documentos de pensamiento radical

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sábado, 25 de noviembre de 2023

EL PORVENIR




[Quién iba a imaginarlo. Ella no, desde luego. Siempre había visto esas manos grandes,

plagadas de los callos que parecían haber nacido con él, fuertes al saludar, fuertes al

despedir. Nadie hubiera imaginado esa tersura.]

“Señora Goldberg, los compañeros y las compañeras ya están esperando, yo creo

que va a sentir el calor pero, al menos, debajo del gacebo, este sol de hoy no la va a

molestar”. José Concepción Alauri le hablaba como si fuera blanca. “Es un tema de

cuenta corriente”, le decía su marido para molestar. “Bueno, y de ese estilazo que te

gastas con los campesinos. A todos los efectos, eres más blanca que yo”. El líder de los

campesinos de la vereda del Guamo la trataba de la manera preferencial en que se recibe

a un invitado en casa, es cierto, pero nunca con reverencia postrada. Nunca un “doctora”

o un “licenciada”, nunca una mirada al piso, nunca un agradecimiento en exceso por su

ayuda en la organización de esa pequeña e insignificante trinchera frente al gigante azul y

verde.

“Por esta tierra, por esta gente”, rezaba el lema que el gigante azul y verde

estampaba en cada migaja que repartía en los alrededores del Guamo para ganar adeptos

y acorralar a estas 23 familias de color dudoso, de mezcla centenaria, de historia borrada

por las huellas de su propia pobreza y redignificada en la construcción de su resistencia.

“Lo que yo no entiendo” –se arrancó La Mulata- “lo que yo no entiendo es por qué

no pueden inundar otro sitio, donde no haya gente ni animales que cuidar. Recuerden:

aquí pedimos muchas veces al Gobierno que nos ayudara a exprimir esta tierra y los

funcionarios que alguna vez vinieron nos dijeron que los predios no valían nada y que

esto no servía ni para hacer una represa”. La Mulata a sus 46 años parecía arrastrar más

bien 60, o quizá era que como empujaba a sus cinco hijos a cuanta reunión se convocaba

siempre parecía más cansada y canosa de lo que su pelo negro y duro transmitía. Hasta

que hablaba. “Cuando la mulata habla a todos se nos encogen las huevas”, bromeaba

siempre El Casto cuando llevaba dos cervezas de más. No era solo lo que decía, sino

cómo lo decía: su tono de voz, su mirada sin excusas, su corporalidad sin urgencias.

“Entonces lo que yo no entiendo –redondeó La Mulata- es porque ahora resulta que nos

van a levantar la pinche hidroeléctrica justitico en donde están nuestras casas y nosotros

nos tenemos que ir”.

[Ana Goldberg no hubiera sospechado que al hacer contacto con su piel negra y

cuidada, las yemas duras y ásperas de José Concepción Alauri se convirtieran en plumas

silenciosas capaces de resquebrajar su resistencia. Cierto es que, a veces, cuando José

Concepción cerraba las reuniones de la vereda con esa contundencia y esa suavidad tan

de él, Ana Goldberg se perdía por segundos en los ojos verdes de este hombre a los que

jamás le hubieran pegado pupilas tan boscosas.]

“No podemos ir de frente contra el desarrollo de estos proyectos. Somos pequeños

y ellos tienen mucho poder, pero sí podemos conseguir que les respeten sus derechos

constitucionales”. Sonaban tan estúpidas sus palabras. Hacía unos meses le hubiera

parecido que esas eran las únicas posibles. No porque fuera un discurso aprendido en los

talleres de formación sobre incidencia política que tomó en Buenos Aires, ni porque ella

no tuviera fuerza para luchar en otras trincheras semánticas. Es que le parecían las

adecuadas, las mejores, las palabras que podían conseguir algo dentro de este sistema.

“Hay que aprovechar las reglas del sistema, hay que construir desde la institucionalidad”,

solía insistir en las reuniones internas de la organización que dirigía. Ahora todo era

diferente. Las últimas semanas había aceptado el reto de José Concepción Alauri y todo

era diferente.

