntima complicidad, de proyectos y otros libros en construcción y bostezaría un par de veces antes de marcharse hacia otro lugar que tampoco era suyo, la suite del céntrico hotel reservada por la Excelentísima Diputación. Y, cuando el sueño abrazó por fin al poeta, limpiadores municipales regaban la calle, borrando el agua toda huella de basura.

 


Francis Vaz. Historias de la puta crisis. Ed. ACSAL, 2024

Poema visual de Antonio Gómez

lunes, 16 de junio de 2025

UNA HISTORIA DE REYES MAGOS



 

   “Este año la campaña de recogida de juguetes ha sido un éxito -me dijo satisfecho el concejal de festejos del ayuntamiento. A pesar de las grandes carencias que sufren nuestros ciudadanos por la crisis han sabido ser solidarios y no habrá un solo niño en la ciudad que no sonría ante la felicidad de los juguetes”, fue la frase con la que puso punto final a la entrevista. Luego se despidió amablemente, no sin recordarme antes que “Juguetes para todos” habría de ser mi titular en el periódico. 

   Al salir del despacho municipal me crucé con un hombre extraño, venía envuelto en una túnica y calzaba unas babuchas. Bajo un trapo enmarañado a modo de turbante sombreaba su rostro una barba de acaso un mes. No pude disimular mi sorpresa y me quedé absorto al contemplarlo, con la mano sobre el pomo de la puerta. Él me miró y me preguntó: “¿Ya puedo entrar?”, y sin que me diera tiempo a contestar cruzó el umbral, confiado en que yo cerrase tras su entrada. No lo hice del todo. Amague hacerlo, pero puse el pie para que quedase una pequeña apertura por la que pude ver y oír el inicio de la conversación.

 

   ¡Qué tal, Javier! ¿Qué te trae hoy por aquí?, le preguntó el concejal con paciente autocontrol. “Pues mire, señor concejal, que estaba yo pensando en mi casa sobre el problema de los hijos. 8 años tiene uno y el otro 7, ¿sabe usted? Que uno ya no sabe qué hacer para que no dejen de quererme, porque, como se imaginará, si un padre nada puede dar a sus hijos, ni una alimentación adecuada, ni un cálido hogar en este terrible invierno, ni siquiera ilusiones en un futuro sombrío, te acaban despreciando. Yo ya me he resignado a mi designio, señor concejal, ya sé que a mis casi 50 años no valgo para nada y que a mis 6 años de paro tendré que sumarles muchos más. Ya no soy productivo y tan sólo puedo aspirar a la caridad. Así están las cosas en esta puñetera crisis y nada puedo hacer para cambiarlas. Sé que todos lo estamos pasando mal, también ustedes. ¡Qué puede hacer un ayuntamiento sin un duro! ¡Cómo van a ocuparse de nosotros con todas las carreteras que hay por arreglar y todos los festejos que nos quedan por celebrar! No, esta vez no vengo a pedirle que mejoren de alguna forma mi economía familiar. Al final he comprendido que, cuando se reparte el pastel, nada queda para nosotros, los olvidados. Ésta vez vengo a pedirle algo diferente, le solicito encarecidamente un hecho sentimental. Verá usted, mis hijos están ya en la edad en la que empiezan a dejar de creer en los Reyes Magos y si yo fuese este año el Rey Mago que les entregase los juguetes del ayuntamiento, quizás, volvieran a creer en mí, volvieran a admirar a su padre, en vez de despreciarme. Ve, incluso me he confeccionado el traje de Gaspar con cuatro trapos. Y la barba, de aquí a los 15 días que faltan, seguro que alcanza su justa consistencia. ¿Qué me dice? ¿Cree usted que sería posible lo que le pido?”, dijo aquel hombre y rompió a llorar.

