documentos de pensamiento radical

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lunes, 30 de septiembre de 2019

SÓLO HAY UNA MANERA DE VIVIR




Sólo hay una manera de vivir
y muchas de sufrir



Antonio Orihuela. Campo Unificado. Ed. Olifante, 2019

domingo, 29 de septiembre de 2019

NO IMPORTA




No importa
que reveles los misterios.

Nadie los entenderá
porque son misterios.



Antonio Orihuela. Campo Unificado. Ed. Olifante, 2019

sábado, 28 de septiembre de 2019

CITTA SAMTANA



Soplas una vela
tan cerca de otra vela
que la enciendes

con la que apagas



Antonio Orihuela. Campo Unificado. Ed. Olifante, 2019

viernes, 27 de septiembre de 2019

2 poemas de CUERPO SIN MI de EDUARDO MOGA



V

Año Nuevo

La botella reposa. Su óvalo se destensa
y el vidrio absorbe
la luz vertida por un sol
arenoso, y se estira como una llama verde,
como el espasmo verde
de un cuerpo cuya carne fuese
su fulgor. Me sorprende,
no obstante,
que siga ahí,
donde ayer la dejamos
(o donde se cayó).
La botella proclama la constancia del ojo:
el ojo insiste en ver,
y las cosas se acogen a él
como si él las nombrara,
como si sólo
en su lumbre convexa
se ensimismasen
y consumaran.
El cielo ha muerto —su cadáver
vagabundea por entre los plátanos,
arañado por humos y vencejos—,
pero aún abriga
poder, y axilas, y abrasiones,
que inquieren
por qué me pliego
a este oscurecimiento, y confío
en la palabra, y mezclo mi materia
con la materia
inexplicable de la Tierra.
Una imprecisa palidez
recae en cuanto veo: las bandejas
con restos de comida, los ladridos
amarillentos
de un perro, los minutos húmedos
de polvo;
y las irisaciones
de lo fugaz anuncian
que algo se llena
de pétalos,
o que sucumbe.
Los tenedores, recamados
de penumbra, reniegan de su ser:
son sólo duda, aleación de masa
y de vacío.
Las copas
se ablandan: su perfume
envejecido impregna las hileras
de libros y las sábanas convulsas,
que aún recuerdan
el cuerpo,
su sangre despeinada,
su lacre frágil.
Está empezando a llover. La efímera
plata del agua ciñe la soledad del mundo
e irrumpe,
con su ruido fragante, en los ruidos callados,
en la geometría
de lo visible, pero ya ido. Cae
también la lluvia
dentro de mí:
en las arterias, y en los calcetines,
y en la melancolía,
aunque en la casa haya sol, ecos
del sol,
áridas mojaduras en el yeso
y los estantes.
La agitación
que hubo se ha refugiado
en los rincones aturdidos:
es niebla tensa,
en cuyo seno las botellas
y los papeles
y los preservativos
se duermen
o desdibujan, y los líquidos
se confunden, y el ojo no renuncia
a su gravitación, a empujar a las cosas
a su existir,
y agavillarse y naufragar
en la irrealidad de lo observado.
Solo, herido por el ojo,
percibo espectros
con límites y labios, cosas inexistentes
que pesan,
y soles,
y cuerpos presos
en su caer,
pese a no haber nacido todavía;
y cruzo la frontera de los días
que son, ya, este día
y este derramamiento azul
que prefigura
mi propia y silenciosa
disipación.



