documentos de pensamiento radical

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miércoles, 31 de agosto de 2016

6 poemas de DESPRENDIMIENTO DE RUTINA de JAVIER GM




Pídeme un deseo que no sea yo 
y tan amigos.


*****

No me guardes los besos de la misericordia
no me hagas perder al pulso sin ton ni son
ni me des fianza de dos semanas y media
no me emborraches de palabras alfileres al tun tun
ni de llantos colgados en la puerta en la despedida
no me hagas agujeros en el cinturón invisible
ni pongas más ladrillos en la tapa del nicho común
no me enredes con balcones, globos y sangrías
no me hagas la pascua en el verano que ya no fue
no me pidas que te doble las campanas
ni me midas el tamaño del violín
no me finiquites ni me recojas en la barra
no me olvides si no sabes olvidar por fin
no me planches las mangas ni el mangotero
ni me digas luciérnaga si sabes que soy calamidad
no me hables por no aburrirme
no me rías ni de postre ni por piedad
no me encañones a pies juntillas
no me pongas tan deprisa el gotero
ni me borres el rastro del parpadear
no me jodas para que me acuerde
no me jodas por amor
 ni me jodas jodiendo con el reloj
no me ames si vas a darle cuerda al temblor
no me sufras
no te acuerdes
ni me quieras
no me dejes esta oleada de inventos de mal inventor
que me mata toda la sonambulería que me queda en el bolsillo
no te digo ni te pillo 
y no me callo
los malheridos
los lerdos
sabemos de deseos
y no sabemos de desazón.



*****


Nadar en el deseo.
 
Una frase incomprensible
hasta que una lengua toca otra lengua.


*****


Tantas salivas probadas
y tantas balas escritas.

Llámalo poemas.


*****


Te tomas tres Alhambras verdes
y empiezas a amar a todo el mundo.


*****


EL RETRO VISOR

Preste atención a las señales
mire bien lo que le digo
mire amigo
mire lector
mire bien pulcro colega
antes de iniciar la maniobra
mire atento al retro Visor
preste atención al trailer negro
tenga cuidado
ojo avizor con el retro Visor
que le pasará por la derecha
sin intermitente
mofándose de su dos caballos
el del Batimóvil de la poesía rancia
pisando su podrido acelerador.
Preste atención a las señales
haga caso a su instinto conductor
si no teníamos bastante con el Montero
ahora nos aparece otro por el retro Visor
cuanto chapuzas al volante
cuanto predicador de su buena dirección
cuanta cuneta desperdiciada
para empujar a tan listillo editor.
Ya le digo caballero, señorita, poético comprador,
tenga cuidado con el machito retro Visor
que le pasará por la derecha

sin intermitente
y si usted es dama, señora, chica o fémina,
de esa natural condición,
él se burlará mejor
maldito papanatas
maldito chófer de la burguesía
excelente benefactor gracias a dios
torpe bocazas
esperpento retro Visor.



Javier GM. Desprendimiento de rutina. Ed. Baile del Sol, 2016


martes, 30 de agosto de 2016

6 poemas de ESCALERAS HACIA EL SUR de ELISA RUEDA




ESPONJA

Absorbo tus palabras como si fuera una esponja.
Absorbo tus caricias como si fuera una esponja.
Absorbo nuestro amor como si fuera una esponja.

A medida que mi volumen va aumentando,
me ovillo en el silencio y cuando me preguntas
por mi película favorita, mi canción preferida, por qué te quiero,
me cuesta encontrar el cabo de la madeja para ir deshilando el agua.

Te quiero esponjosamente.

Llena de ti,
la música que recuerdo es el canon de mis mareas
al chocar contra tu arrecife
y todas las películas quedan veladas en mi recuerdo.

Una esponja solo siente la plenitud del agua.
Si me abrazas, escurrirán todas las respuestas sobre ti.


***


ENREDADA

Enredada en las noticias del día.
Enredada en la escisión que siempre aparece en los grupos.

Enredada en los márgenes de los plazos que apuro hasta el último trago.
Enredadas tus manos en mi pelo.

Enredada porque tú no puedes dejar de andar y yo no puedo andar.
Enredada en el gris de nubes bajas que ralentizan la espera.

Enredada en la magia pirotécnica de la creación de un poema.
Enredada en el deseo de tus manos.

Enredada en la seguridad de nada.
Enredada en la premonición de anticiclones.

Enredada en el tronco de tu pecho.
Enredada en la torre de observación desde la que descubro la esperanza.

Enredada en la caricatura de la perfecta Eva,
enredada en la costilla del Adán equivocado.


***

LA LLAMADA

Tu mirada me invita a
entrar por tus pupilas
y adentrarme en tu territorio.

Acepto la llamada y exploro.


