A bocados,
la muerte nos susurra al oído.
En el sueño interrumpido
por la ola de calor
y los ruidos de la calle.
En la agitación
o el pálpito
de la inquietud que provoca
la lejanía del
instinto.
En la incomprensión,
la rabia y la frustración
de las primeras noticias.
A bocados,
arrancamos trozos a la vida.
En las miradas cómplices
o el infraleve pulso al apretar,
algo más fuerte de lo normal,
tu mano con la mía.
En la voz al otro lado
del auricular del teléfono,
a pesar de las interferencias.
A bocados, la muerte
se empeña en estar presente.
En el bullicio sollozante
de la sala de espera.
En el silencio de los rostros
cansados.
En las tribulaciones internas
de quienes mastican
despacio, y hacia adentro,
sus vaticinios personales.
En las mentiras piadosas.
La rabia, los colmillos,
las fauces con ansia de vida.
La serenidad,
la huella tranquila
de la asunción de lo inesperado.
El desconsuelo,
que siempre será
desconsuelo.
Las letras,
los códigos binarios,
los planes de futuro.
Los compromisos, el éxito,
los sueños,
capa a capa,
arrojados al suelo
como el camisón.
Revueltos,
y en la noche,
henchidos de pasión y esencia,
arrancándonos la muerte.
Tú y yo.
Aquí y ahora.
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