Fritz paseaba
tranquilamente por el barrio antiguo de Casablanca, admirando la cantidad de
zocos que existían, el enorme y variado contenido en ellos -en su mayoría
piezas de cuero de artesanía-, cuando súbitamente, en un acto inconsciente, se
volvió sobre sí mismo y descubrió a un aguador que estaba sentado sobre el
borde de la acera. Fritz fue hacia el aguador, un anciano de unos noventa años
que vestía una deteriorada chilaba, babuchas y el fez de rigor. En el suelo
descansaba una gruesa rama de abedul en la que estaban sujetas dos recias
cuerdas que sostenían en sus puntas sendos cuencos de un metal muy brillante.
El alemán se acerco y le preguntó qué clase de agua vendía. El marroquí le
respondió que era la mejor del mundo, y que él no vendía pues sólo admitía lo
que el bebedor quisiera darle, y que si no le daba nada tampoco importaba.
Fritz se quedó un tanto pensativo, ya que era la primera vez que alguien no
pedía nada por algo que ofrecía, sobre todo en un mundo tan comercializado como
el suyo.
Fritz dijo que
quería beber algo de su agua, a lo que el aguador le respondió que allí, en el
suelo, había dos cuencos rebosantes. El germano, perplejo, le dijo al anciano que
los cuencos estaban vacíos, que en ellos no había líquido alguno. A lo que el
viejo marroquí le respondió, solemne, con voz muy pausada: “¡Hombre de poca fe!
Usted posee unos cuarenta y dos litros de agua en su cuerpo, ¿puede verla?” “No,
ciertamente”, respondió Fritz. El aguador volvió a preguntarle al sediento: “Y
también guarda unos 6 litros de sangre en su cuerpo, ¿la ve?”. “En absoluto”,
respondió el alemán. “Ahora mismo llueve a cántaros, ¿percibe cómo se rompe la
lluvia contra su cuerpo, mojándolo?” “El cielo está raso, no hay nubes, luego
no llueve”, volvió a responderle el extranjero. A lo que el anciano dijo:
“Entonces, por más que acerque el filo del cuenco a sus labios, jamás podrá
saborear el agua que transporto.” “¡Pero hombre de Dios, si los cuencos están
vacíos!”, le contestó un tanto malhumorado Fritz. Entonces el anciano le dijo
mirándole a los ojos fijamente: “Eso cree usted, ¿verdad? Meta su mano en uno
de los cuencos y notará el frescor del agua.” El alemán, con menos temor que
antes, dirigió su mano derecha hasta uno de los cuencos notando perfectamente
cómo la palma de su mano rozaba la superficie de un agua que llegó a ver y a
sentir. “¡Qué es esto!; ¿ha hecho usted magia?” “No, amigo mío, la magia la ha
hecho usted con su acuciante sed, y porque mi total seguridad y la profundidad
de mi mirada ha cambiado su actitud. Y si no es así, observe usted cómo un
gorrión se ha acercado al filo del cuenco en el que usted ha introducido su
mano y se sacia de agua.” “¡Sí, sí, es increíble!” dijo el germano admirado. El
anciano le respondió: “No, no es increíble, es ¡perfecto!; como son perfectas
tantas cosas pequeñas que nos rodean y que no somos capaces de ver por mor de
la bruma que nos infiltran en los ojos los pájaros huecos de la oscuridad.”
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La magia siempre ha estado en los ojos del que mira.
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