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lunes, 11 de enero de 2016

La mujer de la estación





Eva y yo estábamos en una larga cola de gente. Era la estación de Atocha y el calor resultaba infernal. Habíamos perdido nuestro tren a Huelva. Las únicas opciones que nos quedaban eran pasar la noche en Madrid y viajar a Huelva al día siguiente o conseguir un tren a Sevilla y hacer noche allí. El problema era que no sabíamos cuánto dinero había en la cuenta, si alcanzaría para dos billetes de tren y una noche donde fuera.


Sudábamos a chorros mientras poníamos un ojo en la lenta cola y otro en nuestro equipaje. Creo que la desesperación, además de en las palabras, se reflejaba en nuestras caras. De pronto, una mujer que hacía cola detrás de nosotros dijo: “Si necesitáis dinero, cincuenta euros o algo así, yo os lo presto”.


La miramos atónitos. Trataré de ser preciso en la descripción. Era más joven que nosotros, muy bien vestida, con un traje de chaqueta elegante, y realmente guapa. Su aspecto era el de una ejecutiva bien pagada, con su práctica maletita y ningún signo del sudor y el desorden que nosotros padecíamos. Era el tipo de persona que suele ocuparse de sus propios asuntos, alguien de quien jamás, jamás, hubieras esperado ese tipo de ayuda. Cincuenta euros. No son mucho. Pueden serlo todo. Le dimos las gracias efusivamente y le aseguramos que era posible que nos alcanzara el dinero. La cola se dividió en dos y ya no volvimos a hablar con ella. Finalmente nos alcanzó el dinero.


¿Qué mueve a una persona desconocida a ofrecer su dinero, aunque tenga mucho, a unos perfectos desconocidos que probablemente nunca se lo van a devolver? ¿Para qué inmiscuirse? ¿Para qué ayudar? ¿Qué grado de empatía, de verdadera humanidad, hace falta para ponerse de esa manera en el lugar de un extraño?


No sé nada de aquella mujer, no sé quién era. Pero a veces, en la más negra desesperación y en el desengaño de este mundo nuestro en el que cada uno se preocupa sólo de lo suyo, pensar en ella me devuelve un poco de esa fe que todos hemos dejado en el camino y que, sin embargo, necesitamos desesperadamente para seguir viviendo.


Donde quiera que estés, hagas lo que estés haciendo: gracias. Y que seas feliz.




José Luis Piquero. En Un minuto de ternura. Selección y edición de Uberto Stabile. Ed. Baile del Sol. 2015
Foto de Juan Sánchez Amorós

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