documentos de pensamiento radical

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lunes, 1 de mayo de 2023

REFUGIO (fragmento III)





 

Uno siempre responde con su vida a las preguntas más importantes […]. ¿Quién eres? ¿Qué has querido de verdad? ¿Qué has sabido de verdad? ¿A qué has sido fiel o infiel? ¿Con qué o con quién te has comportado con valentía o con cobardía?

Sándor Márai


1

 

Me miré las uñas. Primero de cerca y luego estirando completamente el brazo. Me quedé silenciosa y disimulé mirándome las uñas, la fina urdimbre de los dedos, los cables bien matizados de los tendones. Pero en realidad estaba viendo cosas que habían sucedido muchos años atrás, Jaime, cosas que ya no existen, salvo en mi cabeza. Por eso disimulaba.

Luego —continué, sin mirarte— pasó un verano en el que se remozó el refugio, en el que David y una cuadrilla de albañiles se dedicaron a rehabilitarlo. El valle de Asomo volvía a ocuparse de lo suyo. Subíamos al Isarre y los encontrábamos enfrascados en el trabajo, haciendo cemento, pintando paredes, lijando muebles, aceitando bisagras. Los veíamos subidos en el tejado de la casa, con el torso desnudo, tostándose al sol mientras fijaban lajas de caliza sobre la trama de madera, resueltas a resistir los inviernos. Luego David se quedaba sentado en el alero, abriendo una lata de cerveza que, a veces, a causa de la presión, se derramaba sobre sus muslos.

De vez en cuando, Samuel, yo y otros amigos les ayudábamos en la faena, pero sin descuidar los paseos y las escaladas por el valle. Comprobábamos, por ejemplo, la solvencia de los baños y admirábamos el trabajo de los que levantaron la casa, de los que cortaron y labraron allí mismo piedras, tallaron sillares, jambas, dinteles y los transportaron y colocaron en su lugar, sin más herramientas que las manos. Hicimos fiesta el día en que un helicóptero descargó materiales en la explanada, frente a la casa. Traía sacas de arena, cemento, pintura, clavos, herramientas, tablones y cajas de cerveza, muchas cajas de cerveza, las suficientes como para aguantar un verano. Ahora ya se podía trabajar en serio. Dos o tres veces por semana subían desde Asomo mulas con serones repletos y muchos amigos montañeros también se acercaban hasta arriba con las mochilas llenas. Traían viandas y ganas de escalar en el Isarre. Nos levantábamos temprano y salíamos contentos y dormidos hacia los cantiles. Los domingos David se iba con nosotros. Juntos escalábamos las vías. Desde las cumbres y las crestas contemplábamos el mundo.

Luego volvíamos al refugio, decorado con herramientas esparcidas por el suelo. La música salía por las ventanas entreabiertas, perturbando a las vacas. Algunos preparaban entonces la cena mientras otros ordenábamos el espacio. Limpiábamos todo, escogíamos el mejor lugar para las mesas, encendíamos velas en cuencos de caliza. Después, tras un largo día de montaña, con la comida bien ganada, contemplábamos el sol ocultándose tras las crestas grises, de repente púrpuras, moradas, y la neblina rompiéndose contra la proa de los picos. Sentados en el porche, en los bancos lustrados con linaza, bebíamos vino en vasos de peltre o aluminio, y comíamos y reíamos mientras los perros nos miraban y se reían también a su manera.

Así pasaron muchos días de aquel verano, uno de los más felices que recuerdo. Igual que recuerdo la alegría de los perros corriendo hacia las vaguadas y a David de nuevo sonriendo sin motivo, solo porque sí, porque estaba vivo.

Un día Julián le encontró regando el haya. Lo había plantado delante de la casa. Había construido a su alrededor un pequeño alcorque de piedras con el fin de protegerlo, de delimitar su territorio. Lo había tutelado también con viejos bastones de trekking. Ese día intuimos por primera vez que habría nubarrones en el futuro. Concentrado como estaba en su tarea, David no advirtió la llegada del otro. Se volvió y le encontró intentando contener la risa, sin lograrlo.

—¿Te has vuelto loco? ¿Desde cuándo se riegan los árboles de las montañas?

