Fueron días radiantes.
Del otro lado del umbral,
atronaban banderas en balcones,
tranvías y paredes.
Pañuelos en los cuellos.
Pintadas en los coches.
La Historia, esa madre distante y exigente,
bajó a la calle con sus grandes tetas
al aire y dispuestas para todos.
Luego, entre un estruendo de certezas,
los puentes cederían a la excesiva tensión;
quedamos nuevamente de este lado,
entre los despojos retorcidos
-escoria de plata, cabezas de Medusa,
troncos de un olivar efímero.
Luego, a la embriaguez le sucedieron
los rigores de a diario;
los incendios
en las ramas de todos los rosales se apagaron.
Luego, en fin, el invierno
y aquel entierro cuyo luto
serpenteó por toda Barcelona
-sobre el clamor de puños
y banderas rasgadas,
negras tormentas llovieron aquel día;
llovieron tenazmente, con una precisión
de símbolo. La ciudad para entonces era
un enorme rescoldo.
Vimos pasar la caja
a hombros de adustos milicianos
y fue en vano que pusieran su nombre
de difunto ecuménico
a una avenida que conduce al mar
pues por otra se iba yendo todo,
todo ya se perdía,
mejor: otra vez,
otra vez nos lo robaban.
Mateo Rello. A lomos de salamandra. La Garúa Libros. Barcelona, 2009.
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