La
lluvia
El viento
hizo sus últimos destrozos en las inmediaciones del cabezo de los Mellizos y se
alejó de la Isla
buscando los pinares de La
Redondela. Pero dejó el cielo encapotado y una lluvia fina.
Una especie de filtración de neblina transparente envolvió los retamales.
- En
cuanto se recupere del gripazo, estamos tirando para la casa del tío Merengue a
jugarnos una partida de paulo, le dijo el Búho sonriente al tío Timoné.
El tío
Timoné volvió a cerrar los ojos, la fiebre le empujaba a soñar y el calor del
pajar, los remedios caseros de la tía Amalia y la música de la lluvia en el
tejado, le invitaba a una deseada
somnolencia.
Cuando la
tierra se harta de agua, la devuelve con cara de resaca de tres días. Primero
la celebra con brotes de hierbas finas. Después la mima para que las plantas
crezcan y puedan lucirse ante el sol. Y por último se aburre de tanta humedad y
termina a bofetadas limpias. Una lluvia mansa y juguetona amenizaba los sueños
del tío Timoné.
El poeta de las retamas escribe sobre los juegos
Las horas
más felices son las que no se recuerdan y de pronto brotan como una alucinación
de la tierra.
En los
atardeceres del verano nos escapábamos de casa y nos íbamos a jugar al bolinche
al muro de la Mojarra. El
Coloraito, el Tanguito y yo nos llevábamos jugando hasta las tantonas y no nos
largábamos mientras hubiese claridad para distinguir el hoyuelo en el fango.
Una de las tardes, a lo lejos, entre las retamas de la adelfa de la tía
Angustia, nos sorprendió un ruido de caballo a galope y nos quedamos mudos,
mirándonos unos a otros, hipnotizados por el miedo y con las capacidades de
reacción aletargadas.
- ¡Al
muro!, gritó el Tanguito.
Y salimos
corriendo como si nos persiguiera un enjambre de abejas.
El jinete
de la capa negra se acercó al muro a galope tendido. Nosotros, escondidos en la
zapata del muro, espiábamos, con la respiración cortada, al enigmático jinete.
Presentíamos que el caballo no iba a cabalgar por el muro, dada la poca anchura
de éste. Efectivamente, relinchó alzándose de patas varias veces y reculó para
atrás.
-
¡Volveré!, gritó el jinete.
Y la voz
retumbó de caño en caño y se extendió por la inmensidad de las marismas.
Los que no
volvimos a jugar al bolinche en el muro de la Mojarra fuimos nosotros.
El columpio
El tío
Gumersindo Filomena tenía fama de alegre en la Isla , su instrumento preferido era la bandurria y
la tocaba como los ángeles de los navazos, de oído. Ninguno de los nietos salieron
a él, aunque bien que lo intentó. A alguno de ellos no le entraban las notas
musicales ni con un embudo a presión. Nada más que tenían que correr la voz por
la Isla de que
el domingo el tío Gumersindo Filomena ponía un columpio y ya la fiesta estaba
en marcha: varias garrafas de vino, aceitunas, limonadas para las mujeres y los
niños, y a saltar, cantar y bailar...
Pero para
los niños la atracción de la fiesta, no era la bandurria, ni el mecerse en el columpio, ni tan siquiera la rica
limonada. La atracción de la fiesta era ver llegar al tío Manuel el Perol
montado en la burra Negra con las piernas colgando por el suelo. Nunca supimos
a qué atenernos, si el tío Manuel el Perol venía andando encima de la burra
Negra o la burra Negra se le había colado entre las piernas.
El Tío Zapatero
- Mañana
tendremos duelo de pájaros, dijo el tío Timoné, al divisar la casa del tío
Zapatero.
El tío
Zapatero montó un negocio de recogida de botellas. Pagaba el casco de cerveza a
dos perrachica la pieza y el de refresco a una perrachica. Y tenía a los
chiquillos todos los fines de semana recorriendo las esterqueras de la Isla. La experiencia fue
gratificante para algunos porque tuvieron las colecciones de toreros y chapas
más admiradas del contorno.
Pero la
genialidad más divertida de aquel pésimo negocio la ofreció el tío Zapatero una
tarde mientras contaban los cascos que los chiquillos traían en los sacos.
