Y por la noche teníamos frío
no estábamos acostumbrados a las grandes fantasías del viento
rocas extremas donde batía el extremo anhelo de la tierra
¿recuerdas?
encendíamos fuegos en el borde de la casa
podría ser una playa repentinamente iluminada en noches de verano
una biblioteca ardiendo
un lamento coral de dioses entretenidos bebiendo las ampollas de néctar
el aire que quemaba
la ambrosía divina escurrida pared a pared
sabíamos: el amor es fuego que arde sin que lo veamos
sabíamos.
Así lo escuché, el Bienaventurado en Gayasisa.
Tomó la palabra y la conciencia de que todo está
ardiendo.
No solo los bhikkhus, cuya túnica ya de por si lleva la llama
no solo la flor de la ume donde nace el fogonazo
sino también lo que pudimos ver y lo que no pudimos ver
extraña gente que nos gobierna y no sabemos quién es
cada cuerpo que habitamos en los años que han pasado
el magnífico ojo la montaña que celebra el paso de los hombres
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esto que tenemos en las manos
lo que nos huye
el inalcanzable
la antigua presencia de un ángel cubierto de andrajos en
los vastos caminos de la noche.
Te hablaría de Abigail
nunca más vi desde ese día.
Te hablaría de las extrañas noches en las que todo comienza
y nunca nada termina
Aquí están las estrellas que son fuego a lo lejos
y brillan en ellas destellos de épocas pasadas
aquí está el sol que calienta los campos justo al amanecer
y luego nos dábamos cuenta de que habían quemado todos esos años cuando
nos amamos y amamos a los demás
como un viejo vendaval tras nosotros se arrastraban las cosas
recuerdos que eran y a veces todavía son
y no eran luz Víctor no eran luz estas
chispas de montañas que colisionaban y se erguían
eran fricción de piedras contra piedras chispas de donde venía el fuego
pero de este fuego no vimos todavía no vemos que la luz brotase
Te hablaría de Abigail si
realmente la hubiera conocido
y no fuera tan sólo un encuentro cita casual
en un bar de la vieja Edimburgo.
Llegó en el último tren de la noche, procedente del sur,
y durante más de una hora esperaría
otro transporte a Inverness.
Nos unió la casualidad en esa pequeña mesa;
y la conversación fue corta y afable.
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Éramos dos personas de quien la juventud poco a poco se despedía.
Saludamos en nuestras beamish
los encuentros que la vida rebelde proporciona
Me sonrió.
Le sonreí.
Y estas sonrisas son casi siempre
la lámpara que ilumina el límite nocturno del crepúsculo
Ardamos pues, en serenatas y rosales.
Cada día es un poniente.
En cada fuego vimos la vida que se iba
la que se había ido
nos alimentamos de nuestra propia existencia
y seguimos y seguimos
ahora que todo se termina seguimos
y ya poco se demora la barca.
Y por la noche teníamos frío
no estábamos acostumbrados a las grandes fantasías del viento.
Fernando Cabrita. El sermón del fuego. Ed. Baile del Sol, 2024
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