***


MEDIAS NEGRAS

Con mimada precisión enrolla las medias de cristal
entre las yemas de sus dedos.
Igual que si se sumergiera en otra piel,
va deslizándolas desde la punta de cada uno de sus pies
hacia los talones, subiendo hasta la rodilla.
La ventana en el espejo refleja el fin de la tarde.
Sus manos acarician el tacto negro sobre la pierna estirada
para evitar frunces.
Dobla la otra pierna y repite el mismo recorrido.
Al llegar a los muslos, se levanta del borde de la cama
y ondeando suavemente sus caderas
ajusta las medias hasta la cintura.
Sube la cremallera de la falda.
Él ya no vendrá.


***


LA RESPUESTA EN TUS MANOS

Yo que amo tanto las palabras,
hoy no las invito.
Celosa de que les dé el aire
y vuelen
y ya no sean mías
y otras voces las desgasten
o yo misma las arañe,
las guardo en una libreta
protegiendo el hechizo.

Es mi cuerpo
el que hoy habla.
¿Y si fueran tus manos
las que respondieran?
La pregunta en mis ojos.
La respuesta en tus manos.


***


NO, NO ME ARREPIENTO

No me arrepiento de amarte hasta tu cumbre,
rezumando deseo detrás de la puerta
que abría antes de que el ascensor llegara.

No me arrepiento, no.
Aunque tarde toda una vida en beber este vino
que fui trasegando en barricas de pasión.

No me arrepiento,
porque te amé a gran altura,
por encima de ocho mil metros
hasta quedarme sin oxígeno.
Porque enganchada en las ramas de tu amor
sentí florecer todos los poros de mi piel.

No, no me arrepiento.

Ahora que ya no llega el ascensor hasta mi rellano
y me aplasta la puerta cerrada,
todavía me queda el amor,
que aún circunvala mi soledad de ti.



Elisa Rueda. Escaleras hacia el sur. XXIV Certamen de Poesía Ernestina de Champourcín. Diputación Foral de Alava. Vitoria, 2013.

domingo, 28 de agosto de 2016

7 poemas de LAS FRONTERAS DEL AIRE de MARIANO CALVO HAYA




Prestidigitadores


Supe una vez de un hombre
que veía lo que nadie más veía.

Mas la magia no está en lo que se ve,
sino en los ojos del que mira.
En la propia mirada, en el filtro inteligente.
El prodigio está en detener lo que se mueve,
en parar la vida un instante
y, mientras las vida sigue,
que ese tiempo se haga eterno.
Como pequeños dioses,
sacar de entre las aguas
el rostro iluminado de la doncella.

Supe una vez de un hombre
que hacía niebla con las manos.



Alturas


Quizá como ser
la rama más alta
en el árbol más longevo.
O bien, el vigía
que desde el palo mayor
descubre tierra
entre las nubes.
La rapaz que aletea
sosteniéndose ingrávida
sobre las redes del aire.
El último aliento
del alpinista
que al fin contempla
a sus pies
las geografías del hielo.
O nada más,
un hombre
que lee un libro.  



Bajo cero


Hay razones que tú sabes para el frío.
Cien razones que desvelan en tu rostro
los ojos opacos de la muerte.
Pero callas y sigues caminando,
con fidelidad infatigable,
alrededor de la noria del instinto.
Son tus manos pájaros de cólera dormida
y en tus hombros se adivina
todo el peso de las nubes.
Una línea recta puede ser,
en el techo de tu miedo, un laberinto.



Obsesión


Doy vueltas alrededor del mismo círculo
una y otra vez.

Pienso que con mis pasos
voy haciendo un sendero y que con mis ojos
fabrico el horizonte.

Y sin embargo, doy vueltas alrededor
del mismo círculo una y otra vez.






                                                     Capitalismo


O
tal vez
sea el momento
de entender que la base
en la que se sustenta la economía
moderna estriba en el despiadado esfuerzo
 de unos pocos afortunados para que inmensas
 hordas de oprimidos
se maten entre ellos






Transición del Comunismo
o por qué Marx no está de moda


O cómo
eminentes analfabetos
logran, sin pasar
por el materialismo histórico
y dejando a un lado
el materialismo dialéctico,
hacerse fuertes
en la incontestable atalaya
del materialismo práctico.





Noche de Reyes


Los niños que llegan hasta su trono no entienden las palabras con que los recibe Baltasar, el rey negro, el tercer rey.
Baltasar no domina aún el idioma del país. Por eso empieza los discursos, desde el balcón del Ayuntamiento, como puede, en castellano, y los acaba, como sabe, en soninké.
Baltasar durante el resto del año sobrevive comerciando por los mercados con bolsos de plástico y con gafas de sol de malísima calidad.
Como buen musulmán ignora casi todo de estos monarcas ubicuos y dadivosos que se presentan aquí todos los años por enero persiguiendo a alguna estrella.
En realidad Baltasar no es mago ni se llama Baltasar sino Ousmane Touré, y nunca olvida enviar unas cuantas fotografías (todos los años por enero) a su aldea junto al Río Senegal, para que sus vecinos se enteren de que a Ousmane Touré en Europa lo tratan como a un rey.


