DENTRO DEL LABERINTO
El tiempo es ese filo de cuchillas que acaricia la
piel del unicornio. Un estrecho pasillo que transita a diario la locura, desde
la majestad al abandono, desde la multitud a los espejos.
Pero dentro del tiempo reside la palabra, puerta del
infinito, lento juego del ácido y la sal, madre primera de la muerte,
inexorable flujo que cabalga a la espalda de los siglos y recorre sin pausa el
laberinto.
Ha pasado una vida. La boca es cal amarga y susto de
palomas. Dentro del laberinto la oscuridad engendra pesadillas. Y la palabra,
grito desmesurado, aullido sin retorno, ha comenzado a ser el filo de la misma
navaja.
El unicornio huye ensangrentado.
(De Crónicas del laberinto)
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ESTA TARDE DE LLUVIA EN QUE OS ESCRIBO
Suena a lo lejos un tambor
y la palabra ya no cuenta. La tarde ha descubierto
su prisa y huele a cobre,
a muchachos que escapan jugando a perseguidos.
Dejo mi corazón a la deriva
de los versos robados
en el arca sin fondo de mi cráneo. Hay un murmullo.
Se me resiente la esperanza,
como todas las tardes de este invierno,
cuando mis manos son de nuevo prisioneras
de la palabra escrita para todos
que nadie retendrá lo suficiente.
Es el crepúsculo una estatua
que agoniza sus labios agridulces. Paloma triste.
La tierra se perfuma de lágrimas de dioses,
suena el tambor más cerca,
ha empezado a llover.
Sigo poniendo versos malheridos encima de la mesa
para que tanto amor no me destroce.
(De A quemarropa)
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AL AMOR DE LA LUMBRE
Dios
y Satán
jugaban
su partida de costumbre
Yo
los vi aquella tarde de septiembre
con
perfume de fruta,
aquella
tarde azul de un buen año sin duda para el vino
(lo
digo por fijar
una
fecha que todos entendamos)
Conversaban
tranquilos.
Alguno
de los dos estaba haciendo trampas, pero ¿quién?
Jugaban,
simplemente, como lo están haciendo
cada
tarde,
desde
que terminó aquella aventura
de
cómo hacer un mundo en siete días.
La
charla era vulgar
o
quizá mi memoria no conserva las cosas importantes.
Recuerdo,
sí,
la
escena como un cuadro de acuarela:
Una
mesa de juego, con un tapete verde,
los
sillones de orejas, el perchero...
Uno
con zapatillas de fieltro a cuadros grises
y
el otro con las negras pezuñas arrimadas
a
la descomunal cocina antigua.
Al
fondo, a la derecha,
una
pequeña lámina sin marco,
de
colores chillones,
representaba
una tormenta, tal vez era un diluvio,
o
una charca
con
un pequeño barco de papel, no estoy seguro.
La
partida se alarga perezosa,
hay
una eternidad de vino rojo endulzando las copas
y
un perro zanquilargo que respira
al
calor de la lumbre.
—Lo
hicimos todo y siguen como siempre.
—Peor.
—Ahora
son más y es más difícil.
—¿Tú
crees que en realidad lo hemos probado todo?
—Yo
diría que sí, pero es que no se asustan fácilmente.
—Es
cierto. Ya no se asustan con nada.
El
perro resopló, dio media vuelta, y empezó a calentarse los cuartos traseros.
(De
Restos de almanaque)
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SE BUSCA
Tener
un corazón no es suficiente.
Tener
un sólo corazón
acaba
siempre con las manos
en
mal lugar y rígidas,
con
las caricias tensas por los dedos
como
restos de antiguo pegamento de escuela
que
dibuja en la piel ajenos mapas.
Tener
un corazón tan sólo,
deja
en la boca arena
de
adolescentes playas, atenaza los labios,
hace
que la barbilla se desboque
por
praderas de besos como hierba.