 

   El silencio se hizo sólido en aquella estancia. El concejal no sabía hacia donde mirar, dubitativo e inquieto durante un instante fugaz y, tras un minuto de hondo escozor por el zarpazo, supo rehacerse y reaccionar. Recolocó su sonrisa y se levantó de la silla, dirigiéndose a aquel hombre con las manos abiertas, como si fuese a abrazarle. Pero no, le puso ambas manos en los hombros y le habló en tono paternal. “Javier, lo tienes que entender, la personificación de los Reyes Magos está destinada desde hace tiempo a tres personas relevantes del municipio y uno de ellos, el que hará de Gaspar, es el delantero centro de nuestro equipo. Lo que me pides es imposible por dos razones evidentes. Como sabes el ayuntamiento carece de fondos y esas personas relevantes nos hacen jugosas donaciones, además de costear los caramelos de la cabalgata. No podríamos prescindir de ciudadanos con grandes recursos como ellos en estos momentos de nula liquidez. Y, aún así, la otra razón es la más importante. Su prestigio, la gran admiración que les profesa el pueblo. Te imaginas a tus hijos recibiendo un balón de manos de nuestro mayor héroe, el gran goleador de nuestro equipo. No puedes negar tan grandiosa ilusión a tus hijos, seguro que sueñan cada noche con algo así. Eso sí que no te lo perdonarían jamás”.

 

   No quise seguir escuchando, sentí asco y repulsión. Necesitaba tomar aire, apartarme de aquel edificio. Cerré la puerta del todo y me encaminé hacia la salida. En el trayecto volví a abrir mi cuaderno de notas para confirmar la personalidad de los otros dos Reyes Magos. Uno era el presidente de la Diputación Provincial y, el otro, el presidente de la federación de empresarios de la ciudad.



Francis Vaz. Historias de la puta crisis. Ed. ACSAL, 2024


 

domingo, 15 de junio de 2025

UNA HISTORIA DE SUPERVIVENCIA

 



 

 

   El hambre es una muerte que se hace la olvidada. Decide no existir ya que nadie habla de ella. Sólo quienes la padecen conocen el fuego negro de sus alas, los mares de sal que vierten sus heridas, las arañas fieras que corroen las entrañas de la humanidad más desamparada.

   Él también era una ser desamparado. Saltaba a la vista. Sus zapatos raídos, los vaqueros desgastados por el uso forzado, el pozo sin vida de su mirada esquiva. Era un día tórrido de finales agosto, en el que el aroma nauseabundo de las basuras acumuladas en la calle, por el efecto de la huelga, se colaba sin piedad por las ventanas. Se sentó en mi mesa del periódico, frente a mí y me dijo: “Dirán que la maté. Ellos viven en la abundancia y jamás llegarán a comprender cuánto puede llegar a soportar un desesperado. Créame, no existe realidad más infernal que el juego de la supervivencia”. Le dije que se tranquilizara, viendo el estado de nerviosismo en el que se encontraba. Sus manos temblaban, como dos pesadas libélulas que intentaban posarse sobre la mesa. Le pregunté cuál era su nombre. “Manuel. Manuel García -me contestó, y he venido a confesarlo todo antes de entregarme a la policía”. La curiosidad inherente a mi oficio me obligaba a indagar más y comencé a interrogarle: “A la policía. ¿Por qué? ¿Qué delito ha cometido?” “Ninguno, pensé en cometer alguno muchas veces, no lo niego, pero siempre me vencía el miedo a ser detenido y la posibilidad de verme forzado a abandonar a mi familia. Aquí el único delito es el del silencio, ese que nos mantiene encerrados, a mi familia y a mí, en el olvido y en la más atroz de las miserias: La desidia silenciosa de los otros, la soledad brutal en el más absoluto desamparo”, me contestó. Pero entonces, ¿por qué dirán que usted mato a quién?, le pregunté directamente. “Antes necesito que usted sí comprenda y sólo entenderá si me acompaña a casa”, me dijo. “Bien, espere que busque a un fotógrafo y ambos le acompañaremos”, le dije, pensando más en mi seguridad que en los hechos misteriosos de un artículo.

