Por
último, tal vez sea la novela de Dante Medina, Ya nadie es perfecto, la que marque la postrera frontera de nuestro
modo de vida consumista donde lo mecánico y lo maquínico pugnan no ya por
conformar nuestro lenguaje, nuestras vivencias y emociones, sino que libran una
desigual batalla en la que los cuerpos van perdiendo carnalidad y afectividad
para ir ganando en prótesis y remiendos, parches y ortopedia como base de una
nueva manera de relacionarnos hecha de auras frías, contactos virtuales,
uniones esporádicas, sucedáneos de experiencia, uso del otro, esquizofrenia e
incapacidad para ver a los demás como personas, comportamientos psicóticos que
las multinacionales de los fast business copiaron
a los enfermos y que ahora el cuerpo social -en su conjunto enfermo- copia de
las multinacionales porque lo contrario lleva lejos del paraíso capitalista, al
infierno de la exclusión, a las periferias donde lo real se alza con toda su
física carnalidad hecha de violencia, dolor, miedo y muerte; aunque lo más
asombroso es que todos damos por buena esta relación, este encogimiento de la
comunidad, esta cobardía, esta traición que nos hemos hecho como humanos.
Es
lo que hay. En un mundo de mercancías, los personajes de Ya nadie es perfecto llevan hasta sus últimas consecuencias el
ideal capitalista de la sociedad de consumo, es decir, poder usar y tirar a las
personas de la misma forma que se hace con los objetos. En la lógica de la
oferta y la demanda no hay lugar para las listas de espera sino que
sencillamente los que tienen dinero acceden a los trasplantes con toda la
naturalidad y sin hacer preguntas sobre su procedencia. Aquí no hay
consideraciones humanitarias, solo nichos de negocio que explotar. En efecto,
igual que los objetos también los cuerpos, con el tiempo, se gastan, requieren
reparaciones, nuevas tecnologías, terapias, mantenimientos, pero no estamos
aquí hablando de remedios farmacéuticos, cuidados médicos, trasplantes,
etcétera, que entrarían dentro de una lógica de atención médica y cuidados
paliativos, tal y como se entendía hasta hace poco en las sociedad del
bienestar occidental. Nada de eso hay en la novela de este autor mexicano
sencillamente porque en México ese horizonte del Estado social que a nosotros
nos parecía hasta ayer natural e inalterable, y no fruto de luchas y conquistas
sociales con las que ahora se mercadea, sencillamente no existe, y los cuidados
y las tecnologías son para los que pueden pagarlas, que es la lógica también
del capitalismo. Por eso, en Ya nadie es
perfecto pululan personajes que se han insertado en esta lógica de la
mercantilización de los cuerpos y viven de ella y en ella, bien por su dinero
bien por el dinero que genera el sueño, aquí hecho realidad, de la eterna
juventud y de la belleza, llevado a sus últimas y surrealistas consecuencias
por parte de los protagonistas de esta novela. “¿Por qué no cambiarme el
cerebro?”, exclama Nardala. “El cerebro no se ve, es mejor modificarse por
fuera para estar bonita”, le responde Vilieta.
