Esta mañana tengo que ir a la tintorería.
Significa que termina un periodo de desprendimiento
y comienza uno de reclusión.
Salgo con mi abrigo negro de invierno colgado en una
percha.
Es un momento agradable para caminar y observar
la simpleza suburbana.
Las hojas secas se amontonan en los parabrisas
como legajos de un largo plazo sin logros.
Los porteros salen a lavar sus tramos de acera
con una perspectiva subordinada a un sentimiento:
el agua llenando los intersticios del adoquinado.
Las palomas vuelan entre el cable del teléfono
y el balcón de la anciana que las alimenta.
¿Por qué la precariedad cotidiana insiste
en practicar sus transfusiones de autoestima?
¿Cómo es que sobrevivimos a tantas imprecisiones?
En la lavandería-tintorería un adolescente coreano dobla
ropa
y corre de una lavadora a otra para girar perillas
de centrifugado, enjuague y secado.
Pone mi saco en un perchero y me entrega una boleta
donde seguro, más tarde, anotaré
un número de teléfono, una dirección
y las instrucciones para llegar a un desengaño.
El olor a detergente, ¿está fuera o dentro del pensamiento
del hombre que en la casa contigua poda un arbusto?
Levanto algunas ramas que ha tirado a la acera
para ponerlas luego en la botella de vino que bebí anoche
y así aprovechar el perímetro de luz difuminada
por la cortina amarilla de la cocina.
Preparo té negro con limón y me acomodo en una silla
renca.
El pensamiento es la planicie sobre la que libran una
batalla
el deseo de transición frente al deseo de lo inalterable.
Jeymer Gamboa. Nuestra película de las vacaciones. Ediciones Liliputienses. Cáceres, 2014
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