—Se riegan desde que a mí me da la gana. Y por favor, procura que tus vacas no se acerquen a mi árbol.

David y Julián se conocían desde niños, desde una tarde de verano en que David vio surgir del bosque un rebaño de vacas somnolientas. Las conducía un chaval orejudo, que caminaba al frente de ellas con pasos de atleta y una apostura militar. Volvían de las estivas, a través de los hayedos, y David se quedó impresionado por los silbidos del chico y las extrañas órdenes que transmitían, y que sus perros cumplían de inmediato, como si estuvieran tratando con un almirante. David supo enseguida que quería unirse a esa tropa parsimoniosa y acre, y acompañar a su dueño por el monte, cuyos senderos debía conocer a la perfección.

—¿Dónde vas? —le preguntó, intentando un primer acercamiento.

—Te conozco —le dijo el otro sin mirarle—. Eres el sobrino de Ancho y te gusta mucho trajinar por el monte.

—¿Puedo ir contigo?

—Puedes, pero no sabes dónde voy.

—Eso no importa

—¿Sabes silbar?

David se llevó los dedos a la boca y silbó con todas sus fuerzas. Los perros se volvieron.

—Vale, ven.

David sonrió y se puso a seguir los nerviosos pasos del otro.

—No creas —le dijo, mientras saltaba detrás de él—, yo ya he guiado vacas con mi tío.

Y fue así como se hicieron amigos, aunque nunca llegaran a entenderse del todo, entre otras cosas porque Julián no podía entender, ni quería hacerlo, a los escaladores: que hubiese gente que se subía por los cortados le parecía ridículo.

A Julián le llamaban el loco porque vestía a su manera, porque era irascible y orgulloso, porque hablaba en un tono duro, un tono que su voz áspera parecía elevar hasta los límites de la riña. Trabajaba en Asomo, pero también en otros valles. Le gustaba leer (siempre iba con libros y periódicos atrasados) y los ganaderos se rifaban sus servicios, a pesar de su carácter imposible, ya que conocía los mejores pastizales y tenía mano y un oficio comprobados. Siempre llevaba noticias y rumores de un sitio para otro. Aún no sabía nada de lo que ocurriría, pero debía intuirlo, por lo que pasaba en otros valles. David le hizo entrar en el refugio. Le mostró orgulloso las mejoras. Le sentó ante una mesa recién restaurada. Julián agachó la cabeza y respiró los aromas recuperados de las tablas. Volvió a incorporarse y asintió con la cabeza a lo que veía y olía.

—Siempre conocí este lugar como un henil. Ahora parece el Hilton.

—Tú nunca has estado en el Hilton, mentiroso.

David puso en sus manos un vaso de tinto. Brindaron por el futuro. Se rieron a modo recordando viejas historias. Julián sacó tabaco de liar y una talega con almendras.

Salieron afuera. Las vacas tomaban posesión de sus dominios. Los pastos se extendían hasta los cantiles como manteles adornados. El perro de Julián olisqueaba las botas de David y mordía sus cordones con barro.

—Te cambio el perro por un trago.

—Ese perro es mi hermano y no se cambia por nada.

Permanecieron un buen rato en silencio, mientras trasegaban almendras y bebían el tinto de los vasos. Observaban los círculos que los buitres trazaban a lo lejos. Eran de los que no necesitaban hablar para sentir la compañía. Al rato, Julián dijo:

—En los valles vecinos veo cosas que no me gustan. Oigo explosiones desde los pastos. Están construyendo una carretera nueva, ¿lo sabías? Ampliarán las estaciones de esquí. Construyen mucho y rápido. Casi nunca bonito. Eso que llaman progreso lo acercan con su dinamita. Se llevan la montaña y traen otra cosa: asfalto, ladrillos, cables, torretas, remontes, aparcamientos. Se llevan media montaña en camiones llenos de escoria. Traen otro mundo. Algunos prosperan con el cambio. Hay gente que está a favor y gente en contra. Yo estoy en contra.

A continuación rebuscó en uno de sus bolsillos. Sacó una china de hachís y empezó a quemarla sin prisas.

 

 

2

 

Andrés pensaba que yo era otra abuela que le había nacido de repente.

