Los últimos años de mi madre
fueron de regreso de tan largo viaje
y eso cuesta la vida.
Podía verla mientras se desataban
sus mínimos lazos color de rosa.
Ella los ataba cada día,
como una Penélope de andar por casa
y la Vida volvía a desatarlos sutilmente,
¡Cómo es la Vida de sutil con los más adormecidos!
Desde mi orilla le hacía señales
para acercarla a la frontera apacible
de su infancia en el molino,
su tiempo feliz de ardilla trepadora,
pero ella, asustada, buscaba refugio
en su Estocolmo particular.
De nada me servía explicarle
que era frío y lejano ese lugar
que solamente existía en su fabuladora mente
y que aquí y ahora, era el mejor regalo para vivir.
En cada viaje yo trataba en vano
de sumar puñados de palabras
para trazar un istmo que uniera dos lugares,
sabiendo, como sé, que el yo siempre separa
(una de mis contradicciones).
Y tiraba, desesperadamente, de sus alas,
que ella apenas desplegaba ya.
Decidí un día dejarla en Estocolmo y mirarla feliz.
La abrigué lo mejor que supe
y cada una en la orilla de su continente
aprendió el lenguaje de su único país posible,
para despedirnos en balbuceos torpes.
Se parecía mucho al enigmático lenguaje de las ballenas.
Begoña Abad. El lenguaje de las ballenas. Ed. Pregunta, 2020
Fotografía de Carmen Lourdes Fernández de Soto
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