“Incluir
conciencia ecológica en nuestras decisiones políticas significa incluir tanta
muerte como podamos gestionar, y en tantas modalidades diferentes (psíquica,
filosófica, social) como nos resulte posible”, ha escrito Timothy Morton.
Huelga decir que esto no es plato de gusto para nadie, y que nuestras
sociedades se defienden con uñas y dientes frente a esas perspectivas
“catastrofistas”. Asumir de verdad la condición humana y la situación social en
el siglo XXI (yo lo llamo desde hace años el Siglo de la Gran Prueba) implica:
no puedes seguir haciendo prácticamente nada de lo que haces como lo has venido
haciendo hasta ahora. Incluyendo volar, usar automóviles, comer carne, tener
(varios) hijos, quemar combustibles fósiles, u organizar la vida económica de
la entera sociedad.
Como
resulta abrumador, en general apartamos la vista de semejantes perspectivas, y
nos dedicamos a actividades compensatorias (Odo Marquard: somos Homo compensator) –cuando no nos
instalamos directamente en el cinismo y la denegación.
El
ensayista estadounidense Roy Scranton escribe en la Red: “No asustar a la gente
con el cambio climático significa no decir la verdad sobre el cambio climático.
Es así de simple. La situación es aterradora, cataclísmica, urgente; y está fuera
de nuestro control. Cualquier cosa menos que eso sólo son paparruchas.”[1] Y a
continuación cita a James Baldwin: “No todo aquello que se afronta se puede
cambiar. Pero nada se puede cambiar hasta que se afronte. (...) La mayoría de
nosotros estamos tan ansiosos por cambiar como lo estábamos por venir a este
mundo, y sobrellevamos nuestros cambios en un estado de shock similar”.
Un
interlocutor le responde: “Lo que realmente me sorprende, y no lo entiendo por
más vueltas que le doy, es que de alguna manera esto se convirtió en un
problema de derecha contra izquierda. ¿Cómo sucedió?” Ay, amigos y amigas… Y
sin embargo nada más fácil de entender. Cuando se comenzó a poner sobre la mesa
la cuestión del calentamiento global como un elemento de la crisis
civilizatoria, en los años setenta, se hizo evidente para todo el que analizase
la cuestión sin prejuicios (a partir del informe The Limits to Growth de 1972, por ejemplo) que se trataba de un
problema sistémico. Y que abordarlo
de verdad significaba poner en entredicho el capitalismo. Las clases dominantes
lo vieron, y eso fue uno de los elementos de la reacción neoliberal que se
llevó el gato al agua en los setenta-ochenta. Los verdes, para los
beneficiarios del capitalismo, eran los nuevos rojos (la metáfora de la
sandía): y verdes consecuentes, y rojos consecuentes, fueron combatidos con el
mismo tesón.
Jorge Riechmann. Otro fin del mundo es posible, decían los compañeros. Sobre transiciones ecosociales, colapsos y la imposibilidad de lo necesario. MRA Ediciones. 2019
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