Es el mejor resumen que yo he
escuchado. Una canción. Apenas dos minutos y medio. Manu Chao. Año 1998. “Solo
voy con mi pena. Sola va mi condena”. En esos sencillos versos se condensa uno
de los principales problemas mundiales del s. XXI. La inmigración. La inhumana
desigualdad del sistema capitalista. El norte rico y el sur pobre. Las Mafias y
la extrema derecha. El miedo al diferente. Las migajas de la clase media. “Me
dicen el clandestino por no llevar papel”.
Existen alrededor de 120 millones
de refugiados en el mundo, según ACNUR. Personas, mujeres, hombres y niños, que
huyen de la guerra, de la persecución política, del hambre. Personas, mujeres,
hombres y niños – repito – que dejan casa, familiares y amigos para embarcarse
en un viaje de miles de kilómetros y de futuro incierto, donde espera la muerte
muchas veces, y el abuso, la violencia y el sufrimiento casi todas. Personas,
mujeres, hombres y niños – repito una vez más – que no son recipientes vacíos,
no son solo un amasijo de piel y huesos; piensan, sienten, ríen, lloran,
aciertan y se equivocan, tienen una vida, en definitiva, ni más ni menos que
las personas que esperan en esos países extraños a los que llegan para
convertirse en extranjeros, ilegales, ciudadanos de segunda, clandestinos.
Europa, Reino Unido, EE. UU., son el paraíso, la utopía, la sociedad sin
mácula, el epítome del progreso y la libertad. África, América latina, son el
submundo de donde una legión de infraseres (terroristas, delincuentes,
asesinos, violadores) emerge del lodo, de las alcantarillas del planeta, para
robarte el trabajo, las ayudas, tu cultura, y después de comerse a tu mascota,
instaurar un nuevo reino donde Mordor parezca un mal chiste a su lado.
Creo que Trump, Meloni, Bannon,
Abascal o Feijóo aplaudirían estas últimas líneas. Les ha costado mucho
implementar eso que el posmodernismo ha dado en llamar “el relato”, en su caso,
hacer pasar por algo natural lo que no es ni más ni menos que el fascismo tosco
y criminal de hace 100 años, la solución final de los nazis, sin uniforme ni
bigotillo, pero con traje y corbata (y pelo naranja). Así que me los imagino
sonriendo, con copa y puro en algún reservado de lujo (y sin cobertura),
gastando bromas con los CEOS de las empresas más importantes, sin el disfraz, a
refugio y sin embargo desatados, comprobando como las clases medias de las
sociedades avanzadas han comprado el marco y se están comiendo el cuadro
entero.
Hace poco escuché al periodista
Quique Peinado contar cómo bajó una tarde a tomar un café en su barrio,
Vallecas, y le atendió una camarera sudamericana que lucía orgullosa en su
muñeca una pulsera con el logo de VOX. “Nos vamos a tomar por culo”, concluyó
el periodista. Creo que no hay ejemplo más claro del triunfo de ese “relato”
que decía más arriba. Y la verdad es que esa anécdota me hizo pensar y observar
cómo era el día a día a mi alrededor. Una chica dominicana cuida a mi abuela.
Una camarera peruana me sirve el almuerzo en la pausa del trabajo. Unos chicos
colombianos me están reformando el baño. Y mientras una mujer boliviana limpia
mi casa, bajo a comprar fruta en la tienda de los pakistaníes y pinzas en el
“chino” de la esquina. Africanos, latinos y asiáticos vienen a “mí país” a
robarme el trabajo y quedarse con las ayudas (sí, la contradicción es
admisible), ocupan las pistas de fútbol de los polideportivos y violan a las
mujeres en manada, sobre todo si son menores. Mi vida y el relato se
entrecruzan en una especie de juego de espejos donde ya parece imposible
separar la realidad de su reflejo perverso, como si todos tuviéramos un
“doppelgänger” que embarrara el terreno de juego y nos hiciera perder de vista
dónde está la portería y quién domina el balón.
Mi día a día. Tu día a día. El día
a día de todes. “Relato o Muerte” corean desde el paleolítico del s. XXI.
Consignas, nuevas palabras o palabras antiguas que ahora significan otra cosa,
marcan la agenda, construyen discursos y muros externos e internos, nos
envenenan la sangre y dibujan un futuro repetido tantas veces que ha perdido ya
toda fuerza revolucionaria. El último contra el penúltimo. No han inventado
nada y aun así les funciona.
Recuerdo a Giorgia Meloni, la
primera ministra italiana, gritar como una escuadrista algo pasada de birra Moretti
lo orgullosa que estaba de ser mujer, madre y cristiana. Le faltó añadir “y
fascista”, pero no le hacía falta, porque de eso no tenía ningún complejo. ¿Y
qué tiene de cristiano construir un campo de concentración en Albania para los
inmigrantes que expulsa de Italia? ¿O pagar a la arruinada Túnez millones de
euros para que haga de policía fronteriza con la inmigración subsahariana y
envíe a morir en el desierto a miles y miles de - una vez más - personas,
hombres, mujeres y niños? La ruta del Mediterráneo Central cerrada, Von Der
Leyen aplaudiendo aliviada y mientras tanto las Islas Canarias sobrepasadas por
el aumento de la inmigración de la ruta del mediterráneo occidental como
consecuencia de las maniobras de la rubia groupie de Mussolini. Y el relato
saltando de móvil en móvil y de televisor en televisor como decían que hacían
las ardillas en este país tiempo ha, de árbol en árbol y sin tocar el suelo.
En definitiva, el inmigrante como
problema. O como gasolina para el relato. O como chivo expiatorio. La derecha
política lo ha entendido perfectamente mientras la izquierda se rompe o la
rompen en mil pedazos y sucumbe por incomparecencia. Con el terreno despejado,
las mentiras ni siquiera tienen que disimular. Como en esa viñeta en la que una
niña le reprocha a su padre, que está mirando el televisor, que lo que están
contando es falso, a lo que su progenitor responde: ¡cómo va a ser mentira si
dice lo que yo pienso!
“La falta de esperanza”, me dijo
hace poco un buen amigo cuando le pregunté como podía ser que cayéramos en una
trampa tan burda. “La gente ha perdido toda esperanza y le da igual ya todo”.
La vivienda, el aumento de los precios, la covid y el confinamiento, la crisis
energética… El capitalismo exhalando sus últimos suspiros y los monstruos de
Gramsci apareciendo por centenares alrededor del mundo. “Tú enganchado al
fentanilo y que piense la big data”, cantan los geniales Def con Dos en su
último disco. Nada más esclarecedor para definir a la vieja Europa mientras la
marea arrastra cadáveres de niños a nuestras playas.
“Soy una raya en el mar/ fantasma
en la gran ciudad/ mi vida va prohibida/ dice la autoridad”, cantaba Manu Chao,
mientras se reían de sus pintas y del multiculturalismo. Veintipico años
después nos gobiernan los del saludo romano con los votos de las clases medias
desclasadas y temerosas de perder lo poco que tienen, a manos de las hordas
salvajes de inmigrantes que nos invaden.
Y a mí esta historia me suena..
Zumbirock @zumbirock
gracias al fanzine INFIERNO SUAVE, Nº. 22. 2024 por dejarnos reproducir el texto. Si estás interesado en el mismo ponte en contacto aquí: infierno_suave@hotmail.com
También en: Instagram: @
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