VI

Se ensancha la luz: rompe el molde
del aire y se desploma en el aire,
entre chasquidos
de estambres y antracitas. Luego,
acendrada en fulgor, satura lo real,
y se derrama en lo invisible, e inunda
los escarpes del cielo. La mañana,
hecha de luz, perece con la luz.
Como una casa, se exacerba
y se licua, y su negra limpidez
embriaga
los ojos,
y empapa
los adoquines,
y se dilata
como una mano
que se posara
en un pecho. Se enfría la memoria: no alumbra
sino un rumor borroso
que serpentea
entre rostros que han sido nuestro rostro
y noches que nos han pertenecido,
y concluye en el cuerpo, y desentierra
lo que no existe: otros hoy; otros párpados,
sin dientes;
otros significados de la sangre;
otras almas, que, hiriendo, acariciaban; otros
yos, entenebrecidos de pureza,
no colmados aún de sí,
y no este yo, a quien nadie ha besado jamás.
La memoria depura el tiempo
reduciendo sus fístulas,
dinamitando sus angiomas,
exonerándolo de cálculos
y de lenguaje; pero el tiempo,
sin lenguaje, habla.
Recuerdo
los días voluptuosos,
anclados en su vuelo, naciendo en cada muerte,
haciéndose
carne del agua,
forma del agua,
sudando eternidad; recuerdo
las ruinas
iridiscentes
en las que el yo encontraba
su nacimiento
y su caos. Ahora nada queda del árbol
que veo
ni de los ojos
con que lo veo;
nada subsiste del horror
presente
en las cosas: la lengua que agasaja
vulvas o esculpe estrofas
atrae
también a los gusanos,
y el coche
que casi me atropella
lo conduce alguien que ya ha muerto,
y en los anuncios
que me descubro
mirando
se ensalzan
esclavitudes
de las que participo,
fantasmas adornados con mi sexo
y mis derrotas,
úlceras que se extienden por la piel
y los relojes,
sin distinguir los poros
de los minutos. No perduraré:
me devorará el sol. Tampoco
perdurarán las sombras
que son mis huesos,
la telaraña
en que me agosto, porque me ilumino
de nada, porque muero.
No sobrevivirán mis versos,
porque no son planetas,
ni monstruos
infinitesimales,
ni casas de madera y resplandor,
sino riadas de huecos,
amor adusto,
mordiscos paradójicos
que zigzaguean entre cuajarones
de noche; ni aquel otro relumbrar,
incompatible
con lo real, mas pleno de realidad, áureo
en su silencio o en su estremecimiento,
que comprendía el pájaro y la ausencia del pájaro,
que cultivaba puentes y demolía puentes,
que enlazaba lo triste
con lo total,
y en cuyo lecho amontonaba piedras
y pezones. El ojo ha enmudecido.
Ya no crean el mundo los recuerdos.
Ya no
existe
el lugar en el que era innecesaria
la mirada, y las flores
se desclavaban
y se entregaban
al tiempo, en el que se enderezaban
las fuentes, y los labios ardían con la lluvia
como bengalas submarinas.
Sólo existe el olvido:
el de aquella mujer que pasa por la calle,
corroída por su fugacidad,
zarandeada
por células amargas; el del tren que se adentra
en lo inaprehensible y lo repleta
de su carne veloz;
el de la peonía que me observa
como si ambos fuésemos un solo
temblor,
una sola verdad.
Pero la única verdad
es nadie, nada,
la levedad que me sostiene,
los párpados devastadoramente
abiertos que me enfrentan
a mí,
y que desvelan
la ceguera que soy, la amputación
que me pare. Mi casa es el olvido.
Y lo percibo en cada línea
que trazo en el papel, en cada vértice
de la greca sombría
con que perfilo
el quieto sucederse de las horas.


EDUARDO MOGA
(Cuerpo sin mí, Bartleby, 2007)

jueves, 26 de septiembre de 2019

5 poemas de LA MONTAÑA HENDIDA de EDUARDO MOGA



VII

Llueve: veo la transparencia.
Lejos del agua, dentro
del agua,
en el agua que es vientre,
gotas como hiedra o casas.
El cuerpo habla desde sus límites:
oigo sus rodillas, el aroma
de su pudor, la violencia con que me entrega
su silencio.
El agua de la voz nos mece en un revoloteo de sinapsis
y en el patio tiembla la fuente y los sillares surten sol
y las palabras se enredan, jóvenes,
en el bronce de los arriates
y de la conciencia.
Pero, sin que lo sepamos, un calambre negro ha excitado a los animales de la carne,
y la melancolía muerde como una voluminosa flor
y las vísceras proyectan su sombra
sobre la separación.
Nazco en el desequilibrio: manos que olvidan madres
y beben oscuridad,
minutos en que irrumpe el óxido de la materia,
el difuso latido.
Soy el que ha rendido sus muros a la insidia del gemido,
el que ama sin espina dorsal,
el que padece lo débil del sueño
en las manos abatidas de la mujer
que creyó en la posesión
y en la castidad,
y se ofreció a ellas como una pupila fecunda que esperase
la última impaciencia.
¿Me pertenece su olor?
¿Me pertenece este mar que se astilla, esta vacilación,
el ojo futuro?
¿Poseemos lo destruido?
Llueve todavía.




IX

El ojo ingiere,
respira líneas:
el movimiento, como un gran animal de aire;
la sustancia del movimiento,
con llama, con frío, bronce transparente;
el icono de las nalgas: su eclosión.
La materia, paralela a todo, abrazada
a la negación y a la cerámica,
a la humedad que oímos y a la sangre abandonada,
lejana como la noche que nos respira,
invoca mi nombre,
pero solo entrega su quemadura,
su oposición a la lluvia,
su patrimonio pálido como el frío.
La mano mira, después. Y la conciencia, sol tardío,
busca los poros que contengan las palabras,
hiere la seda crural,
el pelo exigido.
Los pechos son el ojo y la imposibilidad:
incurvan lo invisible, unen
el resplandor a la forma,
se yuxtaponen como las dos mitades de un estanque mortal,
y me oscurecen, me enarenan: afirman
su vuelo.
También la vulva pesa,
como el sueño, automática,
redonda en su centro
y en su destrucción.
Muerdo entonces la esperanza, las hormonas,
los hematomas salidos de mi boca como luciérnagas contradictorias,
la tinta de la transgresión,
y la mordedura me anula:
tu cuerpo entra en mí, turbia rosa disparada,
y, con él, la risa sin pupilas, el hígado
silencioso, la inteligencia del glande,
la ceguera del glande,
la masa delgadísima del nacimiento, los pies
que conspiran, la devoción de los dientes.
Me como tus besos, tu hambre,
tu imaginación y tus tubos,
tu piel venida a mis venas,
las flechas del sexo, la intimidad
de los ojos,
la asombrada saliva.
Pero no te toco.
El cielo se esconde en mi estómago.
Fuera solo se extiende
la insuficiencia del tiempo.




