Justicia
Privilegios
Vida
conservas en la nevera de los ricos
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta Rusa, 2017
Justicia
Privilegios
Vida
conservas en la nevera de los ricos
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta Rusa, 2017
Gn. (1:27) Y creó Dios al hombre a su imagen. Y ambos, dotados con capacidad para
mirar hacia otro lado.
No hay nadie como un walking dead para apreciar la
vida humana.
Sobre el
sentido de la existencia solo puedo decir: mortadela.
Solo el poeta al escarbar la tierra encuentra un poco de
cielo.
No hay nada más
obsceno que querer ocultar un beso.
Consumimos amor pero no siempre
sabemos qué hacer con los residuos.
¿Por
qué el cuerpo de Cristo sí y el de Manolo no?
La ironía de
llamar evolución al camino desde los homínidos recolectores al hombre cazador
de Pokémons.
Escribo: es,
de ser; cribo, de cribar.
Poeta: loco
que en los parques da de comer a sus cuadernos.
Decir que el amor es para toda la vida solo demuestra que tenemos varias
vidas.
Hay miradas
en las que se ve el telediario.
Las puertas
giratorias se deberían convertir en grandes vasos Minipimer.
A los niños
del sofá ¿quién les pixela la tele?
Somos el
único rebaño en el que cada uno va a lo suyo.
Las personas
que siempre hablan de los demás son magníficas autorretratistas.
La felicidad
es como los trajes de gala: la gente te mira raro si la llevas siempre puesta.
Con las
agujas del reloj solo se descose.
El olvido,
ese lugar lleno de paraguas.
En la vida todo el mundo tiene una salida sexi del agua.
Cada vez que nombramos deconstruimos.
Me enfrento al mundo con un
lápiz muy afilado; parece ingenuo, pero así nadie ve mi arma.
Autoestima: precipicio por
el que nos vemos obligados a caminar en grupo.
Los
principios son como las casettes de las gasolineras: cuando los vemos
nos arrancan una sonrisa entre nostálgica e irónica.
Somos
un producto carente de etiquetas: de ahí el peligro.
Las ovejas no
entienden de publicidad y eso las coloca justo por encima del hombre en la
escala evolutiva.
La súplica es la metodología ideal para negarse a sí mismo.
Tenemos doscientos seis huesos, en
ocasiones insuficientes como para mantenernos con dignidad.
El sistema inmunológico del
hombre se llama hacerse el tonto.
Dios aprieta… Pero no existe.
Tirso Priscilo Vallecillos. (selección, por orden, en: Seré Bre 2015; La devoción inflamada, 2016; Homo Pokémons, 2017; El discurso, 2019); Breve Catálogo... (en imprenta)
Me han conmovido estos días las Asociaciones Pro-Vida.
Las niñas de colegio de monjas
vestidas de pastorcitas
con láminas de la Virgen y rosarios
arrodilladas, rezando para que los hombres
decidan una vez más, justamente,
sobre las mujeres.
Al final de sus oraciones
se produjo el milagro
y si Dios quiere
y vuelve a ganar el PP las próximas elecciones
nunca más volveré a ver sus caras de rabia y furia
luchando por la vida...
habrán cumnplido su misión histórica
y hasta las que aprovechen el día libre
para pasarlo follando con algún amigo,
podrán decir, a la vuelta de Londres,
que aquel día
también estuvieron allí...
Nunca volveré a ver sus caras, os digo.
Lástima que su concepto de vida
empiece y termine antes, incluso
que la misma vida;
que olviden
a las mujeres que mueren, anualmente, en España,
víctimas de malos tratos,
o el medio millón de personas sin hogar
a las que tanto les gustaría
que estas mismas niñas,
con su rabia,
con su furia,
con sus vírgenes, sus santos y rosarios,
le recordaran al gobierno
que también ellos
tienen derecho
a la vida.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
Ese año, la vieja piel de toro
que dicen parece España
era un lacito azul de raso.
El Estado catódico
lanzaba las consignas pertinentes
y la calle,
día tras día,
se llenaba de gente
en cívica señal de protesta.
Recuerdo, especialmente,
a una señora de Cádiz
agitando una pancarta
en la que podía leerse
LIBERTAD PARA ORTEGA CANO
y por una vez
me alegré de aquel gesto
de espontánea solidaridad
para con el diestro
tantos años
secuestrado.
Te pido que me ayudes, que actúes,
no pienses ahora en flores amarillas muy altas,
pero te miro y veo
flores amarillas muy altas.
Me pides más palabras que te digan que no estás sola.
