Antes,
en el lugar del árbol que la joven fiera
protege con su vida,
hubo allí una casa de apuestas.
(Es
el destino del Hombre lo que está en juego)
Un día,
convocados por nadie,
sólo su afán de notoriedad los atrajo
–Le
contaba el Maestro a un Margarito boquiabierto,
las moscas entraban y salían de su boca
como los agentes de la policía de la casa de
un sospechoso–
acudieron hasta ella los dioses
–había
dioses negros sabios
amarillos refinados
blancos arrogantes
pieles rojas que cabalgaban al contrario–
de los varios mundos que ocupaban la
tierra de extremo a extremo
dispuestos a jugárselo todo:
desde la piel a la camisa
el dinero y las honras.
Ocurrió que el Apostorio era amplio careciendo
de dimensiones
pero los dioses eran tan números y tan
descomunales
–Orondos dioses se asentaron en la Tierra,
está escrito–
que en el local no se halló una mesa
donde sentarlos juntos a todos
y así fue que muchos de ellos se quedaron
sin asiento,
porque sus atributos no eran suficientes,
y así fue que los pocos que se sentaron a
la mesa de los dioses,
apenas si superaron la docena.
Estaban el dios de la misericordia y el
dios del hambre.
El dios del infortunio y el dios de la
necesidad.
El dios de las sombras y el dios de la
clarividencia.
El dios de la piel inmaculada y el dios
de los tatuajes
(que
hacia de demonio,
febril,
travieso,
melancólico)
junto a dos o tres más cuya invisibilidad
los libra de nuestra percepción.
Mas
no
ha existido tiempo en el que Dios no fuese
uno
y no fuese, a su vez, banquero,
y no fuese, a su pesar, anarquista.
De modo que cuando sus hermanastros
cerraron sus posturas,
expusieron la suma de sus dones sobre la
mesa entapetada de verde,
sólo Él ganó frente a los dioses que
ahora eran falsos dioses.
Hombres, los llama al despedirlos,
conforme lo tenían todo perdido.
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