Mariano Calvo Haya. Las fronteras del aire. Ed. Amargord, 2015


45 POEMAS TONTOS Y 8 LATIGAZOS de ELADIO ORTA -fragmentos-




mucha pose
poco poso

***

ojos que no contemplan
alimentan la destrucción

***

desaprender lo aprendido
es un camino de púas

***

consumismo

se compra lo que se ve

lo que no se ve
también se compra

***

por un gramo de versos

puedes llegar a pagar
hasta un año de espera

***

qué escribe el poeta después de una larga jornada de trabajo físico



me duelen los riñones de cavar papas

***

por ejemplo :

si hubiese andado por Rusia
en 1930
me habrían fusilado

si hubiese andado por España
en 1936
me habrían fusilado



Eladio Orta. 45 poemas tontos y 8 latigazos. Ed. Amargord, 2016

DOS POEMAS DE RAFAEL SANTANA














De este darme cuenta

De este darme cuenta
que no quiero  ver,
de la envidia
de la hipocresía…

De este darme cuenta
de la falacia, de la mentira
de la apariencia
del que dirán…

De este darme cuenta
que enfermo día a día,
de tristeza, de melancolía
de soledad…



60

Entonces…
Entonces…
Este sentimiento que me embarga,
que huele,
que se impregna del sabor de otros.

Esos otros,
que  somos todos,
en un momento dado,
para no sentirnos solos,

al otro lado del muro.

sábado, 27 de agosto de 2016

SOLYSOMBRA





La vida, desde el nacimiento hasta la muerte, es una larga destrucción.
Francis Bacon

