Otra vez,
como si se te llevara el viento; otra vez, amarrada a la huida; otra vez.
Tu
carne es fuga: corres hacia dentro; escapas a donde la oscuridad arde hasta
consumir todos los nombres o ser todos los nombres: tren, tiempo, hijos,
mañana, amor. De ese adentro me revisto, aunque tu cercanía —te ahíncas en mi
sombra— no desmienta tu inmaterialidad: luz sin clavículas, labios que sucumben,
horas diezmadas por la caducidad.
Otra
vez cosecho el bronce de la desaparición. Otra vez cemento y alas. Y los campos
interrumpidos por casas y silos que saludan nuestro alejarnos —aunque sigamos
en este sumidero de pasos, en el barro articulado de la megafonía— acompañan la
despedida con el alborozo indiferente de los árboles y el triunfo estéril de la
abnegación.
Un
pájaro se posa en la grupa del convoy, como las garcillas en el lomo de los
cebúes. Cobran los dedos la torpeza que infunde el miedo: su aliento es rocoso,
y jadean las uñas, soliviantadas. El silencio se endurece, pero se alza,
ingrávido: lo propaga la maquinaria colosal de las nubes y los inyectores. Todo
se detiene y se acelera: en el mismo punto, con idéntico temblor. Partir es
ulcerarse. Y yo, aunque no me mueva del andén, no parto menos que tú. La llaga
se ríe. La llaga cunde en las tripas.
El
reloj de la estación atrasa. Subes al vagón como si el vagón te creara. Cada
separación es un principio.
Las
cabezas que te flanquean no pertenecen a nadie. Ni las maletas, huérfanas como
cadáveres. No veo a gente, ni palabras, ni animales, sino raíles, aunque los
oculte el vientre abultado de la oruga; no veo tus ojos, que me miran con el
desvalimiento de un moribundo, sino su ausencia presente, su luminosa ceguera.
No dejo de ver, en cambio, el desbordamiento del día: sus astillas me acucian
como avispas. Y anticipo su maldad, que me perseguirá cuando respire y cuando
escriba, cuando me pregunte por qué respiro y por qué escribo, cuando todo lo
que he perdido se me amontone en los párpados, como una pira, y me estrangule
de impaciencia y amor.
Otra vez. Muchas: un eslabonamiento de humillaciones, como esta
monstruosa aleación que espera a que se desate algún mecanismo, igual que se
desata la golondrina de la copa del alcornoque y atempera el ardor del azul con
la fosforescencia blanquinegra de sus alas.
La
proximidad es una ofensa: de mamparas impenetrables, de sombras que esgrimen
cuchillas y alumbran lo que carece de cuerpo, pero se yergue. No puedo
vadearla. No sé conjurarla. Ya te has ido, pero estás aquí. Te sujeto. Te
embals(am)o. Te trago. Te nazco y te muero.
Otra
vez. Cuántas veces. ¿A qué nueva migración te sumarás, si todo se anuda a su
traición, si lo que se omite encarcela, si nada asegura la continuidad del
pecho, de los pechos, si en la inmensidad no hay espacio para tanta ruptura?
¿En qué tren se verificará tu desahucio, qué magnitud expresará tu contracción,
tu crecimiento contrayéndote, qué irradiación revelará el secreto de tu
resistencia y mi quebranto? ¿Dónde radicaré cuando caigas como una lluvia
urgente o como un cuerpo que librar a un enjambre de manos? ¿Y dónde te
asentarás tú, traída por la soledad y llevada por el sueño, con el centellear
de la noche a cuestas, con el tul de la desaparición enredándosete en los
tobillos?
Pasa
un vigilante para cerciorarse de que todo el mundo se aparte del tren. Yo me
aparto. Tú sigues sentada en una penumbra ergonómica y una butaca ignífuga.
Miro al frente, por donde se te tragarán los pilares del acueducto, almenados
por cigüeñas, por donde fluirán la electricidad, el hierro, la turbia
transparencia de tus medias y su promesa de feliz desnudamiento.
Otra vez. Tantas veces. Aún estás
aquí, pero ya amo tu vacío. La espesura se redondea, como el firmamento, como
la marquesina bajo la que espero, bajo la que llevo esperando toda la vida, que
desvía la cascada del sol a los descampados y las casas baratas.
Las
cosas se ahondan en sí, excitadas por la inminencia de su mudanza, y se asoman después
a su confín: a la contracción que las ratifica y las ramifica. Su combustión es
convulsa como una navaja. Cuando arremeten contra lo que las rodea, sudan, mueren.
Te
has marchado. Otra vez. En el andén apenas quedamos el vigilante y yo. Otra
golondrina sobrevuela los raíles que brillan, desamparados, bajo la lluvia
solar. No sé por qué te digo adiós con la mano: no puedes verme.
(Poema V
de Tú no morirás). Eduardo Moga. Ed. Pre-textos, 2021
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