Quiero
decir que un corazón no basta,
que
es preciso tener alguno más,
un
cotidiano juego de repuesto
o
incluso varios al unísono
para
que la cordura nos habite,
para
que la fatiga tenga sangre
solidaria
y capaz de resistir las cosas.
Esta
tarde he llegado a la certeza,
mientras
tu espalda dibujó la ausencia,
de
que mi corazón no vale nada.
Mis
ojos fueron huéspedes
de
tus cabellos milagrosos
que
Botticelli hubiese imaginado,
pero
esta máquina pequeña
que
respira detrás de mi camisa
no
es más que soledad, torpes palabras,
un árbol
más del parque,
una
paloma fea que da un poco de risa
y
un algo de tristeza,
que
no saldrá en los lienzos
con
un ramo de olivo.
Si
alguien tuviese un corazón
que
le sobrara,
daría
lo que fuese por tenerlo
antes
que las cenizas
se
apoderen del mío y lo destruyan.
(De
Restos de almanaque)
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LA BOLA DE CRISTAL
A
Encarnita Huerta
El porvenir existe. Yo lo he visto.
Lo he sentido pasar, indescriptible, como un
escalofrío,
como la mano de un fantasma,
helada y susurrante, por la piel de la espalda.
Lo he visto deslizarse
por esos toboganes de los parques,
donde los niños crecen, se abalanzan, gritan,
y el otoño acaricia su vértigo de risa.
Lo he visto en esa adolescente
con una blusa leve de algodón y de fiebre.
Lo he visto, estoy seguro, pasó por la cortina
de la tarde, tan fría, tan herida,
que fue preciso refugiarlo
bajo el cálido manto de la noche que amamos,
en el íntimo hueco que la esperanza tiene
para pensar que puede sernos útil y que es fuerte.
No sé cuál es el precio
que deberé pagar por verlo. Lo pagaré sin miedo.
(De
Historias para tiempos raros)
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DIGO QUE SÓLO A VECES, NO SE ALARMEN
A
Manuel López Azorín
A veces sólo sirve regresar
donde tuvo sentido el corazón.
Donde el juego y la lucha con palos de madera
fueron el equilibrio de la tarde.
Asunto de principios, de inconsciente nostalgia,
de cerveza de más y sueño exagerado.
Por aquellos entonces
la sangre era tan sólo restos en la rodilla,
más mercromina
que otra cosa.
Allí no sofocaban los motores, ni el tiempo.
Únicamente regresar puede a veces ser útil
para sobrevivir.
Retroceder como a hurtadillas,
al estadio de chapas, con vidrio y con jabón,
volver a rascar fósforos
en la pared rugosa de la panadería,
haciéndolos después bailar entre las manos
como un cascabel ronco de ácido perfume.
También frotarlo sobre las mejillas
para que en los portales más oscuros
se nos pusiera rostro de fantasma.
Aunque siempre, justicia es recordarlo,
fue mejor compañía,
tras la cómplice sombra del portal,
una chica que un fósforo brillante.
Retroceder un poco nada más,
no quiero que sospechen
que perseguir muchachas medio en juego
fue mejor que abrazarlas con oficio
ya pasados los años;
ni que las calles —arena, piedra, resto de brasero,
Vital‑Cal, portalón, "¡colonier, que me voy...!"—
donde ingenieros fuimos del polvo y la merienda,
fuesen mejores que las calles
que recorremos hoy,
teléfono inalámbrico en el coche y prisa de colores;
perfectas avenidas
con sus limpias fachadas de cristal
tras las que el mundo es eficacia, máster,
negocio «on
line» y dividendos.
No quisiera que nadie
sacase una opinión equivocada:
Cuarto kilo de azúcar en su bolsa de estraza
no puede compararse con la belleza hermética de un
frasco
de diseño anatómico para la sacarina.
Faltaría más.
(De
Historias para tiempos raros)
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Enrique Gracia Trinidad. Contrafábula. 1972 -2004. Ed. Sial, 2004
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