La gran purga
Los titulares vuelven a escribirse con brochazos rojos.
La propaganda ha vuelto a poner en marcha los ventiladores de la calumnia y de la mentira.
Las noticias, como palomas mensajeras, parten del Kremlin y se pierden en el océano lingüístico del comunismo.
No hay rincón donde no llegue la sombra de destrucción que hace temblar con su rastro los rostros más cotidianos en los relucientes libros que se enseñan en las escuelas.
Una nueva bandada de noticias anuncian repetidas oleadas de fusilamientos sumarios en nombre de la Revolución.
Nadie está a salvo. Nadie está libre del veneno lento de la sospecha, de la intriga, del engaño.
De la traición.
León Davídovich escucha a cada momento la radio,
escucha cómo se filtra su nombre en las lejanas conversaciones y en los juicios en el Salón de Columnas de la Casa de los Sindicatos.
Su nombre se repite al ritmo de una oración fúnebre, padre de todas las intrigas, parca de todos los hilos de las marionetas en que se ha convertido al pueblo.
León Davídovich apaga la radio, cierra los periódicos, se aleja de su escritorio lleno de cartas y de confesiones.
Y pasea por el jardín de la Casa Azul en el corazón de Coyoacán.
Pasea imaginándose el dulzor metálico de la piel de Frida,
el sonrosado abrazo de Natalia en la soledad de la noche,
las sombras milenarias de las pirámides
y el mole poblano que le han dejado un regusto de historia en los labios.
De nuevo su nombre vuelve a estar en boca de todos.
De nuevo su nombre,
que no sus escritos, cada vez más anónimos,
que no sus pensamientos, cada vez, más circulares,
vuelve a protagonizar portadas y titulares en las noticias de medio mundo.
León Davídovich en la soledad del jardín de la Casa Azul,
rodeado de las sombras de los cuadros de Diego y de Frida, y de sus besos y de sus abrazos impregnados de alcohol,
sabe que estos nuevos titulares son palomas mensajeras que difunden en sus garras una única sentencia:
la muerte de cualquier bolchevique que aún conserve la memoria.
***
El viejo
Hay viajes que no deben comenzarse.
Hay lugares que se deben evitar, personas que mejor no haber conocido. Territorios de calumnias y de miedos que se esconden tras los abrazos y los peldaños previsibles de las escaleras.
Hay vidas que no podemos vivir.
Vidas que tan solo podemos soñar en las tardes inagotables del otoño cuando el día parece perezoso y la noche un presagio de sábanas mudadas en las esquinas de la cama.
Pero esas son las vidas de los otros,
de los otros yo que yo pude ser, que quizás fueran más yo que estas costumbres cotidianas que me abrazan y me reflejan en los espejos metálicos, en el corredor interminable de mi cárcel.
Si no hubiera comenzado aquel viaje,
si no me hubiera empeñado en estudiar y abandonar el lugar sagrado de mis abuelos;
si no me hubiera cruzado en el azar de las calles y de las aulas abarrotadas con aquellos ojos que gritaban Revolución,
quizás ahora yo sería un viejo como tantos otros viejos que sobreviven en la corteza de los recuerdos y remordimientos; un viejo que habría pasado su vida entre plumas y entre libros y escritos, rodeado de clases cada más amarillentas.
Un viejo con los ojos humillados y las manos temblorosas, ausentes.
Un viejo de sonrisa fácil y de palabra certera, como el filo de una hoja. Uno de tantos viejos que se levantan en las sudorosas mañanas con la esperanza de un nuevo atardecer, uno de esos perezosos atardeceres de ritmos lentos y de explosión unánime en el cielo.
Pero, ¿acaso tú, León Davídovich, no eres un viejo como tantos otros viejos, rodeado de libros, de papeles, de recuerdos y de ojos cansados y de añoranzas matutinas, de historias siempre en los labios y de un público cada vez más sordo?
¿Qué te hace a ti único, León Davídovich Trotski?
