para Carlos Martínez Rentería
Xocotl Uetzi, el tiempo de la caída de los frutos,
el tiempo de los difuntos,
el tiempo de regresar,
el tiempo de los viajes a Mictlan
junto a este perrillo de color bermejo
que ha tenido muchos nombres con los siglos:
Anubis, Argos, Cerbero, Techichi, Bran,
Xoloitzcuintle, Rokydor,
pero que ahora tiembla de abandono y soledad
a las tres de la mañana
en la avenida Revolución de Tijuana
junto a este río seco
que convierte en polvo a los que, sin permiso,
intentan atravesarlo.
En su ribera alambrada
construyo con las voces de otros,
canto contra el sinsentido de la flor
que quedó al otro lado,
llevo ofrendas de cempasúchil
y pobres calaveras de amaranto
que resplandecen en los altares
y enlazan los tiempos para consuelo
de los ojos del que mira,
de la mano que recompone un crisantemo,
de la boca que aspira el humo de un cigarro
como si fuera el último de esta vida.
Mi pulsera roja y negra
lleva inscrita una leyenda huichol
que dice que soy un enfermo,
un viajero que perdió su alma en la estación Mar de
Cristal de Madrid,
y la busca en la estación Misterios del metro del D.F.,
en la estación Andalucía de Medellín,
en la estación Espanya de Barcelona,
en la estación Europaplein de Ámsterdam,
en la estación Cais do Sodré del metropolitano de Lisboa,
en la estación Les Pavillions sous Bois del métro de París,
en la estación Green Park del underground de Londres,
en la estación
Chandni Chowk de New Delhi,
porque soy un
desierto
y el perrillo que
debía acompañarme hasta el reino de los muertos
hace tiempo que me
abandonó
y no sé si está
vagando por el Cerro Bola de Ciudad Juárez
atraído por la
presencia luminosa
de una figura
gigantesca de Homer Simpson
o se ha perdido en
una orgía
con todas las putas
de Televisa y Azteca televisión,
o carga el Santo
Sepulcro
en la Semana Santa
de Medellín
y en cuanto termine
volverá a ejecutar
desahucios
y a explotar al
pueblo que desprecia,
porque eso es el
poder,
cargar con el Santo
Sepulcro un día
y aplastar a los
más cándidos,
a los más humildes,
a los más generosos,
a los que no tienen
manera de defenderse
el resto del año.
Tal vez mi perrillo
sea esta chiquilla
que cocina entre la
mugre
debajo del puente
del Portón de Sabaneta
y me entrega, con
sus manos tiznadas,
una toallita
perfumada
y me dice que es
muy buena para limpiar
las impurezas de la
piel,
o este vómito, esta
trampa de la izquierda
que no es más que
la otra cara del poder,
su pesadilla, el
purgatorio
del infierno de los
capitalistas:
Camino Verde o
Aguascalientes,
Barrio de Salamanca
o Camino Alto de San Isidro,
El Poblado o Comuna
13,
Centro Habana o
Varadero,
Lomas de
Chapultepec o Tepito,
Las Tres Mil o el
Aljarafe,
o esta conciencia
que dice que cuando muera
no se quedará
muerta.
En cualquier caso
mi perro es un
héroe,
un reformador
social,
un político que no
sonríe,
un tipo que hace lo
correcto,
un hermano, un
abrazo, un vestido
levantado hasta las
nalgas,
un amor que aún
huele en mi cerebro.
Yo debo encontrar
este perrillo
o tal vez yo soy
este perrillo que busco,
este perrillo que
no sabe vivir sin esta desazón
que algunos
confunden con el amor,
que no sabe vivir
sin este espejo, este orden, este malestar.
Tal vez este perro
solo sea un poema,
un poema que habla
de la revolución de los perros
que querían cambiar
los corazones
para poder cambiar
el mundo.
Esa ilusión
generosa,
esa gracia de
florecer,
esa miseria
desesperante,
esa necesidad, ese
alegato, ese propósito, esa pasión,
esa locura, ese
compromiso radical
con la
transformación individual
que dice que
cambiando de vida
se transforma el
mundo.
La bandera roja del
trabajo
ya trajo suficiente
horror al mundo,
¿pero qué bandera
será la que traiga
solidaridad,
libertad y poesía?
Tal vez este
perrillo no exista en el tiempo
ni esté en el
espacio
sino que el espacio
y el tiempo están en él
igual que están en
mí los nueves infiernos de los naualts,
las veintiocho
dimensiones de las supercuerdas,
la materia y la
antimateria de la que hablaba el Bhagavad Gita,
el espejo sin polvo
y sin espejo de Dogen,
el océano de la
conciencia que replica lo real como si lo fuera
y que en la misma
medida
nos impide
comunicar lo extraordinario,
nos condena a
guardar silencio
sobre el propósito
de la vida
en esta danza de
las formas,
este holograma de
otros hologramas
donde permanecemos
atrapados en una ilusión perpetua
contra la que no
dejamos de luchar
de tan real que se
nos aparece.
Todo está lleno de señales
y lo esencial es despertar a las señales
donde brilla la eternidad,
puertas que dan a escondidas puertas
no escondidas,
a invisibles puertas visiblemente ocultas,
puertas y más puertas
que cruzamos sin verlas.
También yo soy este perrillo que tiembla,
pues teme por todo lo que no fue en el mundo sino
ilusión,
caducidad, apariencia que se desmorona,
formas ahora absurdas
sin más objeto que girar
confundidas en el centro de un caleidoscopio
que miramos a la vez que formamos parte de él
desde la remota conciencia
zambullida en la totalidad.
Busco un perrillo
que carece de solidez,
hace tiempo que
descubrí que en ésa búsqueda
no hay ni causa ni
efecto,
que el tiempo no se
mueve en mí en línea recta,
que sigo a oscuras
mientras fumo
en el rellano de
una escalera
en la colonia Churubusco
Tepeyac
y la luna llena
vierte su luz
sobre la ciudad de
México.
Antonio Orihuela. El amor en los tiempos del despido libre. Ed. Amargord, 2014