¡Qué tiempos estos en los que hay que cantar lo evidente!,
como si no prefiriera que mi mensaje tomara la forma
de una casa antigua en un valle
sobre la ladera
y humo en la chimenea,
y decirte allí
que no me rozan los hombres del mundo,
que mi corazón se confunde con los cantos del río,
que ya no sufro,
y la vacas se recortan en los prados como manchas de tinta
y el cielo tiene la forma de un papel de arroz de Okusay
y en la carretera, sobre el cartel de población, han escrito con spray
“A SANFINS A UMA FESTA”.
Te pido que me ayudes, que actúes,
no pienses ahora en flores amarillas muy altas,
y, sin moverme,
ver en tus ojos
flores amarillas muy altas.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
Fotografía de Carmen Lourdes Fdez. de Soto
Mientras la luna danza entre las nubes
y congela con su luz
las estrellas en el cielo,
un avión de doble hélice
cruza por la tibia luz de tus ojos.
Jadeantes, tú me miras,
dices que ves una fuente de color verde
manando tras de mí,
yo te miro
y enciendo un cigarro plateado
que centellea tembloroso
en el reflejo de tus ojos.
Volvamos a entrar en el bosque, te digo,
no dejes miguitas de pan por el camino,
esta noche quiero perderme del todo
contigo.
Antonio Orihuela. Campo Unificado. Ed. Olifante, 2019
Hay un agujero en nuestra historia
no sé dónde caigo cuando estoy en él.
No sé qué cosas se rompen,
cuáles sobreviven.
No regreso igual del agujero,
siento vértigo, devoción,
hambre y dolor de lo bello.
Debería recordar dónde está el agujero
y cómo evitarlo.
Intento recordar dónde está el agujero
y camino hacia él.
Antonio Orihuela. Campo Unificado. Ed. Olifante, 2019
En la ducha,
me he acordado de que hoy,
hace treinta y tres años,
se terminó para mí una larga temporada de agua caliente
en el centro del vientre de mi madre.
Tal vez, por eso, no me ha importado llegar tarde al trabajo
y tal vez, por eso, no me ha importado decirle al jefe,
en medio de la bronca por mi retraso de ocho minutos,
que el tiempo es un arma de dominación política,
o a los compañeros, que en un sistema democrático de derecho
no hay opción para los dilemas morales,
que hay que elegir entre justicia social y obediencia legal
y que solo en la segunda hay posibilidad de creer en los ángeles
y en viajes salvíficos a la India.
Hoy, que he cumplido treinta y tres años,
ha sido leer en una pared “GÁSTALES UNA BROMITA A LAS ETT’S”,
después de meses sin ver nada,
lo que me ha hecho sentarme a escribir,
y no mis años
ni mi ombligo,
que sigue creciendo en el mismo, exacto, sitio de siempre,
por mucho que mis contemporáneos piensen lo contrario
y lo sometan a una vigilancia
solo comparable a la que les someten
aquellos por quienes han votado
en toda una señal de íntima confianza por el sistema
democrático
de derecho
que, por si acaso, sigue ofertando seis mil plazas anuales
para cubrir
fuerzas
y cuerpos
de seguridad
del Estado.
La edad no me parece hoy una vergüenza,
la vergüenza es no tener el valor para seguir esas y otras consignas
y refugiarme aquí, entre estos poemas, esperando
que unos me llamen terrorista
y desaconsejen mis libros,
que otros sigan celebrándolos
y adornen también con ellos su impotencia.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
A mediados de los noventa,
cuando los escándalos del gobierno
se mezclaban con la propaganda del Partido
en la celebración de los “Cien años de honradez socialista”
hasta a mí, que no tengo un tic en los ojos,
que llego bien al orgasmo,
que tengo un doctorado
y carnet confederal,
me tentaron con militar en la oposición.
Andaban entonces escasos de cuadros
y su ascenso al poder, afirmaban, era cosa de días,
y como en los grandes partidos mayoritarios
no hay que ser ningún lince para nada
sino sencillamente obedecer
y hacer lo que se te diga,
me aseguraban
que tenía
ante mí
un brillante futuro profesional.
Al contrario que tú, no acepté,
y en el verano de 1997,
cuando el Estado ensayaba lo del dichoso minuto de silencio
con más éxito que una reposición de la Guerra de los Mundos,
yo hacía la compra en unos grandes almacenes
transformados, por arte de los medios de manipulación de masas,
en un fantástico museo de cera.
Paseé con mi carro entre las figuras
hasta que me detuvo en seco un señor de traje gris
acompañado de dos guardias de seguridad.
–¿Acaso eres cómplice de la barbarie?