“Por esta tierra, por esta gente”. El gigante verde había invertido unos dólares en

comprar papeleras instaladas donde no había papeles y bancas de jardín para adornar la

vereda donde sólo se transitaba. Los “derechos” de los campesinos se completaban con

un solitario parque prefabricado de juegos para la infancia –esa que pasaba el día con el

lomo doblado en los cultivos de papa y yuca-, un centro de salud al que ningún médico

había asomado y una fuente en lo más parecido a una plaza del pueblo que, en realidad,

era la entrada al templo evangélico que amenizaba las tardes con sus atronadores

sermones de megáfono. Allá, en esa fuente con querubines importados y peces de alta

montaña, solía orinar con precisión cada noche, de regreso de la tiendita, El Casto. “Al

menos, que esta mierda sirva pa’algo. ¡¡¡Carajo!!!! Y miren hijoeputas: no fallo ni

una…”.

“Señora Goldberg, con todo el respeto que me merece y con temor de ofenderla,

pero si me permite…”. Ella le permitió pasar la frontera invisible que sí los separaba. La

que separa la ciudad del campo, lo formal de lo empírico, lo teórico de lo práctico, la

racionalidad prudente y temerosa de esos instintos impulsivos que José Concepción

domaba a su antojo según las circunstancias. “Usted está orinando fuera del tiesto”. Se

agolparon en la cabeza de Ana Goldberg todas las recriminaciones que conocía: ingrato,

maleducado, bruto, desagradecido, ignorante… incluso algunas que su formación católica

y sus maneras de colegio de monjas le impedían traducir de manera literal. “… pero es

que usted viene, habla con nosotros, se solidariza y se va. Yo no conozco su casa y me

alegro de que la tenga, pero imagino que es cómoda y tiene acueducto y hasta ventanas

de vidrio, que me imagino yo. Y sus hijos, porque usted me dijo que tenía hijos, van

limpios a la escuela y los recoge en busito y eso… Por eso le digo señora, con todo el

respeto que me merece su merced, que está orinando fuera del tiesto. Mi gente no está

defendiendo cosas, ni quiere conseguir cosas. Mi gente a lo que se subió fue a un bus de

dignidad. Es que lo que estamos hartos es de que nos pateen, de no existir hasta que les

hacemos falta. Mejor dicho, hasta que les estorbamos… porque falta ni les hacemos”.

Bruta, maleducada, ingrata, ignorante, desagradecida… ahora era Ana Goldberg la que se

miraba al espejo y se arrojaba las palabras trancadas. Este hombre acostumbrado a

arrancar la yuca con sus manos y a pensar desde el alma –que no desde el estómago- la

estaba arrastrando en la civilización de su origen sólo para mostrarle el abismo de

comprensión que los separaba.

En la casa de La Mulata había un escalón que Ana Goldberg no alcanzaba a

entender. Eso es lo que acontece con la arquitectura de los pobres: escasa en lo necesario

y barroca en lo accesorio. El escalón doble separaba los dos ambientes de la casa: la sala

que era entrada y donde le acomodaron la hamaca a esta abogada negra –casi una

contradicción para la gente del Guamo tan poco acostumbrada a los avances de la ciudad-

, y la cocina y cuarto amontonado de La Mulata y la caterva salida de sus generosas

caderas. El escalón la encaramaba desde la sala para obligarla a descender de nuevo en la

cocina-cuarto. Inútil, pero elegante. En este último espacio, una puerta de madera que

ajustaba con un clavo grande y oxidado daba paso al patio de uso múltiples donde tras

bajar cuatro escalones -esta vez sí necesarios- se accedía al baño de la casa, al grifo

autista que hacía de lavadero, a las cuerdas donde colgar la humedad de su vida y al palo

de mango que hacía de tienda de golosinas para los cinco varones que tres hombres

diferentes le habían ayudado a engendrar a La Mulata. Las primera horas allá fueron

difíciles. Ana Goldberg había llevado pocas cosas para no dar una imagen demasiado

burguesa. Sin embargo, cada paso la hacía sentir mal. La Mulata había gastado unos

reales en fumigar la casita. “Pa que no se la coman los zancudos, que usted es nueva por

estos lados”. Ninguna de las dos entendía muy bien el experimento de José Concepción

pero todo comenzó a caminar mejor cuando La Mulata, cansada de tanto ‘por favor’ y