—Tiene el pelo blanco, papá, como las abuelas.

—No todas las mujeres con el pelo blanco son tus abuelas, egoísta —le contestabas tú.

—Pero Lucía sí, ¿verdad?

—Lucía tampoco.

Ese afán posesivo de Andrés no podía dejar de halagarme. Me había elegido como abuela. Me cogía las manos como un experto que examina las pezuñas de un caballo para comprobar su salud. Luego ponía su cabeza en mi regazo como si fuera allí donde latiera el corazón. ¿Qué oía? ¿Mi pasado? ¿Mi futuro? Yo no había tenido hijos, no me había reproducido, Jaime, pero no por falta de ternura, sino por exceso de algo, de miedo o de responsabilidad, no sé. En la perspectiva del colapso, ¿cómo hacer frente al sufrimiento de los niños que heredarán nuestro infierno? ¿Cómo gestionar, por otro lado, su mirada ante semejante robo? Cada vez que traemos una vida al mundo, debemos explicarle quiénes somos. Somos Auschwitz y la Quinta Sinfonía. Somos la batalla del Marne y un poema de Gelman. No es fácil. Pero a nuestra generación le encomendamos además otra tarea: os damos un mundo que muere. Lo hemos matado para vosotros.

Aquel día era el segundo que venías con Andrés y nos sentamos en un banco del parque. Andrés estuvo un rato observándome y luego se puso a jugar sobre la yerba, con un camión en miniatura que transportaba ramas. Cuando se cansaba, se acercaba hasta mí para poner su cabeza en mi falda. Yo le acariciaba y te contaba esto:

—En aquellos momentos, no sabíamos lo que se estaba tramando —te dije—. El refugio se inauguró con total normalidad. Subieron Ancho y otros concejales. Hubo un pequeño convite y las fotos de rigor. La prensa habló de la apertura. Las revistas de montaña dieron cuenta de la novedad y se felicitaron por ello: aquel refugio venía a paliar un déficit histórico. Pronto empezaron a llamar para reservas. David vio a los primeros excursionistas y escaladores superar la morrena y acercarse hasta el refugio. Todos elogiaban la calidad de las instalaciones. Los fines de semana acudía un refuerzo para las comidas. Las primeras nevadas ralentizaron la llegada de clientes y redujeron su perfil a montañeros duros. El valle volvió al silencio. David veía nevar mientras leía frente al fuego. A veces salía con los esquís, o los piolets, a pasear o escalar una arista. De vez en cuando bajaba al pueblo. Luego volvía con la mochila cargada de víveres. O subía leña desde el límite del bosque, en cuévanos nepalíes que se había fabricado él mismo. En Nepal había aprendido eso, entre otras cosas, como sabes. Creo que le gustaba el trabajo.

Luego te expliqué que de aquella estampa surgiría el desastre, no todo iba a ser bucolismo new age, hipismo guay, porque la vida no es guay, no siempre. Pero no ocurrió de repente, sino en un proceso lento, insidioso, secreto, como una conspiración o una de esas enfermedades larvadas y fulminantes, que se manifiestan siempre demasiado tarde. Durante meses apenas se insinuó más allá de algunas murmuraciones extendidas débilmente por los pueblos, de ciertas insistencias en torno a Ancho y una creciente incomunicación de este con sus concejales. Quizás fue su avanzada edad, casi setenta años, lo que le hizo perder reflejos, no darse cuenta de lo que estaba sucediendo. O quizás fue su inquebrantable confianza en los demás, a los que era incapaz de atribuir otras malicias que no fueran las relacionadas con el mus o el pago a regañadientes de las tasas municipales. Nada grave, nada por lo que un alcalde o un simple vecino debieran perder ni un minuto de su sueño.

Aquella tarde, mientras Andrés se cansaba de nosotros y regresaba a la pradera del parque, donde vivían las hormigas y volaban la mariposas, y su camión transportaba briznas de hojas y pinochas secas y quebradizas, incansablemente, en medio de ese tráfico pequeño, yo me miraba las uñas al recordar aquellos días en que todo empezó a cambiar para nosotros.

 


Pedro Sáez Serrano. Refugio. Ed. Desnivel, 2021

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