XII

El sol se subleva: latido que excede al corazón.
Antes brillaba la oscuridad. Ahora la luz transpira
y crece como un pájaro inverso,
como un árbol que regresa.
Las pupilas, sonoras.
Sudan los autobuses. Negras detonaciones. Gotean
pájaros.
Todo cuanto posee un cuerpo, todo cuanto cree sobreponerse
a su ser mediante alas o hernias o putrefacción,
recobra sus pétalos crueles.
La ciudad, en cuya vigilia ha madurado el abrazo,
nos observa como un animal creciente.
En su convulsa quietud
edificios, mar, geometría—
los ojos ven ladridos, relojes
que se impacientan, la condena
de la claridad.
(La mirada vuelve a los ojos
como seres que hubieran conocido lo indómito,
alumbrados por las tinieblas,
hostiles a las tinieblas).
También la piel vuelve: a su ausencia, a la piel de la noche,
a la respiración que empaña este oro indeciso
con su vaho mortal.
Un saciado vacío sostiene los espacios que nombro
y ni siquiera los pechos, dolorosamente míos, me poseen.
Llueve lo visible,
oscuro como los pasos de las prostitutas
que vuelven a sus casas, por la mañana,
exhaustas de realidad.
¿Es este silencio el mal?
¿Vivimos en él? ¿nos maceramos en él? ¿oímos?
¿Compartes tú esta tregua
que termina, como la sangre, en cada sílaba, en cada sangre?
¿Compartes
las sombras rotas por la carne,
la soledad rota y nacida,
o te escondes en el vuelo?
¿Sientes, en fin, este caer,
esta ola inmóvil contra la inmovilidad?
El semen resbala en mis muslos, frío.
Oyes, quieta,
la huida.




XIII

La oclusión me llama, voz oscura,
insistencia oscura,
irritación de insólitos hemisferios.
Me llaman las paredes y su voracidad,
y anochezco en sus flores inflexibles,
y remonto sus prohibiciones
como si una mano sonriente y amarga
me empujara hasta el otro lado de lo denso,
y saturo el asombrado albañal,
este ahora hembra, este sol ciego
en el centro,
pero no alcanzo a traspasar su luz vacía.
Antes de amar tus heces
los cuerpos se abovedaban
para recibir la lluvia de los dientes,
se despojaban de su carne
para que fuera visible el latido.
Ahora veo tu interjección,
mis manos en tu mitad total,
la oquedad, niebla negra, en que fracaso,
la hedionda dulzura.
El dolor es un perro, el perro que soy,
el perro que sujeta tus pechos tumultuosos con sus patas humanas,
el jadeo mío y tuyo, entrelazados como palomas de barro,
el acto que extiende sobre nuestras soledades
su red violenta.
El dolor es un disparo sucísimo, un coágulo
en forma de melena.
Resido, aún, en tu colon,
en su dificultad.
Y la piel, hostil, retrocede:
se ensancha en obstáculos, dilata lo invisible,
interminablemente complace
y ofende.
Entro, salgo, también de mí, como la noche,
deprisa, como el látigo.
Y tú me recibes, cáliz sombrío,
entregada a esta candente pasividad, a la plenitud minuciosa del recibir,
hasta que una luz, dentro, justifica, con su espuma,
la ciénaga en que nos abrazamos.



XIV

Hay poca gente en la playa, aunque la arena
es profunda todavía.
El sol, el sol.
Oigo el azul,
la respiración de tu forma,
el agua, torturada en olas, desnudándose,
arrodillándose, con oscilación de miel,
retumbando como un gran torno
en cuyos engranajes reside el silencio.
Caminamos
junto al agua y su luz,
en al aire inclinado,
fingiendo que los pasos que damos
son nuestros pasos.
Tienes frío.
La camiseta que te he prestado
abre los ojos,
se desdobla en espuma,
quema como una sombra
o una honda saliva.
Luego, algas, encajamos. Tus ojos muerden el agua,
tus caderas astillan el agua,
con las manos transparentes te hundes en mí,
apagas el temblor.
Agua en pie, cielo con forma de agua,
agua otoñal y dura
en la que morimos
y nos transformamos
como pájaros ateridos e incendiados.
Observo los pinos
y su olor que cabrillea como agujas
por encima del niño que nos mira
a quien miran sus padres
trepidantes en el rojo.
No pesas. Ni el sol.
El agua recibe mi desesperación blanca
y tu ternura.



Eduardo Moga. La montaña hendida. Ed. Bassarai, 2002