‘perdone’ le escupió a Ana Goldberg: “mire Anita, este es mi hogar y me ha costado

levantarlo tanto como a usted el suyo. Así que yo me siento orgullosa. Ni tenga pena ni

pesar que tanta ‘p’ se le va a atragantar con la avena”.

[Con el mismo respeto, calma y dignidad con los que le hablaba, besó José

Concepción Alauri los muslos, la espalda, las axilas, el vientre, los pechos, los talones, el

anverso de las rodillas y el sexo de Ana Goldberg. Con la misma sorpresa y con mucho

más placer que al mirar sus ojos verdes, Ana arqueo su cabeza y su torso al recibir a todo

este hombre de piel agrietada en su cuerpo húmedo de vida. Su boca se abrió para no

gritar, pero dentro, allá adentro, sintió como si alguien hubiera descubierto zonas

clandestinas o vetadas hasta ese momento.]

“Sean razonables”. El mensaje del gigante y de Palacio era igual: trabajamos para

que se cumplan sus derechos –“y a los izquierdos que les jodan”, habría respondido El

Casto si no hubiera muerto de cirrosis hepática 11 días antes de este encuentro-. El

progreso del país, el consumo de energía para alimentar los aires acondicionados y las

neveras de la ciudad (un 78% del consumo eléctrico del país) precisaba de esa

hidroeléctrica y desde Palacio ya estaba listo el pingüe cheque para que los excluidos

mejoraran su nivel de vida un 4% y para que el gigante procediera a engullir tierra y

casas en pro del desarrollo. El licenciado Méndez no podía entender, entonces, que Ana

Goldberg, con la que tantas veces se había reunido, fuera tan poco razonable ahora y no

le agradeciera el hecho de haber convencido a Palacio, de donde salía el salario de

Méndez, y al gigante, de donde presionaban a Palacio, de que para evitar demandas

internacionales lo mejor era pagar y ya. Las exigencias de Ana y de su organización se

habían cumplido: la Policía se retiró de El Guamo, se valoraron las propiedades de los

expropiados –tan pírricas que al gobierno le dio vergüenza e infló un 10% las

indemnizaciones-, se pidió autorización a la Asamblea Nacional para un crédito adicional

al presupuesto y el presidente firmó en Palacio el decreto que permitía compensar a las

23 familias de la discordia. “¡Qué misericordia la suya!”, espetó el capellán de la Primera

Dama al saber de la excelsa firma del ungido en las urnas.

La Mulata lo tenía claro y por eso localizó a la mamá de su penúltimo hombre para

pedirle que se quedara con dos de los niños. Su hermana, fuerte como una ceiba y

paciente como un perezoso, se hizo cargo de los tres menores. La casita en el Guamo, de

pronto, infló sus pulmones y se hizo grande y poderosa. La presencia allá de Ana

Goldberg y la ausencia de los pequeños la convirtieron en el cuartel general de esta

avanzada. A veces, en esas noches de planificación y agite, José Concepción alcanzaba a

doblegar su parquedad y miraba a Ana de reojo buscando una respuesta. A veces, entre

falsas convicciones de victoria, Ana se angustiaba ante la necesidad de compaginar una

vida viable y estática ante otra imposible y provocadora. A veces, convencida de que en

esta se dejaba la piel, La Mulata deseaba morirse para dejar de estar sola a pesar de

dormir rodeada de esas diez piernas que no se movían sin su aliento.

