Con la mentalidad de nuevos ricos
desaprendimos la lucha de clases,
y con la aplicación de un buen alumno
hicimos nuestro el imaginario del enemigo,
y así fascinados, entregamos nuestra razón
a la revistas del corazón y las noticias de la tele.
Poseer y consumir sustituyeron con éxito
al vincularse y compartir
de las viejas consignas libertarias.
Frugalidad, igualdad, sostenibilidad,
palabras de las que hoy depende nuestro futuro,
pasaron a ser ininteligibles.
La realidad fue borrada, fragmentada, desconectada
hasta hacérsenos incomprensible,
producción material e interés compuesto
tenían para nosotros el mismo significado.
Marea negra y segunda residencia litoral parecieron compatibles.
Vertidos tóxicos y agricultura ecológica los pensamos factibles.
Reducidos a la irresponsabilidad absoluta
y al consumo desbocado,
cuando nos hablaron de contención nos sonó a chiste.
A falta de rojos, el neofascismo populista
arremetió contra médicos, profesores, administrativos,
estudiantes, enfermos, pensionistas, desempleados e inmigrantes
como los causantes de la crisis.
Estos colectivos, gracias a los medios de formación de masas,
hoy despiertan una mezcla de rencor, envidia y miedo
suficientemente fuerte como para justificar su liquidación
aunque, de momento, sólo sean sacrificados sus salarios,
sus becas, su jubilación y su jornada laboral
o sean señalados y estigmatizados por su debilidad
pidiendo para ellos medidas con las que rediman su inutilidad.
De ahí a la exclusión sólo hay un paso,
el de no reconocer la humanidad de los otros,
y de ahí a Auschwitz el camino está despejado.
Basta con reiterar las consignas para estigmatizar a los consignados
y “las personas normales, sensatas… españoles de bien”
volverán a aplaudir los camiones en la noche
y las columnas de ceniza.
Antonio Orihuela. La guerra tranquila. Ed. Origami, 2013
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