Un día al año, solo uno,
las mujeres abandonan las casas
y se reúnen alrededor de la más vieja,
junto al taray que hay al otro lado de la loma,
donde ya el campo es bosque y no hay sitio para los
sembrados,
donde las besanas no llegan.
Ahí están en círculo
y beben y cantan con la boca bien abierta
y se besan en todo el
cuerpo
y se suben las faldas
y se tocan sin pudor
y se abren las camisas, rotos los ojales,
con los pechos al raso se lamen los pezones
y se agarran las nucas las unas a las otras,
sin más orden que el suyo,
y se muerden con los labios el vello.
Ríen a bocajarro y fuman tabaco negro
o se acodan sobre sus rodillas al acuclillarse.
Recitan letanías viejas para que este año traiga menos
golpes,
más pan,
menos aliento a vino vinagre,
más alacenas llenas con chorizos orondos y tocinos en
salazón,
menos manos con olor a estiércol sobre sus piernas,
más agua en primavera,
menos facas abiertas sobre la mesita,
más bocas para llenar con sus pechos de amapola,
menos barbas desollando
su cuerpo,
más caricias de espliego,
menos alpargatas viejas sobre el banco de piedra del
alfeizar,
más paseos descalzas sobre la hierba a la amanecida
cuando el rocío se
abraza a las briznas.
Una vez al año son ellas las que desaparecen
y surgen cuando el sol,
como un aquelarre al que los hombres temen
y esa noche se besan y rezan,
se cantan y aman,
se rodean y abrazan,
se miran a los ojos y se miran sin miedo.
La
señorita Isa hace años que no sale de casa.
Se
cuenta en el pueblo que de golpe
se
le fueron las fuerzas de la parte derecha
y se
le quedó tan tieso el cuerpo
como
el castaño pegado a la carretera levantado entre las carrascas
y
que un rayo quemó por medio.
Tiene
una mano subida sobre el hombro,
los
dedos se le clavan en las palmas
y
cae un hilillo de sangre que le mancha el cuello.
Las
uñas largas, la muñeca inmovil.
Sólo
se toca la oreja cuando tiene hambre
y
tose el agua que le dan con un paño mojado.
Su
vientre suena a bota medio llena de vino
cuando
la giran para sacarle la carne muerta
que
le ha anidado atrás, bajo la espalda.
Tan
guapa era y ahora anda con la cara girada de lado
y le
sube desde la comisura del labio
un
gusano blanco de saliva tibia que se hace capullo
cerca
del diente que aún le queda.
Si
viene visita la limpian,
le
lavan el pelo con vinagre para sacar los piojos que le besan la cabeza con ira,
le
cambian la ropa y la visten como si decorasen a un juguete viejo,
pero
sigue oliendo a cadáver su carne blanca y viva.
No
hay palabras que griten la pena, si acaso,
cuando
se le hunde el ser en el pecho,
zurea
con la boca medio abierta un gemido tenue como un rama desgajada.
El
señorito ya ni la mira,
no
sabe si está o si sigue no estando,
se
lleva a la habitación a jóvenes criadas
que
se abren de piernas y cierran los ojos
para
no ver su lengua roja por el vino,
la
gota de sudor que cae desde su nariz córvida,
el
asco que causa el olor pútrido de su saliva,
el
quemazón de su semen sobre las ingles.
La
Señorita Isa se ha convertido en un cojín sobre la cama
lleno
de hueso y víscera,
respira
casi sin ganas,
con
el gesto de espanto ovillado en un rictus cerúleo.
Ángel Rodríguez López. La gavia. Ed. Maolí, 2016. (2ª Ed.)
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