No mereces vivir– me dijeron.
y, amablemente, me explicaron
cómo te habían jodido el chollo,
y quién merecía
y no
la vida.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
Fotografía de Juan Sánchez Amorós
Al fondo de la calle hay un sitio donde dan café
y el camarero te llama por tu nombre.
Los perros entran y salen cuando quieren
bastante más erguidos
que muchas personas.
Las revistas se amontonan en un cesto,
las ojeo,
cobrar por periodista y ejercer de intoxicador,
un negocio.
Constato como siguen los jueces trabajando
para aquellos de los que, en teoría, la justicia
debería defendernos,
y como al fútbol se le sigue llamando deporte
y ocupa lo mismo que el total de las noticias del día,
aunque mucho mejor explicado.
Trato de animarme con el crecimiento global de la economía,
aunque la economía y mi cartera rara vez coinciden en algo.
Pasan críos para la escuela
diciéndole al más valiente
––Pega en esa puerta que ahí vive el bóxer.
Un pensionista muy estropeado,
de unas casas más abajo,
le dice a otro que el que no sirve,
a coger fresas,
que él hizo tres puentes.
Otros se apoyan contra el sol,
fuman, beben mosto, hacen chistes verdes
y se cogen el culo después de ver pasar las quinceañeras.
Aquí dentro me siento bien,
otro entretenido que así no da problemas.
Los envidio como a mi perro,
panza arriba,
viéndolas venir,
porque todo lo que vino a hacer a este mundo
ya está hecho.
La vecina de enfrente sale a barrer la puerta
y quitar el polvo,
finalmente, algo útil a mi alrededor.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
Se quedaron con todo,
también con el rencor,
las formas de reconstruir la esperanza,
de hacernos
en su idea de la justicia
una ausencia de culpables.
Aunque ya no queman libros
y se han sacudido, como caspa,
al innombrable,
el presente sigue siendo de azul en las camisas.
Nunca vendrán los nuestros,
porque no se puede avanzar ni un milímetro
en la fosa común que les labraron.
Se destiñó su color,
el de la sangre.
Atados y bien atados
los dejó el general,
como a nosotros.
Los que llegaron después,
eran sus hijos.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
VIÉNDOLAS venir,
recibiendo
y tan contentos.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
Yo también tengo
una vieja biblioteca pública
que fue arrasada por las llamas
aunque no eran los libros
lo que más me interesaba de ella
sino la vieja cama
donde el guía decía
que había dormido Juan Ramón Jiménez.
Me citaba allí con mi chica
en las lentas tardes del verano del sur de España
y, entre risas,
nos desnudábamos
retozando sobre el primer edredón que veían mis ojos,
nos colocábamos los trajes del difunto,
las gafas de Zenobia,
su ropa interior,
y jugábamos por las habitaciones
creyéndonos los amos de aquella casa.
De los más de seis mil libros que allí había,
eres tú, amor,
lo único lúcido e interesante
que recuerdo,
lo único.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
Pasan los días
sin una señal.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
Fotografía de Jesús Aller.
Cruzados
en el mismo bar
de todas las noches
los ojos
nos dejan
tan lejos.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
Tú preguntándome
que dónde coño están los Molinos de Viento.
Hay días
que no huele a gasolina dentro del Mehary.
Vuelves la vista y te encuentras
a la muerte, sonriendo.
Te da una palmada en el hombro
y te dice que tires pa' lante,
que no pasa nada...
Te para entonces un policía de tráfico
pero cuando introduce su cabeza verde, saludando,
cambia a blanco,
da las buenas tardes,
balbucea que siga,
que siga,
y hasta por dos veces
se me duerme en el regazo
durante el viaje
y por dos veces
otros coches me pitan
y hacen luces
como si supieran
qué es lo que llevo dentro.
Me dice que pare en casa,
y en un descuido
le cambio los números al pastel de cumpleaños.
Siento entonces
su mano por mi pelo
y muy suave
colocar su cráneo frío sobre mi hombro.
Llegan luego los besos de papel
dentro de un abrigo
y nieve afuera.
Me pregunto cómo no sientes miedo
cuando te digo que somos tres
y que me tumbaré sobre la cama
y no podré cerrar los ojos
ni unir las manos
y tendrás tú que hacer todo eso
y terminar por mí
este poema.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
Cada vez
más intensamente
cae nieve.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta Rusa, 2017
Ver
jugar a Kasparov es como leer a Dostoievski, ver el mar o enamorarse por
primera vez.
El primer aspecto que me preocupa en esta vida es la
vergüenza.
¿Será verdad que la poesía borra la sociabilidad y la falsa historicidad?,
aquella historicidad cruda.
