TURISTAS
Un buen día, cuando Barcelona
aún tenía un turismo asumible para los barceloneses, vi a un grupo de
extranjeros haciendo fotos en mi calle. Por aquel entonces el Raval todavía no
tenía el exotismo que hoy le da la vecindad de paquistaníes, marroquíes o
dominicanos, y me pregunté qué interés le podrían encontrar a aquel lugar sin
ningún monumento ni edificio significativo. Me fijé entonces en lo que estaban
fotografiando, que no era nada en concreto sino la calle en su extensión; y
miré en la misma dirección que ellos y vi una franja asfaltada, estrecha y
larga, enmarcada con edificios grises, mal conservados y demasiado altos, que
casi no dejaban entrar la luz del sol. En algunos balcones, de los viejos
tendederos colgaban coladas grises y amarillentas. Seguí sin entender su
interés hasta que, años después, viajé a Nápoles y vi allí la misma ropa
colgada en los tendederos de los balcones que daban a las calles estrechas del
barrio de los españoles. Saqué mi cámara y les hice unas fotos.
PADRE
El día que murió mi padre,
después de hacer los trámites pertinentes en la funeraria, acompañé a mi madre de
vuelta a casa. Al llegar al portal, quiso entrar en la tienda que había justo
al lado, una de los tantos comercios de alimentación que hay en el barrio y que
regentan, por lo general, paquistaníes. Para mi sorpresa se dirigió a uno de
los dependientes, un señor anciano, y le dijo, señalando hacia el techo: El padre está con Alá. Todos
se le acercaron para darle la mano y decirle que lo sentían mucho.
Al parecer, como desde la
tienda habían visto cómo se llevaban a mi padre en una ambulancia hacia el
Hospital del Mar a causa de una neumonía, habían estado preocupados por él, y
cada vez que veían a mi madre durante aquellos días en los que iba y venía del
hospital, le preguntaban: ¿Cómo está el padre? Al salir de la tienda mi madre
me preguntó: ¿Lo he dicho bien? Alá es
como ellos llaman a Dios, ¿verdad?
BARRIOS
ALTOS
Mi padre aparcaba coches de
lujo en un garaje de la calle Ganduxer (muy cerca de la Diagonal, en
Pedralbes). Cuando por Navidades le pagaban el mismo día la mensualidad y la
paga doble, –en aquella época se cobraba en efectivo–, en vez de coger el
metro, excepcionalmente, prefería volver a casa en taxi: se sentía más seguro.
En una ocasión, al pedirle a un taxista que le llevara a la calle Carretes,
este le dijo: eso está por el Barrio Chino ¿no?, a lo que mi padre respondió:
no se confunda, el Barrio Chino está aquí, por encima de la Diagonal, que es
donde siempre han vivido los mayores ladrones de toda Barcelona.
UNA PESETA
El abuelo se quedaba en la
cama, no quería bajar a los refugios cuando de noche sonaban las alarmas. Esta
anécdota es de las pocas cosas que mi padre me explicó de los tiempos de la
guerra, cuando la población civil de Barcelona sufrió bombardeos atroces. Lo
cierto es que tengo algún recuerdo de mi abuelo paterno, aunque mis padres
siempre me dijeron que era imposible que tuviera recuerdos de él porque murió
cuando yo apenas contaba dos años. Al parecer, mi abuelo me sacaba a pasear con
el cochecito, cada mañana, por la plaza Folch i Torres para que tomara el sol,
y no dejaba que las viejas mugrientas se me acercaran para tocarme o besarme.
El recuerdo que conservo es
muy fugaz, lo retengo en mi memoria como si fuera un tesoro: me encuentro una
peseta en el suelo, sobre la tierra ocre de los parterres de la plaza, y, al
dársela, él se pone muy contento y lo celebra. Tuvo que ser justo cuando yo
comenzaba a andar. Al poco falleció y yo me volví un niño enfermizo porque ya
nadie me sacaba al parque por las mañanas. Mis padres trabajaban y me tuvieron
que llevar a una guardería que tenía un patio con unos muros altísimos que no
dejaban entrar la luz del sol, eso también lo recuerdo.
En aquella época, bastantes
décadas después de la guerra, aún quedaban solares vacíos en el barrio, como
uno en la calle Aurora, fruto del derrumbe de edificios que habían quedado en
ruinas a causa de las bombas que dejaban caer sobre la población indefensa los
aviones fascistas italianos.
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