Lo conocí a comienzos del otoño del año 1988. Sé que fue en aquella época porque yo acababa de llegar a Granada para iniciar mis estudios universitarios y él fue una de las primeras personas con las que entablé amistad en la nueva ciudad. La cosa fue, más o menos, así. Un día, después de almorzar, fui a tomar un café a un bar de mala muerte que yo frecuentaba mucho durante aquellos primeros meses en Granada. Era un pequeño bar que estaba situado en la calle Acera de Canasteros, una de esas callejuelas que están cerca de los Comedores Universitarios. El nombre del bar se ha perdido para siempre en los callejones sin salida de mi memoria, y por muchas vueltas que le doy, no consigo recordarlo. Mientras yo tomaba mi café con leche y leía alguna noticia intranscendente en el periódico del día, un anciano de pelo canoso, complexión fuerte, uno setenta y cinco, más o menos, de estatura, ojos oscuros, pobladas cejas blancas, nariz aguileña y barba entrecana de cinco o seis días, se colocó a mi lado y me preguntó, esgrimiendo una breve sonrisa:
Camarada, —más tarde supe que él se dirigía a todo el mundo con este apelativo— ¿serías tan amable de invitarme a un cafelito?
Sí —le dije.
Y cuando ya estaba a punto de dirigirme al camarero para pedirle que le sirviera un café a aquel hombre, me volvió a preguntar, con cara de perro apaleado:
¿Y qué me dices si en vez de un café me pido una copita de solysombra?
Empecé a reír y le dije, una vez más, que sí, pero que no se acostumbrara, que cada cual se tenía que pagar sus vicios. En ese momento, sacó, de algún bolsillo invisible de su chaqueta, un paquete arrugado de Ducados, extrajo un cigarrillo, y con absoluta parsimonia, me preguntó si, por casualidad, no tenía lumbre.
No fumo, —contesté.
Haces bien. El tabaco es una mierda. Yo me tendría que haber quitado el mismo día que le di la primera calada al primer cigarrillo. Pero ya no tengo cojones para dejarlo, —sentenció mientras tomaba entre sus dedos sarmentosos la copa que le acababa de servir el camarero. Luego pidió fuego a algún otro parroquiano, y ahí, justo en ese momento, dio comienzo nuestra amistad.
Mientras daba pequeños sorbitos a su copa de solysombra y fuertes caladas a su ducados, me contó algunas cosas sobre su vida. Me contó, por ejemplo, que se llamaba Miguel, que tenía más años que Matusalén y que, literalmente, puntualizó, si he llegado hasta hoy vivito y coleando es porque nunca he tenido miedo de nada ni de nadie, y ahora, no voy a empezar a tenerlo. Miguel hablaba y hablaba. Hasta por los codos. De un tema pasaba a otro, sin solución de continuidad. Aquel primer día habló de muchísimas cosas, —luego, cuando nuestra amistad se fue afianzando, descubrí que era parlanchín por naturaleza—. Me dijo que era comunista, porque a Miguel le gustaba ir de frente, y lo primero que hacía era poner las cartas bocarriba, para que nadie se llamara a engaño.
Si tienes algo en contra los comunistas, lo dices. Pero eso sí, antes de irte, pagas esto y, después, te largas, —me soltó con todo el morro del mundo.
Pero yo seguí allí, con mi café con leche, riendo y escuchando lo que aquel anciano tenía almacenado en la recámara. Ese mismo día, durante tres cafés con leche, tres copas de solysombra y una docena de cigarrillos Ducados, me habló de cómo perdió la guerra, de cómo perdió la posguerra, de cómo perdió a muchos de sus mejores amigos, de cómo perdió a muchos familiares —entre otros, a sus dos únicos hermanos— y de cómo se ganó a pulso el exilio, según él, lo único que había ganado en su puta vida.
Después de aquel primer día, nos encontrábamos en el bar a diario. Más o menos a la misma hora, sin importar demasiado que hiciera frío, que lloviera o que luciera el sol. Siempre el mismo ritual. Yo llegaba un poco antes que él. Pedía mi café con leche y cogía uno de los manoseados periódicos que había en un rincón de la barra. Al rato entraba Miguel, esparciendo su sonrisa amplia de chiflado inofensivo por todo el local. Daba las buenas tardes y se acercaba hasta donde yo estuviera sentado y entonces, como aquel primer día en que nos conocimos, me volvía a preguntar si era tan amable de invitarlo a una copa de solysombra. Cuando el camarero le servía aquel brebaje, él cogía la copa, se sentaba junto a mí y empezaba a largar, anécdota tras anécdota, a cada cual más jugosa, más interesante, más increíble, más superlativa que la anterior.
Miguel era un superviviente nato. Había sobrevivido a mil y una batallas. Había atravesado miles de penalidades y había estado a las puertas de la muerte en más de una ocasión. La historia de su vida parecía haber sido escrita para un guión cinematográfico. Hasta tal punto era así, que, muchas veces, escuchando embelesado cómo daba rienda suelta a su verborrea, me pregunté si todo cuanto contaba aquel hombre no sería fruto de su imaginación. Ahora, recordando aquellas horas pasadas junto a Miguel, experimento una profunda vergüenza por haber podido pensar algo tan ruin de aquel hombre tan extraordinario, en el sentido más literal del término. Pero confieso que, en aquellos días, lo pensé, y no una sola vez, sino más de una y más de dos veces.
De esta manera, día a día, me fui enterando de mil detalles sobre su vida. Por ejemplo, supe que una vez acabada la Guerra Civil, Miguel fue condenado a la pena de muerte. Pero hubo suerte y la pena de muerte fue conmutada por una condena de treinta años, de los cuales, sin saber muy bien cómo ni por qué, acabó cumpliendo sólo doce en diferentes penales del país. En octubre de 1951, con motivo de la onomástica de Franco, el día cuatro de octubre, Miguel fue amnistiado, junto con otros presos políticos. Fuera de la prisión, a Miguel ya no lo esperaba nada ni nadie. Su madre y su padre habían muerto hacía ya tiempo. De hecho, su padre murió cuando él era apenas un niño de ocho o nueve años. Y su madre, recién acabada la guerra, según Miguel, de pena, de tristeza y de rabia. También los dos hermanos que había tenido estaban muertos para cuando él pisó la calle nuevamente. El mayor había perdido la vida en la Batalla del Ebro, defendiendo la República, en los calurosos días del mes de agosto de 1938. El menor, fusilado al comienzo de la guerra por los falangistas en el Barranco de Víznar, el mismo sitio en el que le robaron la vida al poeta Federico García Lorca. No había mujer ni hijos. Tan solo algunos primos lejanos y poco más. Así que, sin pensarlo dos veces, se fue a América. Su primer destino había sido Argentina, y una vez allí, había recorrido el continente americano de punta a punta, durante un viaje que duró más de media vida, trabajando en lo que iba encontrando, trabajos que no lo comprometieran, que no crearan lazos que algún día resultaran imposibles de romper. Empleos que apenas duraban unos pocos días, varias semanas como mucho. El tiempo justo para conseguir un poco de dinero que le permitiera vivir sin demasiadas estrecheces, aunque tampoco con lujos de ningún tipo. Con el equipaje justo para salir por pies si la situación así lo exigía. En su extenso catálogo de profesiones no había nada que él no hubiese hecho, desde los trabajos más convencionales a los más extraordinarios: había sido curtidor de pieles, recolector de fruta, vaquero, curandero, destilador de ron, camarero, panadero, cocinero, albañil, herrador, colchonero, barbero, trapero. Había trabajado en periódicos y en puertos, había sido conductor de ambulancias, había trabajado en una imprenta, y durante una época, había sido atracador de bancos. Lo de atracar bancos, según él, era lo más divertido y lo más emocionante de cuanto había hecho en toda su vida.