   Antes de subir al coche, Manuel nos pidió que le acompañásemos a un cajero automático. Sacó una tarjeta de su desvencijado pantalón y comenzó a teclear sobre la pantalla. En unos segundos la máquina le entregó 440 euros e, inmediatamente, el recibo con el saldo restante en la cuenta: 2,15 euros. Nos mostró el recibo y antes de guardarse el dinero nos dijo: “La pensión de mi madre. Esto es todo lo que le quedará a mi familia”. Dos lágrimas de hondo dolor descendieron por su rostro.

 

   Vivía en la calle amargura, en el segundo piso de un edificio sin ascensor, ni balcones. Era un barrio construido a mediados del siglo pasado, pensado para albergar a los trabajadores inmigrantes de otras regiones españolas, que venían a la capital huyendo de sus tierras áridas y con la esperanza de lograr un futuro mejor. Gente trabajadora que, a base de su propio esfuerzo, sacaron adelante a sus hijos para que éstos, después, acabasen abandonando a sus padres por sueños de estúpidos resorts hipotecados. Los ancianos que morían deshabitaban casas que eran alquiladas a otros inmigrantes, esos que cruzan el charco, inmenso para los que llegan en avión y no tanto para quienes lo cruzan en patera. En el trayecto automovilístico, Manuel, nos contó que él también se largó del barrio, pero que tras los cinco años de paro que sufría y el desahucio de su vivienda, se vio obligado a volver a la casa de su madre, ya viuda. Era ingeniero industrial hasta que quebró la empresa y ya nadie volvió a contratarle. Su mujer trabajaba en la misma empresa que él, allí fue donde se conocieron hacía 12 años, y sufrió la misma y nefasta suerte. A ambos se les acabaron las ayudas gubernamentales y si no llegaron a alimentarse de los cubos de basura fue gracias a su madre, que los acogió en casa, al matrimonio y a sus dos hijos.

   Lo primero que se sobresaltó al abrir Manuel la puerta fue nuestra pituitaria, el nefando olor de aquella casa era insoportable. Era un olor diferente al de la basura esparcida por las aceras, era más dulzón y pegajoso. Se adhería a nuestra piel como una babosa atenazada de terror. La casa apenas tenía muebles. En las paredes sobresalían cercos cuadriculados, como los que deja la ausencia repentina de algún cuadro. En la cocina, algunos platos sucios del desayuno matinal y el vapor de un cocido a medio hacer. En el comedor, una pequeña televisión analógica sobre un mueble cochambroso, una mesa, cuatro sillas y un sofá de dos plazas en los que se arremolinaban la esposa de Manuel y el hijo mayor de nueve años. Ambos se abrazaban como si esperasen, atemorizados, el final irreversible del mundo. Ninguno de los dos se levantó ante nuestra presencia. Permanecieron en silencio, aferrados el uno al otro, mientras Manuel nos mostraba el resto de la casa. Las dos habitaciones eran sobrias, sin apenas decoración, y en ambas las camas estaban deshechas. En la de matrimonio nos llamó la atención las bolsas de basuras negras que, por su blandura y liviano peso, parecían contener prendas de ropa y el candado que cerraba el armario. Manuel intuyó nuestra curiosidad y abrió el candado, mostrándonos la despensa familiar. “A los niños les cuesta entender la necesidad de racionar los alimentos”, nos dijo azorado. En la habitación de los niños no habitaban juguetes. Desde nuestra entrada a aquella casa nos acompañó el canto melifluo de una niña, pero ésta no aparecía por ninguna parte. Hasta que Manuel nos condujo por el oscuro pasillo hacia una puerta, la del baño, la única estancia que nos quedaba por visitar. En ella estaba la pequeña Laura, sentada sobre el suelo, una preciosa niña pelirroja de seis años. Entre sus manos tenía la fría maño de su abuela y le cantaba una nana, muy bajito, ya que no la quería despertar. La abuela dormía eternamente en la bañera, encharcada por el agua del deshielo. Su cuerpo era de color morado, estaba hinchado por la descomposición y, en su interior, era devorada por gusanos. “Sucedió hace algo más de un mes e imaginamos que fue un ataque al corazón. ¡Qué podíamos hacer! Sin su pensión no podemos sobrevivir. Es mi madre y la quiero, pero decidí callarme por la supervivencia de mis hijos”, nos confesó Manuel. Luego entregó la pensión de la abuela a su mujer, la besó con desesperación, ignorando cuándo lo podría hacer de nuevo, y nos miró, diciendo: “Y ahora, si lo desean, pueden acompañarme hasta la comisaría más cercana”.

