¿Llegamos pronto a Sevilla?,
oigo decir a madre, en brazos de Corpus Barga,
mientras descendemos desde la estación
bajo la lluvia y el frío inclementes de enero.
Perdidos en un sueño vagamos calle
abajo.
No te oigo ahora, Juan de Mairena.
Ayer es todavía, la noche en un vagón de tren.
Una noche de angustia, madre desvaría, se ha escapado,
se pierde, la encontramos.
¡No se demoren, no se demoren!,
nos instan al subir a la ambulancia.
¿Tienen ustedes prisa? Yo no, respondo.
Cuando uno se retira no va a ninguna parte,
el exilio es un país imaginario entre el
cielo y la nada.
Sólo la tierra en que se muere es
nuestra.
Matea me ha lavado la camisa, José me ha
dejado la suya
y he podido bajar a cenar.
Las maletas perdidas
en Cervià de Ter,
mi maletín con el
manuscrito
perdido entre
Figueras y Cerbère,
todas esas palabras,
toda la poesía amarga
y tierna de los hombres
también se perderá
bajo el viento y la lluvia,
tantos equipajes,
tantas vidas segadas en las cunetas.
Nada nos pertenece, sin libros,
sin papel siquiera para escribir.
José, vamos a ver el mar.
¡Quién pudiera vivir
ahí tras una de esas ventanas!,
señalo con la mirada
las casitas.
Sí, también oigo los gritos de ese
Hitler
en la radio de Madame Quintana.
Tengo asma, me siento tan cansado.
Me hubiese quedado en Madrid a morir con
vosotros,
¿qué necesidad tenía yo de huir y adónde
cuando se pierde todo por lo que has
vivido?
¿Qué será de las rosas del jardín, mis
sobrinas en Rusia?
Huir, sí, pero al Tercer Mundo con
Guiomar
en esa hora nuestra, extirpada del
tiempo.
O al cielo de Soria con Leonor,
colgado de las estrellas que la velan.
En coma profundo en la otra cama,
aún siento que me cuida en su delirio.
¡Adiós, madre, adiós madre!
Cerrado el horizonte a cualquier
esperanza
presiento ya el final.
Impávido, resignado la espero.
Definitivamente,
duerme un sueño tranquilo y verdadero.
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