- Os vais a
reír sobrinos... Al principio de llegar las radios a la Isla compré una en Casa
Jopeja y a la semana fui a cambiarla porque no cantaba Antonio Molina. Pero aún
hay más, el récord lo batió el tío Angel Mastopa y, en su caso, quién no
cantaba era la Paquera
de Jerez.
Duelo de pájaros
Duelo de pájaros
La partida
de cartas se presentía en la Isla
desde los confines de las noches de los primeros vendavales. Antes de que las
puertas principales de las casas se atrancaran por mor de las fuertes rachas de
viento y los niños acarrearan haces de leña seca para las cuadras. Mucho antes
de que las hormigas tomaran energías caloríficas en las puertas de los
hormigueros previniendo las lluvias. Muchísimo antes de que los pájaros se
alejaran de las barcias buscando el abrigo de las retamas en los cabezos. Pero
las piezas del puzle fueron encajando el día que el tío Merengue se fue de
cartas por los zampuzos de los poblados cercanos y se volvió invisible con los
debidos alborotos del loro ilustrado. Desde aquel día, todos los entendidos en
la materia esperaban ansiosos el desenlace del duelo entre pájaros. Era un
duelo entre la astucia comedida del Búho y la prepotencia alborotadora del Loro.
Varios días antes de que la comitiva enfilara el camino del Mono para pernoctar
en el cuarto de los invitados del tío Merengue, el pajar, ya este tenía
preparado el cuarto de los bailes para la esperada partida. Una mesa de pino a
prueba de golpes, seis sillas de enea de fabricación casera, varias sillas
pequeñas para los curiosos, dos garrafas de vino blanco, un cartón de
veinticuatro cajetillas de tabaco rubio de contrabando y una ristra de
morcillas para sobrellevar el desenlace de la partida.
Los saludos,
abrazos y comentarios de rigor duraron lo que tarda en retumbar el trueno
después del fusilazo, sobraba noche para comentar, disparatar, filosofar y
hasta para mosquearse. La partida empezó eufórica para el tío Merengue, el Loro
gritaba, reía y aplaudía alborotado y la humedad corrosiva de tantos días de
lluvia se iba impregnando en el paladar del tío Timoné.
- La
primera partida es para los mirones, comentó complaciente el Búho.
La segunda
partida giró sobre el mismo eje de la anterior. El Loro seguía hablador y
dicharachero. La noche le relumbraba al tío Merengue en las manos.
- La
segunda partida es para entrar en calor, comentó risueño el Búho.
La tercera
partida, en un alarde de valentía el tío Merengue, se la jugó al encarte y la
salida del compañero le picó a copas. El Loro bailaba, saltaba entusiasmado en
los hombros de sus adeptos y presentía una barrida limpia y en toda regla.
- Los
gitanos no quieren buenos principios, sentenció el Búho.
La
confianza le jugó al tío Merengue una mala pasada cuando creía que tenía todas
las cartas en las manos.
- Envío,
dijo el tío Merengue.
- ¿Tú que
vas a jugar?, le contestó el tío Timoné.
- A la
suerte le llaman saber, comentó altanero el Loro.
A la
quinta partida cambiaron las cartas de color y el tío Timoné se la llevó de
calle.
- Las
cartas y las mujeres se van con quiénes quieren, comentó afligido el Loro.
Y en las
posteriores partidas el tío Timoné se fue creciendo en el oleaje de los
triunfos, machacando partida tras partida a un tío Merengue desorientado en el
barullo de los envíos e inseguro por el cariz que iba tomando la noche.
- Un burro
cargado de libros es un maestro, apostilló malhumorado el Loro.
- No te
sofoques Loro, que aún pueden darse las sardinas de alba, le contestó comedido
el Búho.
Empezó a
llover mansamente con las claras del día, ya por ése entonces la partida estaba
claramente definida para el tío Timoné. El Loro tuvo muy mal perder y se marchó
malhumorado a encerrarse de por vida en la jaula, no superó la derrota. El tío
Merengue y el tío Timoné cerraron la partida con un fuerte abrazo.
-
Compadre, ahora puedo morir tranquilo, dijo el tío Timoné.
- Aún no
cante victoria compadre, una buena marea llena el sapal, le contestó el tío
Merengue.
Eladio Orta. La isla de las retamas. Ed. Baile del Sol, 2013
Fotografía de Juan Sánchez Amorós
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