Asestar un buen golpe a un banco es algo que no tiene punto de comparación. No hay nada en el mundo que se le parezca. Ni el mejor polvo, ni la más potente de las drogas. Nada, camarada, te lo digo yo. Créeme, —me contó una de aquellas tardes mientras trasegaba a pequeños sorbos su solysombra.
Lo mejor de todo, según Miguel, era que el botín obtenido acababa en las manos de amigos y conocidos, gente necesitada, gente que estaba en apuros, gente que, por diversos motivos, carecía de recursos para sobrevivir. Miguel y sus compañeros se quedaban con una parte, y después repartían el resto, cual Robinhoods contemporáneos, entre los pobres.
El dinero no es nada, —solía decir en esos momentos Miguel—. Únicamente es útil cuando sirve para ayudar a la gente. Sólo los hijos de puta piensan en acaparar dinero. Por eso repartíamos el excedente. Porque nosotros no éramos hijos de puta.
Y luego se echaba a reír con esa risa franca y contagiosa, esa risa que llenaba todos y cada uno de los espacios de alrededor.
Todos los empleos que Miguel había tenido a lo largo de su vida habían sido fugaces. Lo máximo que había permanecido en un trabajo habían sido dos meses y medio, en un hotel de Caracas. Lo mismo le había ocurrido con las mujeres. Un amor en cada puerto, como los antiguos marineros.
Camarada, los hombres de acción no podemos caer en tontos sentimentalismos ni jugar al amor, —me decía cuando nuestra conversación giraba en torno al tema de las relaciones amorosas.
Esa era una de sus frases favoritas. Y otra de las que más repetía cuando hablábamos de mujeres: El amor es para los pardillos.
A ver, Miguel, dime la verdad, —le pregunté en cierta ocasión, mirándolo directamente a los ojos—. ¿Nunca te enamoraste de verdad?
Camarada, a ti no te voy a engañar. La respuesta a esa pregunta es sí. Pero no un sí cualquiera, sino un sí rotundo, —me dijo, mientras movía la cabeza arriba y abajo.
Respiró hondo y luego empezó a contarme la historia.
Fue en Buenos Aires. Adriana era la mujer más hermosa de todas cuantas se han cruzado en mi camino. Y te aseguro que se han cruzado unas pocas. Tenía el pelo largo, muy negro, y ojos profundos. Era maestra y bailaba el tango como ninguna otra mujer que yo haya conocido. Pero no pasó nada. Bueno, sí pasó, pero no te lo voy a contar. Además, de esto hace ya tanto tiempo que no me acuerdo de los detalles. Y ya sabes lo que opino: una buena historia sin detalles, no puede ser buena. Y guardó silencio, dejándome con la miel en los labios.
Esa fue una de las pocas veces en que vi a Miguel triste. Así que preferí no insistir con mis preguntas, aunque he de confesar que la curiosidad de mis dieciocho años me corroía por dentro.
Miguel era un tipo de lo más excéntrico. Por ejemplo, cada vez que le preguntaba su edad, me contestaba algo distinto. Unas veces había nacido en 1923 y otras diez años antes. Había días que tenía ochenta años y otros sólo setenta y cinco, o setenta, u ochenta y dos. Depende. Lo mismo me decía que su cumpleaños era el Primero de mayo que el Día de los inocentes o el Día de Reyes. No era raro que lo celebrara, el cumpleaños digo, pagando yo, por supuesto, cada dos por tres.
Hoy es mi cumpleaños, me decía mientras cogía una silla y tomaba asiento junto a mí.
¿Tu cumpleaños? Pero si tu cumpleaños fue el mes pasado.
Y entonces hacía como que no había escuchado nada, y pedía su sempiterna copa de solysombra, pero como era un día especial, la pedía con el mejor coñac y el mejor anís que hubiera en el bar. Y luego mirándome fijamente, añadía:
Camarada, cada cumpleaños hay que celebrarlo como si fuera el último. Ya sabes lo que opino. No hay mañana. Sólo existe el aquí y el ahora. Lo demás es una falacia y la vida eterna, un cuento de los curas.
Y siempre acabábamos celebrando su cumpleaños por enésima vez. Porque en el fondo, llevaba razón. Con tipos como Miguel sólo podía existir el aquí y el ahora. Y, como él se encargaba de repetir, lo demás eran falacias.
Nunca discutíamos. Yo lo dejaba hablar y él me dejaba escuchar. Tan solo una vez hubo un conato de enfado. Fue a propósito del poeta chileno Pablo Neruda. No recuerdo muy bien el detonante de nuestra conversación, pero Miguel empezó a hablar de él. Lo hacía con una familiaridad que a mí me resultaba extraña, como si entre ambos hubiera existido una profunda amistad.
¿Lo conociste?, —le pregunté con media sonrisa en la cara.
La duda ofende, camarada.
¿Estás seguro?, —insistí.
Entonces se levantó, apuró la copa de solysombra y se largó sin ni siquiera decir hasta mañana. Joder con el viejo, pensé. Estuvo varios días sin aparecer por el bar. Una semana más tarde, llegó, muy serio, y me dijo:
Hoy te traigo una cosa que te va a gustar.
Sabía que estaba enfadado conmigo. Y el hecho de que no me llamara camarada me entristeció profundamente. No contesté. Él tampoco. Al rato me preguntó:
¿Quieres verlo o no?
¿De qué se trata, Miguel?
Coño, camarada, ¡qué va a ser! ¡Mi foto con Pablo!
Y en ese momento sacó de su vieja cartera una foto arrugada, casi descolorida por el tiempo y, efectivamente, allí estaba mi amigo, con el poeta chileno y con Matilde Urrutia, la que fuera el gran amor de Neruda. El brazo derecho del poeta descansaba sobre el hombro de Miguel, en una postura que denotaba que entre ambos existía una sólida relación, mientras Matilde los miraba a ambos, con una sonrisa amplia en el rostro, en lo que parecía ser un instante de plenitud y felicidad veraniega, pues las tres personas iban ataviadas con trajes de baño. Intenté sonsacarle algunos detalles, por ejemplo, el lugar y el momento en que aquella fotografía había sido tomada, o quién estaba al otro lado de la cámara, pulsando el botón, pues por alguna extraña razón, yo tenía la corazonada que aquella foto había sido tomada por algún personaje importante, cercano al poeta chileno. No obstante, Miguel se cerró en banda y no hubo forma de que dijera ni mú.
Yo no miento nunca, camarada, —me dijo con el semblante muy serio—. No te voy a decir que siempre diga toda la verdad, o que a veces, adorne las historias, pero de ahí a mentir, hay un gran trecho.
Me puse rojo como la grana, avergonzado por haber sido tan imbécil, tan descreído, tan arrogante. Me disculpé ante él, pero sonriendo me dijo que estaba bien, que no me preocupara por nada.
Invítame a un solysombra, anda.
Y aquello zanjó el tema.
Jamás volví a dudar de sus historias.
Miguel había tomado partido en miles de luchas a lo largo de su vida. Se había visto involucrado activamente en la Revolución cubana. Allí había conocido a Fidel y al Che, —gran hombre, gran revolucionario, decía de él cada vez que salía en nuestras conversaciones—. Había estado en Chile cuando el golpe militar de Pinochet derrocó al Presidente Salvador Allende, y de allí tuvo que huir a toda prisa —si no me voy, te juro que no la cuento, me dijo—. También había conocido en primera persona la Nicaragua sandinista. Una tarde, al llegar al bar, se fijó en un libro que yo había comprado unos días antes. Estaba sobre la mesa. Lo cogió como el que no quiere la cosa y leyó su título en voz alta: La paz mundial y la revolución en Nicaragua. Lo abrió y se quedó mirando la foto de su autor: Ernesto Cardenal. Y luego, de una manera que a mí me pareció muy lacónica, sentenció:
Menudo cabrón, el curita.
Pero ya no hubo manera de sonsacarle una sola palabra.
Del mismo modo, había compartido el pan y el vino con los indígenas en la Selva Lacandona, en México y había estado durante un tiempo en la reserva india de Spokane, en el estado de Washington, en los Estados Unidos, donde viven los apenas mil nativos norteamericanos de la etnia Spokane que han sobrevivido al exterminio sistemático de los indios americanos. En fin, tantos y tantos sitios, que se le hacía difícil a Miguel recordarlos todos con precisión.