[Se hizo costumbre la ronda nocturna de José Concepción por la trocha empinada y

pedregosa donde vivía La Mulata. Las pisadas eran señal suficiente porque nadie más

caminaba a esas horas ni por esos limbos. Ana descendía de la hamaca como un gato,

empujaba la puerta que era más silenciosa que su aspecto y se encontraba con él en el

terreno baldío de enfrente. Fueron seis noches. No más. Y para Ana fue renacer en la

posibilidad del amor no construido. En esas mismas noches, José Concepción se sintió

mujer y hombre, serpiente y tigre, maestro y alumno, poderoso y arropado en un juego de

dicotomías que lo persiguió el resto de su existencia. Aunque a su existencia le quedaran

unas horas, o unos días, que depende siempre de cómo se cuenten los instantes.]

El día en que el presidente de Palacio llegó al Guamo todo estaba listo. Las botellas

de agua mineral fría para confrontar la sequedad de este viento sin mar; las toallas

blancas para entregárselas en los pocos instantes de intimidad para secar sudor y eliminar

secreciones ajenas; el discurso con copias y los periodistas para recibirlas y reproducirlas,

y el representante del gigante vestido de safari por aquello de la integración con el

pueblo. Cuando la primera piedra iba a ser puesta cientos de piedras milenarias volaron

sobre la comitiva oficial. Palacio, que siempre era precavido, tenía una unidad

antimotines preparada y escondida que apareció de manera tan repentina como las piedras

y las pancartas que el pequeño grupo de resistentes desplegó. Las piedras se acabaron en

el segundo embate y las pancartas solo aguantaron de pie lo que las piernas de esas 17

personas tardaron en doblegarse. Los gases estaban ahogando a La Mulata, que buscó a

Ana Goldberg en un gesto reflejo provocado por las últimas semanas de convivencia. A

José Concepción un tolete metálico le golpeó la cabeza con tal violencia que la abrió

como un melón maduro para disponer. El presidente de Palacio habló luego, con una leve

marca en su frente, de acciones terroristas de grupos de antipatriotas deseosos del fracaso

de sus políticas y dispuestos a trancar el desarrollo tan merecido. Garantizó, eso sí, que

todo el peso del Estado y de la Ley caería sobre los responsables. Al final del

comunicado oficial y después de una extensa explicación de las heridas sufridas por los

agentes de la Policía se resumía en una frase el parte de víctimas entre los ‘agitadores’.

Si El Casto hubiera estado vivo hubiera aceptado la plata oficial sólo para poder

bebérsela y cagarse en los muertos que ataron a sus vivos. Hubiera chupado hasta el

amanecer durante cinco días seguidos y hubiera pagado trago ajeno hasta perder la

conciencia. Si El Casto viviera otra cosa sería. Quedaría memoria, tal vez… alguna de

sus décimas mal rimadas recordaría a los mártires en los días de quincena: La Mulata

(Soledad Almanza, que tenía nombre para morir), José Concepción Alauri, Feliciano de

Jesús Alape, Dora María Arauz y Ana Goldberg.


Algunos domingos, como muchas familias de la ciudad de diamante, el viudo de

Ana Goldberg y sus dos hijos van a la pradera con juegos mecánicos infantiles que el

Gigante construyó al lado de la descomunal pared gris que contiene las aguas. A

diferencia de las otras familias, estos tres fantasmas no vienen a almorzar ni a corretear

por la senda de observación ecológica. Con ayuda de los dos hijos mayores de La Mulata

limpian el monte que terco se empeña en enterrar las cinco crucecitas dobladas a 150

metros de donde ahora está la represa de la hidroeléctrica El Porvenir. Todavía está

clavado junto a ellas un cartel que pintó el más artista de la comunidad: “Aquí no yacen

terroristas”.


Paco Gómez Nadal. Desencuentos (De amor, muerte, resistencia y ron). Ed. El Desvelo. 2023

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