Entre 1900-1902, Arthur
Evans, llevado por el entusiasmo y su magnífica formación en lenguas clásicas,
emprende la excavación del Palacio de Cnosos, reconstruyendo, con cemento
armado y pintura, varios pisos.
Las pinturas murales que se
conservan, entre ellas La parisina y El príncipe de los lirios, son,
en realidad, trabajos donde no se sabe muy bien dónde termina la mano del
artista cretense y dónde empieza la de los hermanos Gilliéron, que audazmente embellecieron
los mal conservados restos inspirándose en la glíptica cretense. En Raison
présente, Pierre Vidal-Naquet se queja de hasta qué punto no están
presentes en Cnossos, más que el arte minoico, el de los afamados ballets rusos
de principio del siglo XX.
Las críticas al trabajo de
Evans no terminan aquí, en realidad se extienden entre los colegas de toda la
segunda mitad del siglo XX y se generalizan al resto de los aficionados a la
arqueología de ese tiempo. Pero, ¿cuánto había, en realidad, en estos filólogos
más de poetas que de arqueólogos? El palacio de Cnosos, Creta y hasta el arte
minoico le deben más a Evans que a cualquiera de los siguientes investigadores
que trabajaron sobre el período y, lo que es aún más fuerte, más que a sí
mismos, pues, independientemente de lo que pudo haber sido aquella sociedad, el
relato de Evans ha lastrado y lastrará cualquier otro que quiera plantear una
alternativa al mismo; por muy científica que sea, tendrá primero que
enfrentarse con esa ficción.
Aedos, demiurgos, adivinos,
heraldos y brujos curanderos, una hermosa cofradía que atravesó los siglos
disfrazada de sacerdotes, herreros, ingenieros, arquitectos, médicos,
escultores, pintores, escritores, arqueólogos..., ¿dónde comienza la destreza
técnica y dónde termina la hazaña mágica? Personajes ambulantes que dedican su
vida a ordenar el mundo, íntimos del tiempo antiguo, la edad heroica, el tiempo
primordial y originario del que ellos tienen una experiencia inmediata, pero
que no son capaces de organizar ni mucho menos traducir más que como huellas
que presentan enriquecidas de otras experiencias que sí les son familiares,
racionales y, sobre todo, contemporáneas.
En Le défi cybernétique,
André Robinet nos recuerda que la conciencia no es más que un islote extraviado
en “la inmensidad de los procesos inconscientes”, que el pensamiento no se
agota en el lenguaje, siendo el discurso comunicable una disminución de la
velocidad del pensamiento, un residuo del lenguaje interno que puede tanto
optimizar el significante como esquematizar el significado, pero que, en
cualquier caso, el más hermoso arreglo es semejante a un montón de basuras
juntadas al azar.
“Ya he sido, antaño, un
muchacho y una muchacha, un bosquecillo, un pájaro y un pez mudo en el mar.”
Hermosos montones de basura, diría Empédocles de Agrigento.
Que Hefestos, patrón de todos
ellos, fuera feo y contrahecho acaso sea la mejor metáfora de esa relación
entre medios y fines que preside toda la vida de estos personajes.
Antonio Orihuela. La caja verde de Duchamp y otras estampas cifradas. Ed. El Desvelo. Santander, 2016
contacto: http://www.eldesvelo.com/
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