El médico y eclesiástico J. Townsend, que visita
España entre 1786 y 1787 se queja en sus cartas de que “si se llevan las horas
de ociosidad, se verá que no queda más de un tercio, y tal vez incluso más de
un cuarto para el trabajo”. J. Manso, en su Estado
de las fábricas, comercio, industria y agricultura en las montañas de Santander
durante el siglo XVIII, hace hablar a nuestros propios ilustrados para
corroborar las palabras del viajero inglés “de los trescientos sesenta y cinco
días del año, apenas quedan ciento cuarenta útiles”. En Costumbres en común, es el historiador E. P. Thompson quien recoge
otra práctica institucionalizada en toda Europa: El “San Lunes”, día de asueto
que el cuerpo demandaba para recuperarse de los excesos del alcohol durante el
fin de semana. “San Lunes era venerado casi universalmente dondequiera que
existieran industrias de pequeña escala, domésticas y a domicilio; se observaba generalmente en las minas... en
industrias fabriles y pesadas, declinando a partir del último tercio del siglo
XIX”. García
Balaña, en su texto Ordre industrial i
transformació cultural a la Catalunya de mitjan segle XIX, nos recuerda
hasta qué punto era odioso para los empresarios catalanes el absentismo
laboral, la costumbre de alargar las fiestas dominicales los lunes y aún los
martes siguientes, las continuas visitas a las tabernas durante la jornada
laboral y el escaso espíritu ahorrador que demostraban los trabajadores. Ellos
serán los que, desde la Sociedad Económica Barcelonesa de Amigos del País,
presionarán al Gobierno, hacia mediados del siglo XIX, para que se cierren
estos espacios que ellos consideran focos de propaganda radical y antros de
inmoralidad, especialmente cafés y tabernas por donde corre el ron y el
aguardiente al compás de la guitarra y el cante flamenco, así como que se
prohibiesen las diversiones y los espectáculos los días de trabajo, pues los
trabajadores solían ausentarse del trabajo para acudir a tales actos o
justificaban su ausencia del trabajo al día siguiente por haber acudido a tales
celebraciones. Algunos llegarán a teorizar sobre la necesidad de llevar las
industrias hasta lugares alejados de la ciudad, allí donde los trabajadores no
tengan más horizonte que el trabajo, sin posibilidad de acudir a espectáculos o
de gastarse el dinero en juergas, lo que ven incluso como una manera de poder rebajarles
el salario porque allí no tendrán donde gastar. “Colocado en una aldea sin
Ramblas, toros, cafés ni teatros, sus exigencias por fuerza han de disminuir.
En los días festivos se divertirá como se hacía antiguamente en los juegos
inocentes y baratos… y bailes públicos protegidos y vigilados por la Policía”.
En las décadas finales del siglo XIX, la burguesía industrial catalana
encontrará en el nacionalismo cultural, su Renaixença, un poderoso aliado para
desprestigiar estos hábitos populares; fijando los tópicos, que perseguirán a
los andaluces desde entonces como culpables de estas manifestaciones
culturales, frente a los que ellos impulsarán la defensa de los cantes y bailes
autóctonos catalanes que recrearán ajustados a su particular visión de clase.
Antonio Orihuela. Palabras raptadas. Ed. Amargord, 2014
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