A
punto estuvieron de matarme,
de
hacer que renegara de mí,
de
taparme la boca y atarme las manos.
Ellos,
que lo saben todo, sentados en despachos, bibliotecas,
lugares
de poder.
Ellos,
que premian y condenan, que escriben desde ahí,
ni
siquiera me veían, ni siquiera tenían que nombrarme,
aún
hoy insisten y existen, ellos.
Yo
escribía entrecortadamente, a ratos sueltos,
con
el sonido de fondo del puchero que ellos comían después.
Escribía
en papeles baratos,
en
máquinas de escribir que ellos ya desechaban,
mientras
esperaba que la plancha estuviera lista
para
planchar sus pantalones con raya,
sus
camisas de cuello duro.
Escribía
en la soledad colosal y en el olvido
a
los que querían condenarme y donde me hice reina,
justo
ese fue el privilegio que me hizo libre.
Begoña Abad. El lenguaje de las ballenas. Ed. Pregunta, 2020
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