documentos de pensamiento radical

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domingo, 10 de marzo de 2024

[Recuerdos de una visita a la casa de Trotski en Coyoacán]



Crecieron las buganvillas en el jardín de la casa de Trotski, las buganvillas que nunca pusieron color a los horizontes teatrales de las gafas de Trotski.

El mismo jardín, con sus esquinas enrocadas, con sus ventanas sin luz, y el musgo de la primavera invadiendo los cerrojos inútiles de las puertas blindadas.

Las conejeras vacías, siempre verdes.

La placa que lamenta la muerte de Sheldon Hart, un día héroe, y en su cadáver, cráneo de traiciones.

Y en medio,

ajenos a las miradas curiosas y los verbos interrogantes,

siguen creciendo los cactus que un día Trotski eligió en sus paseos, como si el tiempo se hubiera detenido en las púas de los “viejos”.


En medio del jardín,

en el corazón de la casa,

reposan las cenizas de Trotski,

las cenizas de Natalia,

revolucionario amor perpetuo enlazadas para siempre.


El sol inventa su propio horario en la tarde nublada, en los relojes agonizantes de aquel veinte de agosto, aquel instante de muerte a las cinco de la tarde.

El escuálido río de otros tiempos, de las horas de Trotski, se ha convertido en una ruidosa, contaminada carretera.

Las aceras se llenan desde entonces del polvo anónimo de la vida cotidiana, de las tragedias entregadas al ritual del silencio y de las frases hechas.


Nada en la calle recuerda que en esta casa vivió Trotski.

Nada en las aceras recuerda ni su nombre ni su altura, la bandera inmensa que ondea sobre el mito, que convierte su sombra en islas habitadas de idealismo.

Nada desde los tristes muros continuamente levantados, inútilmente protegidos por espirales de verdad y de denuncia, recuerdan el orden preciso y arrogante de su escritorio.


Nada.


Pero ahí está como una música callada, como la melodía de venganza que ni los motores contaminan, a pesar del tiempo, a pesar del olvido.

Sobre el escritorio permanecen al lado de la pluma roja sus últimas palabras escritas sobre la biografía de Stalin, líneas cortantes como el filo de las verdades no deseadas, aquellas que uno nunca hubiera tenido que escribir.

Libros de consulta, diccionarios y las obras completas de Lenin en las estanterías, miradas y sueños de otros tiempos, de aquellos que aún se recuerdan con las sonrisas de la esperanza.

Un calendario marca las citas que nunca se dieron la mano, los compromisos que se quedaron vacíos en el aire de la espera, las hojas amarillas y los números inútiles de los días.

En el estuche se intuyen sus gafas, la circunferencia de una mirada que un día conmovió al mundo, que le sigue poniendo delante de los ojos un espejo de figuras espantosas, monstruos que se multiplican en las promesas proletarias, en la traición perpetua a la hoz y al martillo.

Una vieja caja permanece cerrada, misteriosa, silenciosa encima del escritorio, y dos lapiceros siguen tranquilos en un bote negro de ausencias.

El dictáfono Edison Dictating Machine, se quedó mudo y mudo ha permanecido hasta hoy, en una negrura insolente, en un silencio atronador a los cuatro vientos.

Un flexo apagado que un día llenó de sombras el estudio mientras marcaba el ritmo frenético de la pluma roja de Trotski sobre el papel.


La luz entra por la ventana, por las rendijas de los ladrillos, frontera inútil, una vez más, de los miedos del pasado.


Y aquí, en el aire de su estudio, sigue su grito.

Y aquí su denuncia, la enmudecida tos del destino.

Y aquí permanece el polvo de los miles de visitantes que día a día se va posando sobre el recuerdo de la historia.

Miles y miles de turistas, de caras y acentos anónimos que, como yo, turista accidental en el triángulo mexicano de los mitos, no pueden dejar de preguntarse sobre una vida que gozó de pleno sentido en el instante del asesinato.

Una vida condenada a la tortura del silencio, y de los equívocos lacerantes de la palabras y que, en su asesinato, se recuerda por su grito, por ese grito que desde entonces no ha dejado de romper tímpanos y conciencias.


Y aquí, en este instante, la vida cobra todo su sentido.

Como si antes de aquel grito, todo hubieran sido sombras,

revolución permanente confiscada por los datos de una biografía,

anulada en los gestos de una vida exiliada, incierta, robada, una vida que solo muchos años después se ha llenado de palabras.


Delante del escritorio inmaculado,

el escritorio perdido en la espiral suicida de nuestros tiempos, grises y agotados.

Delante del escritorio congelado en su último instante de vida, petrificado por la mirada de acero de la historia,

me descubrí diciéndome entre labios, apretando los puños:


Algún día escribiré sobre este instante.

Algún día recuperaré en versos los últimos días de Trotski.

 

José Manuel Lucía Megías. Los últimos días de Trotski. Calambur, 2014



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