  

Francis Vaz. Historias de la puta crisis. Ed. ACSAL, 2024

Poema Visual de Antonio Gómez

sábado, 14 de junio de 2025

UNA HISTORIA DE SOLIDARIDAD CRISTIANA



 

   Angustias era viuda desde hacía una década. Juan, su marido, murió en el tajo. Estaba construyendo un nuevo muro en la ermita cuando le sobrevino el infarto. El párroco organizó un buen entierro y Angustias sólo tuvo que encargarse de las flores y la corona. Con el resto de los gastos corrió el obispado. Angustias les estaba muy agradecida desde entonces y colaboraba a diario en la limpieza de los santos. Hasta que su cuerpo comenzó a quebrarse. Luego la vida se hubiera convertido en algo insoportable si no la hubieran asistido las monjitas del asilo de Almonte, al principio visitándola en su casa y, más tarde, acogiéndola en el propio asilo, a cambio de las escrituras de su casa. Angustias y Juan no habían tenido descendencia. Se fueron a la aldea del Rocío cuando aquello no era más que un barrizal de marismas en el que feroces mosquitos torturaban al ganado. ¡Qué dura era la vida por entonces!, pero la caza era abundante y se podía pescar en el río con las manos, pensaba Angustias a veces. Luego la feligresía comenzó se interesó por la aldea y los curas controlaron la situación, organizando las peregrinaciones periódicas. La aldea crecía imparable cada año y Juan se adaptó a las circunstancias del mercado. Tuvo que ir abandonando su furtivismo cuando Doñana se convirtió en Parque Nacional y dedicarse a la floreciente industria de la construcción y a hostelería la semana de la romería. El resto del año la aldea permanecería vacía, silenciosa, de no ser por los turistas de los fines de semana. Pero volvamos a Angustias, que aceptó el ofrecimiento de las monjas. ¿Qué iba a hacer? ¿Dejarse morir en la soledad de cualquier miércoles? Tres años la cuidaron con abnegada penitencia y esos días estaban a punto de llegar a su final. Angustias deliraba, ciega, en la aséptica cama de la enfermería del asilo y sus últimos recuerdos fueron los de un Juan aguerrido y sudoroso, cargando sobre su hombro a un jabalí aún caliente. Oía el ladrido de los perros cuando expiró su último aliento de vida.

 