La poesía estimula a los hombres a conocerse
a saber que ocupan un lugar en el mundo.
Pero qué pasa cuando los hombres,
aquellos seres abyectos
colocan excusas para esconderse bajo el sello de un Diógenes falso.
Quizá por ello es que R. Casas hizo de su caballo un centro sin centro.
Uno en el que la ignorancia social podía
distinguir al animal del hombre.
Y como mi principal preocupación en esta vida es la vergüenza,
me entretengo pensando que los caballos son la parsimonia entre la poesía y el
juego;
pero no cualquier juego.
Mi cometido, a diferencia de lo que me preocupa
es retratar en el juego mismo la desgracia musical de cada ajedrecista
El ajedrez tiene una musicalidad,
como la poesía
Y todo aquello es un montaje que se sostiene porque siempre hay un inocente que
lee. ¿Será que los hombres a quiénes les preocupa la vergüenza buscan irse al
Paraná?
Yo siento vergüenza por todos aquellos que han tenido la dicha de haber
sostenido un pedazo de caolín.
Yo paseo como un hombre vulgar,
paseo como una palabra;
paseo como un flâneur a la
hora de irradiar vergüenza.
La multitud me hace florecer como un caballo desbocado en medio de un
acantilado.
Tengo vergüenza de moverme,
tengo vergüenza de los hombres que se carcomen las uñas
cuando carraspean esta frase: me encantaría perderme en una isla.
Una isla es acaso un tablero para caballos desbocados,
excepto para los hombres donde la ira pesa más que el ingenio.
Cuando hablo con mi madre, siento vergüenza.
Quiero decirle a ella que mi habitación es un tablero de ajedrez
que la cruenta lucha de proteger a mi rey, es decir, a mí mismo: es vana.
Recurro a la poesía,
a la mala usanza de estas palabras.
¿Será verdad que la poesía borra la sociabilidad y la falsa historicidad?,
aquella historicidad cruda.
El ajedrez permite crear un rol social,
en cambio la poesía solo sirve para montar una falsa historicidad.
La poesía me permite decir que siento vergüenza de los hombres que prometen
grandes cosas y dicen pocas palabras.
El ajedrez en cambio suena,
siempre suena,
porque el jugador contempla en pocos o muchos movimientos
aquel inmenso placer que se siente al leer a Dostoievski
o enamorarse por primera vez.
La poesía es solo un nombre: Kasparov
Y me contradigo de nuevo.
El primer aspecto que me preocupa en esta vida es la vergüenza.
La poesía es solo un nombre: Yo.
Iris Kiya. Inédito
Despertábamos al alfiz
y allí estaba
la vaca, los amplios
granados podridos
por el suelo.
La tarde, lenta,
mágica y roja
como tu piel
tras las caricias, puesta.
–Yo lavando platos,
tú golpeándome–
Antonio Orihuela. Esperar Sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
Lluvia de Mérida
y abrazos en Santa Olalla del Cala,
Huelva.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
Fotografía de Carmen Lourdes Fdez. de Soto
Al tomar la camisa
de la mujer que apenas dejó de estar aquí ayer,
su olor
me ha recordado una bolsa que encontré
un día,
años tal vez después de tu marcha,
sobre el armario.
Al abrirla, la encontré llena de cintas blancas
con las que te recogías el pelo,
las acerqué a mí al presentir tu olor.
Así estuve contigo
por última vez.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
La soledad de aquí
vuelve más tiernos los días idos
la constante aventura
que platicamos
allá, en lo alto del castillo de Alange.
Solo un viento furioso
y mi recuerdo
os mantienen vivos
sobre sus ruinas,
abrazados...
Pero,
¿por cuánto tiempo?
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
Ilustración: Daniel Lezama
Nunca hay, Ángel,
dos tiempos iguales
y,
a veces,
me parece
que hasta el tiempo
que dos comparten
es diferente
para cada uno.
Una tarde de domingo
nos sacaste una foto.
Aún estamos
mirándote los dos.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta Rusa, 2017
Qué extraño.
Cada vez
que decides
hacer el amor,
fuera llueve,
y tú me preparas
pastas con nata,
y yo te miro
echándote de menos.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta Rusa, 2017
Es duro pensar que ya nunca más
regresará Tomás, herido, sobre la casa
o Leo, aplaudiendo a Julio Iglesias,
pagándonos la dejadez de las facturas,
y todo eso.
Verte a ti, despreocupado de todo,
pendiente solo del gozo y del llanto.
A Chés llamándose Paco,
y saliendo ileso de debajo de un puente.
