Bajo el alero, alboroto de golondrinas. Una se queda
atrapada al nido por una hebra. Desde los balcones del asilo, las monjas
intentan liberarla.
Domingo apenas alza la mirada. No tiene impedimentos
físicos. Es solo vejez. Vejez y soledad. Eleva, al fin, los ojos y se pierde.
Su sobrina abre la puerta. Coincide con la liberación del ave. Libre la
golondrina, se dispersa la algarabía. Mira sin sonreír a la joven.
—¿Qué tal, tío?
—Mal.
El silencio casi se instala tras el alboroto. Solo el
murmullo de monjas y curiosos en la calle.
—Aquí te cuidan, tío, te dan de comer, te lavan… ¿Qué es lo
que va mal?
Los ojos de Domingo se apagan a la luz refrenada por el
alero.
—Estuviste en los campos de concentración de Franco, te
insultaron, te maltrataron, te golpearon…
Disminuye el rumor en la calle. El nido acoge de nuevo
golondrinas. Domingo calla. Ni amago de levantarse de la silla de ruedas. Vejez
y soledad. La sobrina no soporta el silencio.
—Las monjas son muy buenas, y te quieren. ¿Tan mal estás?
Algún vehículo riega de ronroneos molestos el cuarto. La
sobrina insiste.
—Estuviste hundido y superaste las adversidades ¿Por qué
estás mal?
Domingo parece dormitar. Sin embargo, navega hacia el
territorio de los recuerdos.
—Nunca he estado peor.
—¿Ni siquiera en los campos de Franco?
Un nuevo silencio. Domingo añora la algarabía de las
golondrinas…
—Allí… allí tenía una esperanza.
Y en esas, dolorosamente, estamos.
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