Ha
muerto Antidio Cabal, uno de los más grandes poetas en lengua española y, por
consiguiente, un perfecto desconocido. Ha muerto Antidio Cabal, mi querido
Antidio, la inteligencia hecha poesía se nos ha ido este día de difuntos
inolvidables. Busco en las agencias de noticias, en el periódico, en la radio,
busco la noticia de su muerte, de la muerte de este poeta absolutamente
desconocido. Nada. Antidio Cabal ha muerto para mi, para su familia, para los
que le quisieron y desde hoy le echaremos tanto de menos como igualmente
volveremos sobre sus libros, sus poemas, su pensamiento raudal, cósmico e
infinito. No sé qué más decir. Los que habéis pasado por el trance de la muerte
de un ser de luz, de belleza y de bondad infinitas ya sabéis de lo que hablo.
Los que habéis tenido la suerte de leer sus poemas ya sabéis del dolor que
significa esta pérdida, su familia sabe de lo que hablo en esta lejanía de
España.
Conocí
a Antidio Cabal en la primavera de 2004. Los hados tuvieron a bien sentarme a
cenar en una mesa con él y con Antonio Jiménez Paz, mi querido Antoñito que, al
igual que yo, tampoco sabrá bien en esta hora como rumiar esta pena. Antonio
tenía devoción por el poeta y a él le dedicó buena parte de sus últimos años
preparando la que iba a ser obra magna, total, la publicación de todos sus
libros en la editorial Idea. Creo que por aquel entonces hablaban de ello o era
aún un proyecto en ciernes. Hasta ese momento Antidio apenas había publicado
nada en España y muy poco en sus otras patrias: Venezuela, Costa Rica, Nicaragua…
lugares de su encanto y su amor en los que vivió la mayor parte de su vida. De
aquel proyecto salieron, que yo recuerde, once libros y alguno más suelto que
se publicaron en las Islas Canarias hasta que el proyecto se frustró de manera
brusca y definitiva. La impresión que me llevé de aquel poeta de maneras
educadas y exquisitas, de hablar templado y cálido, de su viva inteligencia y
su porte magnífico no pudo ser mejor. Luego, cuando me mandó sus libros, la
impresión se vio confirmada sobradamente, había descubierto no solo a un gran
poeta, también a un maestro del que admirar, saborear e interiorizar sus
palabras y, más allá de eso, también a una persona dispuesta a regalarme su
sabiduría natural, su amistad y su aprecio sin fin.
Unos
años después de aquel encuentro, Antidio nos invitó a Antonio Jiménez Paz y a
mí a visitarle en Costa Rica. La universidad de allá iba a homenajear al poeta
y él quería que estuviéramos junto a él en aquel homenaje. Antonio Jiménez Paz
acudió además con parte de esos libros que prometían sacar al poeta del
ostracismo en que había vivido para las letras españolas.
Fueron unos días deliciosos. Antidio nos
agasajó en su casa de Heredia y hasta tuvo ánimos para llevarme a ver los
volcanes y conocer ese maravilloso país que, finalmente, le había acogido como
propio. Después vinieron cartas, correos, proyectos, encuentros anhelantes y no
cumplidos. Libros que publicábamos y que intercambiábamos con fervor juvenil.
Finalmente,
nos volvimos a ver en España, este verano. Quería venir a los encuentros de
Voces del Extremo, otra de sus ilusiones tan largamente acariciada como
aplazada por su enfermedad. Sin embargo, todo parecía conjurarse para que este
julio fuera el de Antidio en Moguer, en la Fundación Juan Ramón Jiménez, donde
ya lo esperábamos para que cerrara los encuentros con sus versos y su carisma
sin igual. Un problema con los pasajes lo impidió también esta vez. No así su visita
a Moguer, a donde llegó después de un viaje interminable desde Alicante en autobús
en compañía de su esposa y su hija. Lo recogí en Sevilla, roto, agotado, tenía
86 años y la enfermedad había seguido haciendo estragos en él, pero aún así
recuerdo la calidez de su abrazo y su sonrisa congelada en la tarde tórrida de
Sevilla. En Moguer acudimos al Festival de Cante Jondo, Antidio quería
reencontrarse con el flamenco y con un pasado muy lejano que aquellos cantes
evocaban en su memoria. Visitamos la tumba de Juan Ramón y Zenobia otra tarde
de calor estival, le leí, no sé si a él o al poeta de Moguer esa elegía
magnífica sin afeites que es “El viaje definitivo”, no se lo dije entonces,
pero viéndole, los más negros presentimientos me venían a la mente, terminé el
poema ante el silencio de todos, Antidio era la inteligencia personificada, yo
creo que él supo que esa lectura era mi manera de despedirme de él, la manera
de hablar y decir adiós de los que no sabemos hablar ni decir adiós a los
amigos porque los amigos nunca se van definitivamente. Después marchamos a
Fuentepiña, a acompañar un rato a Platero en su tumba y ver caer la tarde roja
por detrás del pueblo blanco. Antidio ocultaba su cansancio, su fatiga, su
cuerpo que se rendía a cada paso y que el trataba de contrarrestar con una
expectación y una ilusión casi infantiles. Qué enorme resistente, qué entereza
de hombre contenía al poeta, qué ganas de estar y sentir sin fin, a raudales,
le vivían por dentro. Fueron unos días inolvidables, en el fresco del patio de
la casa oyéndole desgranar historias de las que ya él era el único
superviviente, en las márgenes del Lago de Proserpina contemplando la belleza
de la noche romana, y todo esto cada vez
más cansado, más agotado, más memoria viva de un pasado que ya solo era suyo
pero que compartía como si todos aquellos muertos fueran también de todos
nosotros. Seguimos rumbo a Cáceres, Antidio quería ver Cáceres, tenía, decía,
una deuda de juventud con la ciudad. Una deuda que ya no podrá ser saldada,
como tampoco lo fue entonces. Vimos Cáceres desde el coche, camino de
Salamanca. Cada vez más cansado, cada vez más abandonado de sí. Allí nos
despedimos prometiéndonos vernos el próximo verano. Nos veremos, querido
Antidio, claro que sí, porque ninguno de los dos dijo cuando llega el próximo
verano. Antes de despedirnos, me dijiste que te recordara un chiste que te
había contado días antes, en realidad un poema de Francisco Ruano que tampoco
era inocente, y que era en sí otra prueba para la sensibilidad y el pensar de
un poeta racionalista, agnóstico y panteísta como tú, seguro que ya sabes la
solución, por la forma en que te dejé riendo, tal vez la supieras ya entonces.
Descansa en paz, Antidio Cabal.
Antonio Orihuela
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