La literatura era la gran pasión de Miguel. Y los libros. Le encantaba leer y comprar libros, sobre todo de segunda mano. Y aunque por la época en que yo lo traté, no podía leer todo cuanto él deseaba porque tenía algunos problemas de vista, había leído miles y miles de obras a lo largo de su vida. De pequeño, como tantos españoles de la época, Miguel no había podido ir a la escuela, porque tenía que trabajar para ayudar a su familia a salir adelante. Así que había aprendido a leer durante la Guerra Civil, en el frente, gracias a las Milicias de la Cultura.
Aquello fue lo único positivo que me dio la puta guerra, me dijo un día.
Cuando le pregunté en qué consistía eso de las Milicias de la Cultura, me explicó que fue un plan que el gobierno de la república puso en marcha para que aprendieran a leer y a escribir el gran número de analfabetos que había entre las tropas del bando republicano.
Los maestros eran los soldados que sí sabían leer y escribir, supervisados por los Comisarios políticos de cada batallón. Aprendíamos de memoria poemas de Antonio Machado, de Miguel Hernández, de Lorca, de León Felipe y de otros muchos. Una vez vino Alberti con su mujer, a representar una obra de teatro. Era guapísima. Aún la recuerdo como si hubiese sido ayer mismo.
A Miguel le gustaba prestarme libros. Y también regalármelos. Aún guardo como oro en paño el ejemplar que me regaló de Las venas abiertas de América Latina, la magistral obra del escritor uruguayo Eduardo Galeano. En la primera página se puede leer el siguiente texto, manuscrito por su autor: Para Miguel, hombre excepcional y mejor amigo. De su camarada, Eduardo. Buenos Aires, abril de 1972. Y debajo de estas palabras, un garabato en tinta negra, que es la firma de Eduardo Galeano.
Mi amigo sentía predilección por los escritores rusos: de Chejov a Dostoievski, pasando por Tolstoi, Blok, Gorki, etc., etc. Gracias a él descubrí algunas de las novelas más importantes de toda la literatura rusa, como La madre, de Gorki, o Caballería roja, de Isaak Babel, pues él fue quien me las recomendó y me insistió vehementemente para que las leyera. También le gustaban muchos escritores españoles, como Ramón J. Sénder, que era uno de sus preferidos, y Manuel Vázquez Montalbán, a quien llamaba, cada vez que salía en nuestras conversaciones literarias, el camarada Vázquez Montalbán; y muchos de los grandes escritores hispanoamericanos, como Cortázar, García Márquez, etc. Yo, por mi parte, le descubrí algunos escritores estadounidenses, como Charles Bukowski o Chester Himes. Recuerdo que un día me presenté con un ejemplar en tapa dura de La senda del perdedor, la novela en la que Bukowski narra sus desventuras durante su niñez y su primera adolescencia.
Toma, —le dije acercándole el paquete—. A ver si te gusta lo que hay dentro.
Pasado un tiempo, me dijo que ya lo había terminado.
Y qué te ha parecido?, quise saber.
Una gran novela y un gran novelista, —fue su conclusión.