   En el mismo momento de la muerte de Angustias, Maribel vagaba confusa por las calles desiertas de la aldea. Acababa de ser desahuciada por no poder pagar el alquiler. Desde el fatídico accidente todo se torció. Aquel domingo negro le destrozó la vida. Llevaban tiempo sin salir, los niños eran demasiado pequeños, pero Luis, su marido, se empeño en visitar la romería, la fiesta, el par de copas y, a la vuelta, el atropello. El anciano murió en el acto y a Luis le cayeron cuatro años de presidio. Maribel se vio sola, sin familiares cercanos, y con un niño de dos años y una niña de cuatro. Intentó durante meses conciliar su trabajo y el cuidado de los infantes, pero las dificultades se impusieron y la acabaron despidiendo. Poco a poco comprendió que la supervivencia familiar iba a depender de la caridad y comenzó a pedir ayuda en el ayuntamiento. Pero la crisis se cebaba con todos, también con los organismos públicos y era tan poco lo que había para repartir que no llegaba para todos. Maribel lo vendió todo y, aún así, llegó el día en el que ya no pudo pagar el alquiler, la luz, el gas… La desahuciaron el mismo día de la muerte de Angustias y, confusa, comenzó a andar por la carretera, con el niño en brazos y la niña cogida de la mano, alejándose de aquel pueblo maldito. Y, cuando el sol, rojo incandescente, parecía derramarse en sangre sobre la marisma, llegó a la aldea. Sabía que allí había muchas casas deshabitadas. Se dirigió a una de ellas, cogió una gran piedra de la calzada y golpeó la ventana hasta que consiguió romperla. Luego, ya en la oscuridad de aquella noche primaveral, introdujo a sus hijos por el hueco y ella entró detrás. Sólo el azar tuvo la culpa de que aquella casa fuese la de Angustias.

 

   Hoy asisto al juicio, mi periódico está interesado en la noticia. El obispado denunció a Maribel por la ocupación ilícita de la vivienda. Ella está sentada en el banquillo de los acusados, flanqueada por los niños que la abrazan compungidos. El juez le ha dado la palabra y ha sido muy escueta: “Yo sólo le pido caridad a la iglesia, señor juez. “La casa está vacía y no tengo techo con el que proteger a mis hijos. No digo que me la den gratis. Trabajaré en el campo, en lo que sea, y les pagaré un alquiler adecuado a mi situación. Señoría, tenga piedad, si me expulsa a la calle me quitarán los niños y sin ellos a mi lado ya no querría vivir “. El juez se debatía en un dilema doloroso, se notaba en su rostro el escozor de tan incómoda herida. ¿Cómo iba a dejar en la calle a una mujer vulnerable e inocente y a sus dos hijos?, pero la escritura de la casa estaba a nombre de la iglesia y la ley era muy clara. Si no echaba de la casa a Maribel podría cometer prevaricación y jugarse la carrera. No sabía qué hacer. Y, desde luego no podía comprender la actitud de la iglesia. De modo que llamó por última vez al representante del obispado que asistió al litigió y le dijo: “Vamos a ver, padre, ¿no podrían ayudar ustedes a esta señora de alguna forma? Y el sacerdote contestó: “Claro, señoría, y ya se lo hemos expuesto varias veces, pero ella se niega a aceptar nuestra generosidad. Nuestra prioridad es ayudar a los necesitados, a todos. Y, en su caso, estaríamos dispuestos a iniciar gestiones para que dos buenas familias cristianas con recursos se puedan hacer cargo de los niños, facilitándoles una educación según el evangelio. Y a ella estaríamos dispuestos a acogerla en la congregación de las monjas, en el asilo, siempre que esté dispuesta a expiar sus pecados, sacrificándose en la atención a nuestros desvalidos ancianos. Pero la casa la necesitamos. ¿Sabe usted a cuántos pobres podemos ayudar con lo que sacáramos de su alquiler tan sólo en la semana de la romería del Rocío?”.


Francis Vaz. Historias de la puta crisis. Ed. ACSAL, 2024
Poema Visual de Antonio Gómez

viernes, 13 de junio de 2025

LA FRONTERA




La barra del bar es una frontera
espesa y temporal como arena de castillos
en la orilla.

La gente se aproxima a mí
para pedir el periódico del día
un té caliente
una sonrisa
un polvo
me han pedido tantas cosas,
tantas...
Las amas de casa siempre piden café
por las tardes;

sus maridos ginebras y sexo
por las noches.

Yo soy el oído y la sonrisa.
Con una botella os hago una nación
en la que os sintáis menos pobres,
menos desgraciados,
menos vosotros.

Tranquilos, no tengáis miedo;
estaré aquí, al otro lado y
cuando ya no existáis
brindaré por todos.