¿Acaso los cactus que sobrevivieron a la lluvia de metralla o los conejos que aún conservan en el hocico el olor ácido y dulzón de la muerte nocturna?
¿Acaso tus escritos que nadie quiere publicar?
¿Tus ideas que se están quedando huérfanas en una época que se ha arrancado la lengua y los oídos y los ojos ansiosos de futuro?
¿Acaso no estás tan solo como todos los viejos de este mundo, de este previsible presente de amaneceres y de invasiones que inauguran los titulares de los periódicos, y que cruzan el Atlántico con el vuelo rasante de las trompetas inminentes de guerra?
¿Quién eres, en realidad, León Trotski, ahora que has sido declarado Enemigo del Pueblo?
Un viejo.
Tan solo uno de tantos viejos.
Un viejo que se aferra al dactilógrafo como si tu voz pudiera multiplicarse en el desierto de un presente sin memoria, como si aún hubiera alguien, aunque solo fuera uno, esperando a oír de tus labios, León Trotski, la frase certera, la condena justa, el análisis atinado.
Tú que eras capaz de cambiar, con tan solo un gesto de tu voz, el rumbo del ejército rojo, te estás quedando mudo y solo y viejo.
Terriblemente viejo.
Irremediablemente solo.
Absolutamente mudo.
Hay viajes que nunca debieran comenzarse.
El de la vejez es, sin duda, uno de ellos.
***
Los tiempos han cambiado
Porque nada sé de ti
que no sea el paso de los bueyes por el rostro.
Enrique Falcón, La marcha de los 150.000.000 (2009).
Vivimos un tiempo gris,
de un gris de suicidio que nunca llega,
de un gris de acero sin filo ni aristas,
de un gris de amaneceres sin luz y de primaveras sin flores derramadas, ni arco iris en la sonrisa de los niños,
un gris de manifestaciones sin puños levantados ni consignas revolucionarias cosidas en los labios.
Vivimos un tiempo gris,
un tiempo de altavoces mudos, de ideas enchaquetadas e intercambiables, de poemas ahogados en el gris de la luna y en los ojos vacíos de las multitudes de las bayonetas y los tiros en las gargantas, del niño aquel que le abrieron el cráneo, las lágrimas de una madre que no recuerda gritar, mientras el lodo gris de los recuerdos se llenan de escenas del Acorazado Potemkin.
Una mano pisoteada.
Toda la libertad que un día pudo soñar un pueblo en armas pisoteada.
Vivimos un tiempo gris,
el gris de las prostitución de las palabras,
donde todo vale y nada de lo que vale importa.
Digo libertad y me sangran los labios.
Digo revolución y me escondo tras las sombras de las cenizas de los libros de historia.
Y escucho progresismo en el Parlamento y la sangre de los vientres me abrasa e inunda de rojo los diccionarios enfermos, la putrefacta visión de los abortos clandestinos.
¿En qué barro gris abandonamos los ideales, los sueños de una Revolución permanente, que nos hiciera a todos más libres, más espejos?
¿Acaso no tenemos sangre para seguir respirando, acaso no es necesaria esta sangre para seguir luchando, para comenzar de nuevo a hacerlo?
Quizás otro mundo sea posible.
Pero no en este.
Pero no ahora.
Tan lejos de los ideales soñados del ayer, esos que hoy se han convertido en cadenas, las que nos atan a las escaleras fusiladas, a las mentiras fabricadas en los titulares torturados.
Los de todos los días.
Los que todos los días olvidamos.
La Revolución permanente es posible.
La Revolución permanente es necesaria.
Ahora más que nunca.
Pero no en este tiempo gris en que vivimos, este tiempo de muertos, de noches sin luna, de vientres sin hijos, de miradas ensangrentadas y de gargantas y sueños sin ideales, sin futuro, sin voz.
Ahora más que nunca.
Ahora, antes que se borre el rastro de los bueyes por nuestros rostros.
José Manuel Lucía Megías. Los últimos días de Trotski. Calambur, 2014
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