Poco antes de la navidad de 1993, llegó como de costumbre al bar, a que le pagara su copa de solysombra y poniéndose muy serio me dijo:
Camarada, ayer por la noche vino la Muerte a verme.
Joder, Miguel, no seas pájaro de mal agüero, —le dije.
Tú sabes que yo con esas cosas no bromeo.
Vale, no te enfades, ¿y qué te dijo?
Me dijo que ya ha llegado mi hora, que me vaya preparando, que el día de navidad me tengo que ir con ella.
¿Y tú qué le dijiste a ella?, —seguí yo con la broma.
Le di las gracias por regalarme unos días más. Me dijo que los aprovechara, que eran para que me pudiera despedir de los amigos.
Pues de mí no te vas a despedir, —contesté un poco cabreado por aquella broma de mal gusto.
En las fiestas navideñas volví a mi casa a pasar unos días de vacaciones con mi familia. Cuando regresé a Granada tras el parón navideño, fui al bar, como solía hacer cada tarde, a tomar un café y leer el periódico y a reencontrarme con Miguel. Como veía que pasaban los minutos y el anciano no aparecía por allí, le pregunté al camarero.
¿Es que no lo sabes?, —preguntó.
¿Qué hay que saber?
El viejo ha muerto, —me dijo. El mismo Día de Navidad.
Y me contó la historia con pelos y señales. Al parecer, llevaba unos días en los que se sentía bastante mal. Así que había ido al médico y este le diagnosticó un cáncer galopante, que se había extendido inmisericorde por gran parte de su cuerpo. Todo había ocurrido con tal rapidez, que, según le había dicho el médico, ya no había nada que hacer. Ni corto ni perezoso, el bueno de Miguel se había suicidado, ahorcándose en una viga de su casa con su cinturón de cuero negro. Dejó la puerta de la calle abierta para que los vecinos pudieran entrar. Y los vecinos lo encontraron colgado de una viga de la cocina. A sus pies, un taburete tirado por el suelo y una fotografía en blanco y negro. Era de una mujer hermosa, de pelo largo, muy negro, y ojos profundos. Se la veía bailando un tango.
Le pregunté al camarero si había dejado una carta para el juez o algo así.
Qué va. Los jueces se la traían floja. Lo que sí hizo fue donar su cuerpo a la ciencia. Los de la Facultad de Medicina vinieron y se llevaron el cadáver. Ya sabes cómo era. Genio y figura.
Allí mismo, en aquel bar de mala muerte, me cagué en la puta madre que parió al cáncer y a la muerte y me maldije mil veces por haber sido tan cretino y no haber sabido entender las señales que me había ido dejando en las últimas semanas, sobre el día que me contó lo de la visita de la Muerte. Con una sonrisa en los labios, pedí dos copas de solysombra. Cogí una para tomarla a la memoria de mi amigo, aunque en mi vida había probado aquella bebida, y me la bebí de un solo trago. Dejé la otra encima del mostrador, por si acaso, a Miguel, aquella fría tarde del invierno granadino, se le ocurría volver.