Mar Domínguez. 
Ilustración: Antonio Gómez

jueves, 12 de junio de 2025

SE ALQUILA / SE VENDE

 




Cuando la hoguera se volvió hilo de humo
el mar, la arena, el horizonte, la playa entera,
todo, todo seguía ahí.
Como si la noche no hubiese ocurrido nunca.

Pero supimos que ya no nos pertenecía.

Mientras ardía, girábamos ciegos
creyendo ser la generación prometida,
nos inyectaron la creencia de la propiedad
en el ombligo
y brindábamos felices
la firma ante el dios que daba fe.

Cuando se apagó la hoguera
mi generación perdió el norte,
la esperanza, la fe y la casa.

Y así, de repente,
como un calambrazo o un bostezo,
nos ordenaron devolver la ropa.

¡Pobre generación!
La generación embargada
la generación emigrante
la generación nómada.

Nos enseñaron la playa, sí,
pero nos despertaron en mitad del desierto
y nos obligaron a abrir bien los ojos.

Cuando la hoguera ya era hilo de humo
el mar, la arena, el horizonte, la playa entera
todo seguía ahí, pero ya no era nuestro.

Mi generación ahora busca la belleza
en los puentes, en las fronteras
caminos de piedras,
en el centro de los cuatro vientos.

para sacudirnos las promesas
redimirnos y gritar:

No les creáis, todo es mentira
no estamos locos, lo hemos visto.
¡No les creáis, todo es mentira!
¡Todo es mentira!



Mar Domínguez.
Ilustración: Francisco Naranjo

miércoles, 11 de junio de 2025

2 poemas de VERSOS DE UN VIAJERO CONFUSO de JAVIER SÁNCHEZ DURÁN

 


Al olmo de la Cañá


Yo pensé que no tenías corazón,

olmo centenario,

cuando, siendo pequeños, gateábamos hasta tu copa

e invadíamos tus entrañas vacías.

Pensé: este es un árbol viejo y melancólico

que no tiene corazón ni vida.

Esto pensé:

Se morirá pronto de nostalgia

y se vestirán de luto sus esquejes.

Pero aquella mañana,

a la temprana hora de los quehaceres,

los vi pasar a todos,

a la mujer con prisa,

al campesino, que visita su huerta diariamente,

a los niños que corren, jugando, hacia la escuela,

al tendero ambulante que vende fruta los miércoles,

a los ancianos, que se sientan a tu sombra, sobre el poyo de mármol,

Los vi a todos y los miré a los ojos,

de cerca,

y me asomé a sus miradas,

y allí estabas tú, olmo viejo,

en lo más profundo de la gente que se mueve,

allí estabas tú invadiendo interiores

y dando vida a lo cotidiano,

a lo sencillo y frágil,

que a tu alrededor deambula sin prisa,

respetando el ritmo lento de tus hojas,

que bailan, acariciadas por la brisa suave que te envuelve.

Tú eres el corazón del pueblo que vive y late cotidianamente.

Tú eres el corazón del pueblo que vive y late todos los días,

al sosegado y tranquilo ritmo de tus hojas….





CÓMPLICE


Ahora conozco

el poder de las olas interiores

que nos subían desde los pies

y sacaban brillo a nuestros ojos,

aquellas que provocaban

la lluvia de sudor en nuestra frente...

Eran olas poderosas y terribles

cuando la muchacha de labios inquietos

nos mostraba sus desolados muslos

mientras se bañaba

en un inmenso barreño de aluminio

a la luz mortecina de una tarde de verano

que se colaba, tránsfuga, entre los toldos

de aquel tórrido patio de vecinos.