Todos juntos huyendo de la Casa de la Troya
después de haber vomitado largamente
sin pagar.
Sobre las murallas de Trujillo
aprendiendo, de nuevo, a mirar las cosas
que queremos, que siempre
hemos querido.
Un tiempo que aletea sobre la muñeca izquierda
y que, poco a poco, se rinde a las viejas convicciones
y a pesar de todo, aún un resfriado curado entre las brasas,
un cumpleaños en febrero,
un corazón malherido,
un escalofrío, al volver hoy
con el recuerdo a cuestas
por la carretera de Olivenza
aquella que unía Magacela con Alange
y tantas otras cosas.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
BORRA TODAS las huellas
me decías,
cuando te hablé de mi falta de emoción
no recobrada ni siquiera en el Castillo de Medellín
tras encontrar Bronce Final bajo sus ruinas.
Borra todas las huellas
me decías,
aquella tarde
de merenderos
años sesenta
con sobrecillos del azúcar de Juan Hidalgo
–Villanueva de la Serena, Badajoz–
donde prometí carreras dobles en bicicleta
hasta el Cerro del Tambor
en noches de gatas egipcias
y pijamas chinos.
Borra
aquellas tardes en Magacela,
y aquel tiempo,
finalmente considerado,
si no es para recordarlo aquí
a pesar de haber jurado,
jamás hablar sobre estos meses...
Borrar, Ángel,
todas las huellas...
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta rusa, 2017
EL CAMINO de las Pañuelas casi solo...
preludia la vuelta del otoño.
Finalmente
he vestido de largo el Mehari
y Roky ha dejado de bañarse
en el monumento a Juan Ramón
cargado ahora de las golondrinas no muertas
por la visita del Papa.
Naranjo ha celebrado su 34 cumpleaños
y la piscina del pulpo verde
guarda el limo de los últimos chapuzones.
Atrás están el Calabazal, los helados,
las playas imposibles de gente
y un cierto cansancio de las terrazas.
Esta noche
me acompañas junto al beso de tu madre,
el ruido del Mehari volviendo de la playa
y el pensamiento fugaz de la próxima muerte de Roky,
vencido, sordo, casi ciego,
cuando ahora veo correr sobre las playas
su ímpetu de bronce.
Diego regresado de México dispuesto ya a escribirnos
otro libro de poemas
“El chico de Cuernavaca”, tal vez.
La búsqueda infructuosa de un chaleco de lana,
la idea de volver infinitamente,
por la carretera de Río Tinto,
y al dentista
y a la correspondencia,
Y A LA CORRESPONDENCIA.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed.Ruleta rusa, 2017
Por la ventana,
en la tarde de este invierno
miro pájaros que me recuerdan mi dolor por ti.
El mar,
tu pijama de la casa,
y tus caderas, que parirán robustos peces,
os volvéis
un dolor ancho, como oscuros tus ojos,
y el enigma se cierra por un doble horizonte de labios.
No sé si volveré en mí
y habitaré la casa, nuevamente.
Sumergido,
intento guardar esta imagen, tuya, para siempre.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta Rusa, 2017
Con paso firme se pasea hoy la injusticia.
Los opresores se disponen a dominar otros diez mil años más.
La violencia garantiza: “Todo seguirá igual”.
No se oye otra voz que la de los dominadores,
y en el mercado grita la explotación: “Ahora es cuando empiezo”.
Y entre los oprimidos, muchos dicen ahora:
“Jamás se logrará lo que queremos”.
Quien aún esté vivo no diga “jamás”.
Lo firme no es firme.
Todo no seguirá igual.
Cuando hayan hablado los que dominan, hablarán los dominados.
¿Quién puede atreverse a decir “jamás”?
¿De quién depende que siga la opresión? De nosotros.
¿De quién que se acabe? De nosotros también.
¡Que se levante aquél que está abatido!
¡Aquél que está perdido, que combata!
¿Quién podrá contener al que conozca su condición?
Pues los vencidos de hoy son los vencedores de mañana
y el jamás se convierte en hoy mismo.
El coche se ha roto en San Juan.
Mi padre se ha sacado su última muela.
Teresa está con fiebre.
Antonio Orihuela. Esperar sentado. Ed. Ruleta Rusa, 2017
Junto a un ruido de autobuses marchando
permaneces.
Antonio Orihuela. Esperar Sentado. Ed. Ruleta Rusa, 2014
Un día más
vuelvo a contemplar
tu foto junto a Roky.
Ambos permanecéis
como una promesa
sobre la playa.
¿Dónde
el tiempo de los torsos?
