Día 2
Estoy en la piscina del Oeste
y los chicos color madera roble toman un helado.
Son tres,
tres,
tres chicos que muestran cuerpos y helados,
cabello negro y brillante, líquido.
Tres, mirando el agua del cielo y el agua de la tierra.
Uno de ellos se ha depilado.
Bellos, miran.
Bellos los miro.
Estamos los cuatro mirando los ángulos de esta piscina del Oeste.
El mar gigante apresado en una finca cuadrada cavada hacia adentro.
La laguna rectangular de colores con cascadas de hundimientos de parques artificiales.
El arroyo que dibujaron con el camino de maderas agarrado a los árboles altos que son casas donde esconderse de las ratas.
Tú podrías ser uno de estos chicos si vinieras,
si dejaras que el sol te quemara frente a los nadadores de las dos calles limitadas.
Hacen flexiones, se estiran como niños en cunas blancas,
luchan aquí en la piscina del Oeste por salvarse
de la invisibilidad del sueldo, que no cae en los monederos de cierre metálico,
de las estrías untadas de crema y la carne caída,
pelean por ser bellos,
como los tres chicos color madera roble y los helados y el pelo líquido.
Estoy aquí en la piscina del Oeste,
inundada de la saliva que se le escapa a todo el mundo que está dentro de la piscina.
Saliva que va de la boca a las yemas,
de las yemas a los labios acariciados.
El agua no se seca, no seca tampoco tu saliva.
La saliva se te mete dentro, nunca se va.
Y sé que no estás,
que te amo,
y que sigo aquí en la piscina del Oeste.
Día 3
Estoy aquí en la piscina del Oeste
y afuera está el obrero que vigila la obra,
8 horas, 6 días.
Los hombres reforman un supermercado,
colocaron el piso de cemento pulido, sin la cera, al principio.
Los ventiladores soplan en la noche,
los obreros bucean en sus móviles,
los obreros conducen toros mecánicos,
los obreros se llevan estanterías, piensos de reciclaje y máquinas de hacer zumo,
hablan lenguas babélicas,
toman café en el bar que da fútbol gratis y buena comida latina,
cafés en tazas pequeñas.
Se escucha español fragmentado.
Los obreros en la siesta.
Tumbados, enajenados, agotados, soñando siestean.
Y yo continúo en la piscina del Oeste
sabiendo que te amo.
Día 4
Estoy en la piscina del Oeste
y el fuego ha invadido la tierra hace días.
Arrasó
la ciudad,
los edificios de la periferia,
las viviendas azules y amarillas,
las calles con nombres artísticos,
los hombres sin mujeres jugando en los soportales
a un parchís extraño sobre cajas de fruta,
bebiendo zumo en tetrabricks,
riendo con los dados.
Continúa esta lumbre que entra por las ventanas abiertas hasta los pisos de arriba.
Sube
como las cucarachas voladoras,
como las ratas en los árboles del parque escalando verticales, escondidas de los niños.
Nadie la salva, la lumbre, el calor, el calor.
Ni siquiera la Ciudad Vella con sus turistas y sus apartamentos perfectos,
gentrificados,
y las vidas de calendario
de verano,
de tres meses,
de 6 meses,
de 1 año,
gentrificadas,
con las bicis eléctricas
alquiladas,
en los carriles de asfalto
gentrificados,
parking de tres euros, tres usos, 30 minutos,
30 horas,
la eternidad.
La eternidad de una mujer sabiendo que no será acariciada en la ubicación elegida.
El fuego arrasa
y nos bañamos en la piscina del Oeste.
Los bebés se acurrucan entre los pechos de las madres,
madres como yo era,
como yo fui,
fui madre sin pechos,
mas ellas sí tienen pechos y leche y sombras de copa A,B, C, D.
Toda esta ciudad ha tenido pechos alguna vez,
un pecho del que resguardarse del fuego de la tierra.
Otra opción es alquilar online la zona vip con sombrillas y hamacas.
Hay más opciones,
algunas más.
Está la de quedarse en la piscina del Oeste junto a mi pecho
incapaz de amamantar,
de dar sombra y aguantar el fuego.
Otros procedimientos de supervivencia son:
Los paseos de
las mujeres de pelo blanco en las mañanas con niño de la mano y perro.
Los paseos de
los hombres encorvados buscadores de fresco, con camisas desabrochadas y pantalones de
tergal.
El abrir y cerrar la puerta
del guardián de la obra del supermercado, que se asoma a esperar el fuego.
El sentarse en el banco del lado de la sombra y apuntar los ejercicios aprendidos de los habitantes de los balcones.
El agarrarse a un hombre fuerte para no caer del monopatín eléctrico, atravesando el parque.
El colocar la silla de camping bajo el árbol del solar con el panel anunciador de edificios ondulantes como el agua cuando se la empuja.
El soplo del amante hastiado que lame un cuello seco y salado.
Estamos todos esperando, aguantando el fuego,
en el centro de esta piscina,
Piscina del Oeste.
Y sé,
aún sé,
que te amo.
Ágata Navalón. Piscina del Oeste. Ed. El sastre de Apollinaire, 2025
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