documentos de pensamiento radical

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miércoles, 16 de marzo de 2011

DURMIENDO CON EL ENEMIGO (fragmento)




Hacer lo que no debe hacerse: pedir dinero por lo que debe seguir siendo gratuito. La decisión no pertenece a la mujer adulta, el colectivo impone sus leyes. Las prostitutas forman el único proletariado cuya condición conmueve tanto a la burguesía. Hasta el punto de que a menudo, mujeres a las que nunca les ha faltado de nada están convencidas de esta evidencia: eso no hay que legalizarlo. El tipo de trabajos que las mujeres no pudientes ejercen, los salarios miserables a cambio de los cuales venden su tiempo, eso no le interesa a nadie. Es el destino de las mujeres que han nacido pobres al que nos acostumbramos sin problema. Ninguna legislación prohíbe dormir en la calle a los cuarenta años. Convertirse en vagabundo es una degradación tolerable. El trabajo es otra. Pero la venta del sexo, eso le concierne a todo el mundo, y las mujeres "respetables" tienen algo que decir al respecto. Durante los últimos diez años me he encontrado bastantes veces en un bonito salón, en compañía de mujeres mantenidas a través de un contrato matrimonial, a menudo mujeres divorciadas que han obtenido una pensión vitalicia digna de ese nombre y que, sin dudalo ni un solo segundo, me explican que la prostitución es algo intrínsecamente denigrante para las mujeres. Ellas saben intuitivamente que ese trabajo es más degradante que cualquier otro. De forma intrínseca. No en circunstancias particulares, sino en sí mismo. La afirmación es categórica, pocas veces matizada, como por ejemplo: "si las chicas no dan su consentimiento", o "cuando se las obliga a ir a trabajar fuera, a la periferia de las ciudades." Como si no hubiera ninguna diferencia a priori entre putas de lujo, ocasionales, de la calle, viejas, jóvenes, virtuosas, , dóminas, yonquis o madres de familia. Intercambiar un servicio sexual por dinero, incluso en buenas condiciones, incluso voluntariamente, es un ataque a la dignidad de la mujer. He aquí la prueba: si pudieran elegir, las prostitutas dejarían de hacerlo. Hace falta retórica... como si la chica que hace la depilación en Yves Rocher extendiera la cera o limpiara los poros de la nariz por pura vocación estética. La mayoría de la gente que trabaja dejaría de hacerlo si pudiera, ¡menudo chiste! Lo que no impide que ,en otros ambientes, se nos repita sin fin que la cuestión no es sacar la prostitución de la periferia de las ciudades donde las prostitutas están expuestas a todo tipo de agresiones (condiciones en las que vender pan, por ejemplo, sería un deporte de alto riesgo), ni obtener el marco legal que reclaman las trabajadoras sexuales, sino prohibir la prostitución. Resulta difícil no pensar que lo que no dicen las mujeres respetables, cuando se preocupan del destino de las putas, es que en el fondo tienen miedo de la competencia: desleal, demasiado oportuna y directa. Si la prostituta ejerce su negocio en condiciones decentes, semejantes a la esteticien o la psiquiatra, si libera su actividad de todas las presiones legales que se ejercen actualmente sobre ella, entonces, la posición de la mujer casada se vuelve de repente menos interesante. Porque si se banaliza el contrato de la prostitución, el contrato matrimonial aparece de modo más claro como lo que es: un intercambio en el que la mujer se compromete a efectuar un cierto número de tareas ingratas asegurando así el confort del hombre por una tarifa sin competencia alguna. Especialmente las tareas sexuales.

Virginie Despentes, Teoría King Kong, Editorial Melusina, S.L., 2007


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