Antonio Orihuela. Esperar Sentado. Ed. Ruleta Rusa, 2017
El
mercado libre lo resuelve todo,
pero
llegó el coronavirus y no había cubrebocas.
Los
empresarios crean la riqueza,
pero
el confinamiento obligó a los obreros
a
dejar de trabajar
y
los empresarios se arruinaron.
El
salario debe estar en relación con la responsabilidad,
pero
llegó el confinamiento
y
resultó que los agricultores, basureros y transportistas
eran
los peor pagados.
La
gente es egoísta, cada uno debe mirar por su interés,
pero
llegó el confinamiento
y
se activaron inéditas redes vecinales de solidaridad.
Lo
que es bueno para los ricos es bueno para todos,
pero
mientras los especuladores iban a lo suyo
todos
los demás nos fuimos a ayudar en los bancos de alimentos,
a
hacer mascarillas, recados y compras para los más ancianos,
y
a trabajar con los enfermos sin medidas de seguridad,
arriesgando
la propia vida.
Los
dogmas de los poderosos han caído
ahora
nos toca a nosotros levantarnos.
Antonio Orihuela. Todos atrapados en la misma trampa. Ed. Garum, 2020
...una espiritualidad con pelo.
Jorge Riechmann
Tu cara hinchada de sueño.
El calor de mi cuerpo alejándose
por las calles.
Mis bolsillos vacíos.
Pedalear hasta el trabajo,
con la visión, tras la fábrica,
del monte Sumeru,
con la sensación de un Bodhisattva
que vuela sobre la espalda de un mundo pequeño
que se afana abajo,
arranca un dulzor de labios,
deja una sonrisa.
Saludar.
Decirle adiós y buenos días
a gente que no conozco.
Pensar, a la vuelta,
en la luz que se va en un desgarro,
en lo lejos aún de la casa,
en los humildes, en los humillados,
en el veneno que avanza
desde la locura de los hombres,
sembrando narcisos, adormideras,
cadenas y mordazas también para el viento
que me lleva
hasta el frío del próximo noviembre,
los abrazos,
los rostros que quiero
y junto a los que avanzo
desde una
y no
la misma
música
de mi vida.
Antonio Orihuela. Narración de la llovizna. Ed. Baile del Sol
Fotografía de Carmen Lourdes Fdez. de Soto
De noche, en su cama a solas tuvo la revelación. Si quería
cambiar algo debía hacerlo desde dentro. Días después habló con los del partido
para afiliarse y participar de los debates internos. Luego fue recibiendo
consignas, lemas, indicaciones, órdenes… Supo que desde dentro algo estaba
cambiando. Ella.
Mario Rodríguez García. El esfuerzo de nacer. Editorial Alud. 2020
Marcela había leído toda la propaganda electoral, escuchado
los programas de televisión local de cada partido y leído las acusaciones que
se cruzaban en los periódicos. A pesar de que ambos hablaban de querer lo mejor
para el pueblo, había diferencias. Y ella eligió. Y lo votó.
Al salir del colegio electoral que estaba en el colegio
donde estudió de niña, los vio a los dos hablando. Aquel compadreo no le
pareció coherente con lo que decía cada uno del otro. Entró de nuevo y preguntó
si podía retirar su voto. No podía. Sintió que la única verdad era que la engañaban.
Mario Rodríguez García. El esfuerzo de nacer. Editorial Alud. 2020
Con la decisión de una mujer brava, Adela salió de casa
antes de que el amanecer poblara de luz el pueblo. Cruzó los caminos con
cuidado de no meter los pies en los charcos. Ascendió sin prisas, pero con un
caminar continuo, de animal de campo. Desde la altura se volvió por ver la aurora
sobre los tejados y sonrió cuando los primeros rayos del sol de otoño
iluminaron la torre de la iglesia de Los Remedios. Cruzó la rivera por el
camino del Barrial y por los senderos a Corterrangel, Castañuelo y Aracena, con
conocimiento experto. Llegó a Aracena recién abiertos los primeros puestos de
la plaza de abastos, pero no se detuvo. Dejó atrás la iglesia del Carmen hasta
la casa del talabartero. Recogió unos zapatos recompuestos y le pagó en
calderilla del monedero que su marido le regaló el día que se casaron.
Con las botas al hombro, se dirigió a la Tabacalera. Hacía
años que su padre la llevó allí por vez primera para comprar hebras de tabaco y
yesca. Con el tiempo, los anaqueles rebosaban de utensilios y herramientas, de
cacharros y maravillas que factorías de lejos acercaban a los pueblos del
olvido. Compró unas onzas de liaíllo y preguntó por paraguas. El tendero sacó
dos modelos. Ambos negros, ambos sujetaban con idénticas varillas el sombrero,
pero los precios se adaptaban a las medidas. Se quedó el mayor y sacó del
monedero el único billete que traía. Era su primer paraguas. Al salir, las
primeras gotas le arrugaron la cara y le contrajeron los labios.