 Rafael Calero Palma. Un mundo lleno de canciones de amor espantosas. Alhulía, 2014

viernes, 26 de agosto de 2016

5 poemas de CONTRA EL MIEDO de PABLO MÜLLER



«Los bolsillos de los abrigos

se comunican
con los inviernos anteriores.»
José María Cumbreño


El invierno pasado vivían más en la familia:
no había comenzado la estación de los funerales.
Las lluvias sí, una noche de marzo en la ciudad del norte,
las lluvias sí, una mañana de abril fría en la ciudad junto al río,
en el invierno pasado se iban las iras entre bolsillos rotos.

El invierno pasado vivían más en la familia,
y a la espera de la estación de los nacidos,
recojo las palabras en la corteza de los piesapos,
las risas de los niños que llenan los agujeros negros
de la memoria.

                    ***
«brindo
por los hombres y mujeres
que van soltando lastre»
Gsús Bonilla

Las mujeres en la familia hablaban después y despacio,
y el lugar de sus palabras era la despensa,
los hombres bebían vino,
tomaban café solo y fumaban cigarrillos,
iban a las guerras — las de dentro, las de fuera —
con las voces de las mujeres fabricaban las postas,
— devueltas en los cuerpos de los pichones —

Las mujeres en la familia hablaban
en los funerales, bajito, de los hombres muertos,
antes del tiempo de la palabra a la tarde,
y en aquellos duelos, noches, llegaban las sonrisas despacio,
después, para quedarse.

***


«Todos los aguijones dulces que salen de las manos,
todo ese afán de cerrar párpados, de echar obscuridad o sueño,»
Vicente Aleixandre

De niño quería ser soldado,
como otros hombres de la familia,
— que disparaban los domingos a las palomas —
Capitán Trueno, El Jabato,
hasta que en una librería encontré
Espadas como Labios.
Le dije a mi padre que quería ser poeta
y me dio una paliza,
— un golpe en el labio, un golpe en la mejilla, un golpe
en la nariz y sangre, y  otra vez en el labio,
— al ritmo de quien golpea pelota con pala en el frontón,
—, un golpe, labio, un golpe, mejilla, un golpe, nariz
y miedo.

Mi madre me llevó al baño y la sangre en la loza
escribió los versos, — recuerdo el ritmo de los golpes,
con el sonido alivio del agua corriendo,
con el sabor a sal de lágrima y sangre,
como un mar.

                 ***
«Tú ya estabas en mí
por eso fue tan fácil
reconocerte sobre el tapete verde del mundo,»
Antonio Orihuela

Estoy a punto de quedarme sin batería en el teléfono móvil y una angustia remota y conocida se instala en su lugar en el bolsillo. Hace frío. Hace noche. Vengo desde lejos, unos cien kilómetros de pérdida y busco algo para cenar.
Estoy a punto de quedarme sin tardenoche en la ciudad donde nací y es enero y este mes me cruza los colores del rojo para un paseo hambriento: «Tú ya estabas en mí, por eso fue tan fácil reconocerte…»
Estoy a punto de quedarme sin saldo de lenguaje, porque alrededor del retraso y de la lluvia con coches hay lenguaje con perro. Temo tanto a los perros. Y tú lejos.
Estoy a punto de quedarme sin voz, afónico en una madrugada de nieve en Gornji Vakuf, afónico en una madrugada de ginebra frente a la playa negra de marzo. Amo el asfalto de las ciudades contigo, el recuerdo de sus hoteles y tu palabra exacta.
Estoy a punto de quedarme sin noche, sin la respuesta de los escaparates, sin batería, con el fuego de las cancelaciones, sin libro que echarme al entendimiento, encontrada esta idea justo antes de la conciencia, defendiéndome de los perros del lenguaje con una cámara de fotos, esperando diligente el cambio del color de los semáforos, retratando la lluvia para que entre en nuestro idioma y empapar la alimaña que nos asusta.

                 ***
«Enamorado otra vez
del amor que llevo dentro»
Lois Pereiro

A José Carlos Valencia Lozano

Tenemos el amor dentro y en ocasiones,
sin saber qué hacer con él, hasta que se nos sale
como el reflujo y la botella que nos abre
y creíamos fiesta…
Tenemos marzo.
Para la ausencia tenemos el verano y el mar tranquilo del este,
para la presencia una construcción de la memoria esquiva,
en el centro espíritu, ese lugar sin materia y con el brío de los niños
que dejan de serlo:
una mariposa en un día de lluvia  con las alas mordidas
¿qué dentadura es capaz de tal mordisco?
¿qué puerta se abre para salir de la vida?
¿y cuándo salimos?
¿qué pasa cuando escucho todas las presencias?
— familia que entra en la vida y la habita —,
un cristal en medio que escucha nuestras muertes,
una muerte a mi alrededor tan física, tan áspera en su mano, tan sorda en su ruido, en las respiraciones, tan liviana de luz
cortinas al amanecer en los hoteles —,
rompernos la casa, la vida,
mi pan y mi tocino,
mis fotografías,
en las que salís vosotros,
en los trozos de libro que escribo,
en los que salís vosotros, testigos, 
algo así como, pasaba por aquí
y decidí hacerte una vista,
tanto tiempo,
qué nos ha pasado…


 Pablo Müller. Contra el miedo. Ed. Amargord, 2015