Eran
seis:
cuatro
tíos y dos tías.
El
mayor tenía veintiún años.
Se
habían puesto de todo, todos,
menos
de pie:
pastis,
farlopa, especial k…
Dije
todos. Todos no. Beacon no.
Yo
solo
bebo,
decía.
Yo
estaba con ellos, como ellos,
enjabonado,
uno más,
en
la terraza de La Fabrika,
la
discoteca de funk, dance y hip
hop,
un domingo de octubre,
a
eso del mediodía.
Qué,
poeta, ¿nos metemos una de speeed?
Me
lo preguntó uno de los chavalitos,
uno
que llevaba un piercing en el labio,
uno
que no recuerdo ahora mismo cómo
se
llamaba porque supongo que ya sabrás
que
el consumo ocasional de MDMA
produce
pérdida de memoria reciente.
Sacó
la cartera, una tarjeta, la bolsita
con
el material y preparó siete rayas.
La
tía que estaba sentada a mi lado,
y de
la que tampoco recuerdo el nombre
porque
imagino que también estarás informado
que
el consumo prolongado de éxtasis
provoca
daños irreparables en el cerebro,
bueno,
pues la tía esa, digo,
en
un arrebato de sinceridad, va y dice:
¡Pero
qué
guapo
eres,
tío!
No
lo decía por mí, sin embargo. No.
Yo
tengo
treinta
y ocho años. A los veintiuno
estaba
en la cárcel.
David González
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