No esperó a que escampara. Vio claros que prometían un
pronto final de la lluvia y retomó el camino de la iglesia del Carmen. Entró.
Por rezar y por refugiarse del chaparrón. Se arrodilló ante el altar de la
Soledad y le dejó un avemaría y una petición: salud para su marido y para sus
hijos que habían quedado en Cortelazor.
Las nubes levantaron algo con el mediodía y Adela decidió
llegada la hora de volver. Los vientos venían del sur y unos nubarrones negros
jugaban con los colores del cielo derramando presagios de tormenta. Supo que se
mojaría.
Con un paraguas bajo el brazo, liadas en papel las botas
remendadas y en su interior las hebras de tabaco, una mujer de colores
imprecisos rompía la línea de castaños por el camino de Los Marines. Decidió el
de la carretera, más largo, pero sin charcos.
El terreno se combaba entre las colinas y exhalaba vapores
que la tierra guarda para quienes saben apreciarlos. En los castaños desnudos,
los fantasmas se desperezaban bajo las primeras aguas. Los charcos de las
cunetas dibujaban círculos interrumpidos por círculos nuevos a cada momento. El
viento en las ramas simulaba amenazas que sabía falsas. El campo no traiciona a
los suyos.
Poco a poco, como cuando amanece, la lluvia fue arreciando.
Adela se cubrió la cabeza con un pañuelo que ató bajo la barbilla, ocultó bajo
la ropa las botas y el paraguas y avanzó cada vez más empapada. Un rayo
restalló pasados Los Marines y el ruido gigante del trueno trajo un instante de
temor. El agua caía sin descanso.
Cuando las campanas de Los Remedios daban las dos de la
tarde, Adela descendía las cuestas desde la carretera a la Mesa. La lluvia
aflojó. Antes de llegar al olmo de la plaza dejó de llover.
La puerta la abrió su Quico, que con cinco años alcanzaba a
los pestillos y poseía una intuición capaz de saber cuándo alguien se acercaba
a casa. Los ojos del niño se abrieron con la desmesura de la sorpresa. Su madre
era un guiñapo. Empapada, con la ropa adherida a las carnes, el frío rompiendo
en tiritina desde los hombros hasta las piernas y las manos encrespadas
protegiendo las botas y el paraguas. Bárbara, la mayor llegó llamada por el
silencio de su hermano y el chapoteo de Adela sobre los ladrillos rojos del
suelo. También la silenció aquel ser en quien reconocía el cansancio y la
obstinación de su madre. La ayudó hasta la cocina donde la candela regalaba sus
calores y comenzó a desnudarla. Mandó a Quico a por toallas para equilibrar la
temperatura de su madre. Ya seca, se ocupó de darle las últimas vueltas a la
olla que hervía en la hornilla.
Al llegar Evaristo, percibió el silencio incómodo de lo extraño. En su casa no sonaba la normalidad de cada día. Con algo de susto llegó a la cocina y la vio casi como a diario. Soltó las herramientas, besó a Adela y recibió el frío que aún conservaba su cuerpo.
—¿Qué ha ocurrido?
—Mira lo que te he traído —sonreía. El paraguas en las
manos.
—¿Qué ha pasado?
Bárbara lo contó con precisión. Los gestos de Águeda
trataban de quitar importancia. Los hombros de Evaristo caían a medida que las
palabras le llegaban, a medida que el trayecto de su mujer se le presentaba
paso a paso desde Aracena a Cortelazor, a medida que la lluvia le calaba el
alma y el esfuerzo el corazón. La boca dejaba caer la mandíbula inferior por el
peso de la admiración, por el volumen del amor de ese camino.
Terminada la exposición, la propia Adela parecía admirada de
su hazaña. Evaristo le preguntó que por qué no se había cubierto con el
paraguas. La voz suave y cándida de la esposa le entregó las palabras más
bellas que escucharía en su vida:
—Porque no podía pensar en estrenarlo sin estar contigo...
Mario Rodríguez García. El esfuerzo de nacer. Editorial Alud. 2020
Bajo el alero, alboroto de golondrinas. Una se queda
atrapada al nido por una hebra. Desde los balcones del asilo, las monjas
intentan liberarla.
Domingo apenas alza la mirada. No tiene impedimentos
físicos. Es solo vejez. Vejez y soledad. Eleva, al fin, los ojos y se pierde.
