Si te dijera, amor mío,
que la bestia murió como vivió,
rodeado por el fantasma del contubernio
que alimentaban los mismos que lo rodeaban
para que todo siguiera igual
en un país que siempre quisieron
gobernado como una cabila rifeña.
Sí, era muy fácil saber lo que sangraba la luna
al filo de su guadaña.
Su heredero está con él
en el balcón principal del Palacio de Oriente,
abajo, cien mil personas se congregan
para apoyar los últimos crímenes del monstruo
y participar en esa bárbara anomalía
que es España.
Nadie canta al alba.
Cuatro días antes han asesinado
a cinco chiquillos de apenas veinte años.
Todo se había hecho como marcan los cánones:
detenciones ilegales, tortura,
juicios irregulares, falta de pruebas,
el régimen no necesita evidencias,
tampoco importa si son culpables,
de lo que se trata es de dar un escarmiento
y para eso le vale cualquiera,
el día que se
avecina
viene con
hambre atrasada,
Juan Paredes Manot, Txiqui,
espera en capilla en la sala de infancia
donde los niños de los presos
visitan a su padres encarcelados
en la Modelo de Barcelona,
los hijos que
no tuvimos duermen en las cloacas,
comen las
últimas flores,
parece que
adivinaran
Txiqui pasa su última noche rodeado de toboganes,
columpios y posters de Mickey y Pluto.
Lo asesinan subido a un montículo,
en un campo de tiro de las afueras,
Txiqui, aunque de origen extremeño,
canta Eusko gudariak,
y miles de buitres callados
van extendiendo sus alas,
contra lo que se podía esperar de un fusilamiento,
no hay descarga cerrada,
varias decenas de policías jalean
a los seis guardia civiles voluntarios,
adscritos a los servicios secretos,
que le van disparando de uno en uno,
con saña, doce tiros,
Txiqui, en el suelo,
aún susurra su canción,
en la plaza de Oriente,
nadie canta al alba.
Antonio Orihuela. Salirse de la fila. Ed. Amargord, 2017
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