¿Qué habría yo de buscar en este
barco,
en medio de tanto cuerpo de salsa
encendido,
desesperado en un país hostil a la
cumbia,
que nunca baila con el tercer mundo y,
cerrados sus pubs
borrachos, ninguna campana para nadie
suena?
Londres, como si nada, flota sobre el
Támesis,
inmune al pesticida derramado por todas
las razas,
pero es una patera con inmigrantes sin
dirección ni puerto,
como hinchado pez ilegal muerto sobre las
aguas,
como petrolero a punto de vertido,
reventados ya sus tanques y a la deriva.
Desde siempre sin pasaporte como Joseph
Conrad,
nada busco en esta inasible oscuridad,
nos vemos siempre obligados a avistar
puerto
y, resabiados, acudimos a cualquier
lengua,
cualquier alma, cualquier sexo para no
estar solos.
Todos los indocumentados hemos encontrado
siempre hostal
en la piel bordada del traficante, en los
ásperos parques urbanos,
en la doble jornada en restaurantes
griegos como Spiro,
incluso en los ojos dorados del sajón y
su xenofobia,
abuso vetusto y perfumado de poder
egregio.
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