Su sobrina abre la puerta. Coincide con la liberación del ave. Libre la
golondrina, se dispersa la algarabía. Mira sin sonreír a la joven.
—¿Qué tal, tío?
—Mal.
El silencio casi se instala tras el alboroto. Solo el
murmullo de monjas y curiosos en la calle.
—Aquí te cuidan, tío, te dan de comer, te lavan… ¿Qué es lo
que va mal?
Los ojos de Domingo se apagan a la luz refrenada por el
alero.
—Estuviste en los campos de concentración de Franco, te
insultaron, te maltrataron, te golpearon…
Disminuye el rumor en la calle. El nido acoge de nuevo
golondrinas. Domingo calla. Ni amago de levantarse de la silla de ruedas. Vejez
y soledad. La sobrina no soporta el silencio.
—Las monjas son muy buenas, y te quieren. ¿Tan mal estás?
Algún vehículo riega de ronroneos molestos el cuarto. La
sobrina insiste.
—Estuviste hundido y superaste las adversidades ¿Por qué
estás mal?
Domingo parece dormitar. Sin embargo, navega hacia el
territorio de los recuerdos.
—Nunca he estado peor.
—¿Ni siquiera en los campos de Franco?
Un nuevo silencio. Domingo añora la algarabía de las
golondrinas…
—Allí… allí tenía una esperanza.
Manolo, después de cruzar el pasillo, con la dignidad que da
la decisión, y la conciencia de ser lo poco que era, se dirigió a una de las
personas que ocupaban la mesa sin mirarle a los ojos. Sacó un sobre del
bolsillo, se lo dio y le dijo “quiero una papeleta que no sea esta”. La persona
que lo atendía acusó la curiosidad. “¿Por qué no la coge usted?”. “No sé leer”.
“Entonces ¿cómo sabe que no es esto lo que quiere votar?” Los ojos de Manolo
miraron por primera vez a los otros. “Porque es la que me ha dado el amo”.
Mario Rodríguez García. El esfuerzo de nacer. Editorial Alud. 2020
Fotografía de Carmen Lourdes Fdez. de Soto
Es de noche.
Cualquier noche.
Te abrazo por detrás
abarcandóte el cuerpo
regresándote al útero
Ardes
Tienes frío
Cojo tu mano
y te susurro al oído
conjuros para que no te huyan:
Algún día te contaré
una, dos, tres magias
cuatro lunares
cinco miedos
y un lobito bueno
Temblamos en la orilla
de una espiral
que es un camino
hacia nada
Tu fiebre salta a mi carne
Ardo contigo
Es de noche y hace frío
Estamos en algún lugar
entre nuestra casamuerte
y nuestra casaincierta
Seguimos dando vueltas
Una marea de madres
abrazadas a sus niños
por la espalda
nos acompaña
Dormimos apretadas
en un tren de piernas y brazos
y juntas cantamos
una nana de hojas secas:
Algún día te contaré
una, dos, tres magias
cuatro lunares
cinco miedos
y un lobito bueno
No conozco a mis vecinas
Ellas tampoco me conocen
Los niños sí
Los niños todavía saben de nombres
Por eso sabemos que faltan
muchos
Al amanecer son ellos
los que se cuentan:
Los monstruos se llevaron
anoche a Mazen
susurra mi hijo.
Le aprieto fuerte
No puedo decirle
como antes
que los monstruos no existen
Mirar debajo de la cama
o en el armario
y sonriendo decirle
que acabé con ellos
Sabe que los monstruos
no son cosa de cuentos
Que cualquier noche
le huyen a él también
Por eso le abrazo fuerte
y le acuno:
Algún día te contaré
una, dos, tres magias
cuatro lunares
cinco miedos
y un lobito bueno
El frío es el menor
de nuestros problemas
El barro es el menor
de nuestros problemas
Aquí en el bosque
detrás de la valla
el hambre es el menor
de nuestros problemas.
El miedo
de nuestros hijos a los monstruos.
Ese sí es un problema.
Es vuestro problema.
Abro los ojos
El sol se filtra por las cortinas rojas
Estamos en casa
La fiebre ya ha pasado
Mi hijo sigue conmigo
Ha sido todo una pesadilla
Qué tonta
Los monstruos no existen, mamá,
y canta despacito
acariciándome la mejilla
con su manita de luna:
Algún día te contaré
una, dos, tres magias
cuatro lunares
cinco miedos
y un lobito bueno
Alicia Es. Martínez Juan. En casa, caracol, tienes la tumba. Ed. Gato encerrado (2016)