El viejo sueño de Andrea Vesalio que, en obra De Humanis Corporis Fabrica (1543),
concebía al ser humano como una compleja estructura mecánica, es actualizado
por la fantasía del experto en inteligencia
artificial y eminente futurista
Ray Kurzweil que ya ha aventurado que la computación y la tecnología médica
convergerán en la capacidad de reparar y reemplazar nuestros cuerpos desde
dentro, llevaremos en la sangre muchos millones de robots de tamaño celular o
nanorobots que recorrerán nuestro cuerpo patrullando en busca de patógenos y
reparando nuestros huesos, músculos, arterias y neuronas. Las mejoras genéticas
podremos descargarlas de internet. Hasta aquí lo que la especulación cientifista
ha dado de sí en cuanto al cuerpo máquina del capitalismo, pero Dante Medina
lleva su novela, insisto, hasta la última frontera del cuerpo como objeto. Así,
encontramos personajes que se agrandan los pulmones para cantar mejor, otros se
cambian las manos para soportar el fuego, adquieren rodillas equipadas con pies
y tobillos para correr más rápido o se instalan un oído oculto en el espinazo
para poder oír conversaciones a sus espaldas. Tartanga, un caprichoso de los
trasplantes, asesina y mutila estrellas, celebridades, modelos de pasarela,
modistas y peluqueras en busca de la sensibilidad femenina que él querría
adquirir a cualquier precio para descubrir decepcionado que, por dentro, todas
son el mismo amasijo de tripas, vísceras y órganos sanguinolentos. Poco después
le dará por querer ser pianista y ya imaginan lo que se compra, o campeón de
aguante bajo el agua y se afanará en colocarse partes de delfín, cocodrilo,
rana, foca, tortuga y ballena, porque el negocio de los trasplantes no se
limita al género humano, sino que se extiende a todos los órdenes de la
creación, lo que se dice un negocio en expansión, vamos.
En
esta babel de transformistas no falta nadie, tampoco una María Magdalena que se
ha trasplantado unas piernas de perra para convertirse en una auténtica perra a
la hora de hacer el amor; y para esto mismo Nardala se colocará una cabeza de
víbora en su sexo o Delingo se cambiará su pene por el de un oso panda, para
tenerlo suave y peludito. Otros se deciden por el cambio de sexo integral, e
incluso por tener los dos sexos para evitar complicaciones o dos cabezas por si
así consiguen enamorarse de alguien a base de estar viéndola a todas horas.
Otros, como La Dolores, tras un desengaño amoroso no se lo piensa, quiere el
equipo más sexual de toda la naturaleza, será la hembra definitiva, total,
explosiva, a base de colocarse cara de gata, lengua de gata, ojos de gata, pelo
de gata de angora, nalgas de perra, muslos de perra y vientre de perra afgana,
tráquea de yegua salvaje, uñas de águila e hipófisis de cerda para ser la más
guarra del mundo. Normal que se cambie hasta el nombre y de La Dolores pase a
ser Efemérides, porque, claro, acostarse con ella será un acontecimiento
memorable. También están los pragmáticos, que se conforman con incrustarse en
la mandíbula y los tímpanos un teléfono móvil, o injertarse la llave de casa en
la mano izquierda y la del coche en la derecha para no perderlas, o ponerse
tres tetas para tener cinco, añadirse dos cerebros para ser más inteligente o
una dentadura en la vagina para prevenir violaciones, etcétera. A base de
cambios los personajes se van vaciando de su identidad hasta no saber quiénes
son, y así se preguntan cuando les duele un brazo si ese dolor no será de otro,
o cuando se enamoran si se habrán enamorado ellos o bien la persona a la que
pertenecía el corazón que llevan trasplantado, y de estas dudas surge la
desconfianza, el miedo. En el universo desquiciado que dibuja Dante Medina
nadie se fía de nadie, ni siquiera de sí mismo, porque a base de trasplantes,
injertos, arreglos y demás, nadie sabe muy bien dónde terminan las partes
originales y empiezan las añadidas a su cuerpo; y si uno tiene que sospechar de
sí mismo, poco lugar habrá para la solidaridad, la amistad, la reciprocidad o
la confianza en esta sociedad trastornada, asediada, angustiada y descompuesta.
Todos son íntimos enemigos, entre otras cosas porque hasta las células de las
partes injertadas luchan contra el cuerpo extraño en el que se hallan. Todos se
vigilan porque cualquier descuido es fatal en la sociedad anómica que dibuja
Dante, una sociedad, por otra parte muy real, hecha de corrupción, violencia,
miedo y desconfianza hacia la que nos deslizamos con toda naturalidad, un lugar
terrible que ni siquiera se podía imaginar en las peores pesadillas del sueño
ilustrado y humanista del que todavía algunos nos sentimos herederos.
Antonio Orihuela. Ruido Blanco. Ed. La Vorágine, 2018
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