Cuando llegaban ellas,

las poderosas olas,

anegándonos por completo,

nos mirábamos en silencio cómplice

con una sonrisa aletargada,

y nos ocultábamos tras las oscuras cortinas

del desván,

y reíamos....

reíamos conscientes de que éramos únicos,

solitarios reyes de aquel maltrecho paraíso,

y bailábamos, dementes, una danza alocada

por poder contemplar

la escena filtrada a través de las cortinas rasgadas,

cuando la muchacha de labios inquietos

nos mostraba, ingenua, sus tristes muslos

en aquel patio añil de luz detenida

de una mortecina tarde de verano...

Ahora sé cuán poderosas eran

aquellas olas que nos inundaban la mente

y clamaban a gritos que estábamos vivos.

Nos bebíamos la mar de un solo trago

hambrientos de olas y espuma

y reíamos porque estábamos vivos sin saberlo del todo

y la vida era tanta que nos salía por los ojos

y por la boca inmensa

con la astucia de un gato callejero

que a nadie pertenece y pertenece a todos



JAVIER SÁNCHEZ DURÁN. Versos de un viajero confuso. Ed. Niebla, 2018





martes, 10 de junio de 2025

PALABRA Y PIEDRA. POEMA IX

 

 

Si decidieras irte de la ciudad muerta si decidieras irte

si decidieras irte de la ciudad no hallarás más que otra ciudad otra ciudad como ésta

que es ésta y no es sólo envase es pálpito significado contenido

todas las ciudades una ciudad inmensa controvertida en cada alma

todas las almas un alma una ciudad donde la cabellera rebelde del caballo

deambula como un buey por antiguos laberintos chaflanes chorreantes de sangre calcárea esperanzas amputadas en los ojos del ladrillo carne derramada en cada cruce de caminos

y arriba tú flauta mística del cielo te desvelas ebria y ciega a nuestros ojos suplicantes

permaneces oculta tras el humo y sus escombros en cada mano muriendo diariamente

tres mil augurios en la mañana ardiente en este infierno

hormigas sin conciencia tras el cristal pintado de verde buscando un afán

crujir el esternón, la médula

rutinario despertar continuo a un mal sueño caída libre al pozo sin final y sin palabra

 

¿ dónde está la paz dónde el sosiego dónde la felicidad?

¿bajo un mar de espinas resguardada por erizos de metal?

¿ a qué este balanceo sádico en las aristas de la locura?

 

Quién oye el sueño de mi boca maldita dónde se ocultará el sueño

quién oirá se estruendo de granada abierta sus infinitos corazones rotos

no hay suficiente silencio no hay calma ni intención

el viento nos ruge al oído con boca de hielo el río gélido revienta todos los diques

la roca es nuestra piel tu piel mi piel


piel de sequedad sin besos agrietada negra como el negro sol del mediodía

 

entre ruidos degollada apalabra el futuro es una mancha borrosa que difumina el tiempo

 

Qué hacer dinos qué hacer si aún semilla cómo sacarme las hormigas de la boca cómo desatascar todo su barro interno cómo quebrar esta abulia esta locura éxito cabrón o humillación mísera

sus hombros enlazados arrodillados

orándote a ti Dios holográfico que nos mira solapado y fustiga nuestra culpa

aserrando umbrales con los dientes

tapiando puertas con las uñas frías de nuestros pies talados.

 

La cuidad que eres que soy yo que es él la ciudad no solo envase

la ciudad pálpito significado contiene muñones que se alargan lenguas cortadas cuencas vacías corazones parapléjicos bolsillos rotos bajo la hiel del pecho medalla cromada en la frente del indigno lo demás tu demás es etiqueta publicitaria mas ellos tus falsos profetas

siguen enumerando todos sus contornos

la belleza de la flor negando el agua a sus raíces dejadlo ya por favor dejadlo

olvidar el verso de Quevedo haceos polvo mas polvo crudo sólo polvo

que desde la cima hasta el aire se despeña y en el llano sonoro descansa tu silencio

sonoro descansa nuestro silencio

sonoro descansan todos nuestros silencios.




Francis Vaz. Palabra y piedra. Ed. Diputación de Huelva.