Cómo
explicarles a los demás, a la señora Aguirre, a nuestros vecinos, a nuestros periodistas,
a nuestros políticos –a nuestras familias y a nuestros propios compañeros,
incluso, también– que nuestro trabajo no es sólo enseñar matemáticas, inglés o
latín; que no es sólo preparar exámenes y corregir exámenes; o acompañarlos al
teatro o a los museos; o adiestrarles física e intelectualmente en el uso de
las herramientas del mundo en que se mueven o que se van a encontrar, cuando
abandonen las aulas; que nuestro trabajo va, a menudo, más allá, obligándonos a
negociar con el dolor, con el miedo, con
el sufrimiento y con el estupor de unos niños y unos jóvenes adolescentes
inquietos, nerviosos, expectantes, desorientados y amedrentados por un mundo,
el de los adultos, que sienten tan inhóspito, tan incomprensible y tan lleno de
cortantes aristas.
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Más arriba, ya dejé caer que el auténtico problema,
la raíz de todos los otros problemas, como la de esa radical inadecuación entre
los valores que enseñamos y los valores vigentes realmente
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Pero ¿qué se nos demanda en las sociedades actuales a los profesores?;
pues que nos dejemos de esas gaitas de espíritus
y de destinos, y que vayamos “a lo que hay que ir”, a lo práctico, que seamos
meros instructores de capacidades y
domadores de voluntades –cuando no simples cuidadores–.
Que instruyamos a nuestros alumnos para la sumisión y para la disciplina de una
realidad entendida como espacio de sometimiento, y de producción y de consumo
de objetos inútiles, en su inmensa mayoría. Que cuidemos de ellos, mientras
nosotros estamos sometidos a las rutinas que nos encadenan y nos vacían,
concentrados en la producción y consumo de esos objetos inútiles; gastando
inútilmente el tiempo de nuestras vidas, el tiempo que deberíamos estar
dedicándoles a ellos. Ese es el auténtico problema, la raíz de muchas de las contradicciones
a las que nos vemos sometidos los profesores –malhablados o no– que tenemos otra idea, muy distinta, de nuestro
trabajo. Y esa son las contradicciones a las que se ven sometidos también, de otra
manera, tal vez, pero lo quieran o no el resto de compañeros, sean conscientes
o no de esas contradicciones.
La diferencia, en este aspecto, entre la Escuela Pública, la escuela concertada
(esa especie de rareza deforme del sistema escolar español) y la privada, es
que profesores como yo, o como otros muchos que conozco –malhablados o no–, sólo tenemos cabida en la Pública, pues en ella
aún quedan espacios de libertad y disidencia –cada vez más reducidos, eso sí–, casi
imposibles de encontrar en la concertada o la privada (salvo que sean centros que
tengan como objetivo poner en práctica experiencias pedagógicas de base
libertaria y creativa; que los hay, aunque muy pocos, desgraciadamente).
Reconocido esto, el error capital en que, como colectivo, hemos incurrido
los profesores de la Escuela Pública a lo largo de estos últimos veinticinco o
treinta años –compartido con otros colectivos de profesionales y de
trabajadores cualificados–, ha sido la general asunción, por nuestra parte, de
una falsa conciencia de clase que ha provocado un desclasamiento subjetivo pernicioso para nuestra capacidad de
reacción política y social en cuanto trabajadores de la función pública.
Esa falsa conciencia de clase, la ilusión –espejismo, en realidad– de
pertenecer a esa “clase media”, más pretendida que real, de la que me burlaba
más arriba, y la confusión y debilidad derivadas de ella, han hecho que no
hayamos sabido defender (y hayamos perdido, por tanto) esos espacios de libertad
y de disidencia señalados antes; renunciando, sin batalla, apenas, al bien más
original y precioso de la Escuela Pública y de nuestra condición, como era la
relativa autogestión de nuestros centros de trabajo; y esto no sólo por
desatención y despreocupación, sino por dar, inconscientemente, por sentado que
las cosas serían así siempre y en cualquier circunstancia; y también por una
cierta incapacidad colectiva para comprender en su justa trascendencia y manejar
esa misma autonomía de gestión.
Y, bien mirado, son esos últimos reductos de libertad y de disidencia,
que quedaban aún, los que algunos de entre nosotros estamos defendiendo hoy; la
posibilidad de una Escuela aún no plegada definitivamente a los valores productivos y empresariales que se nos
han impuesto por doquier; una Escuela Pública en donde aún sea posible la
existencia de pequeñas reservas de “vida salvaje”.
Que desaparezcamos; que
los profesores que mantenemos aún una idea diferente
de la Escuela Pública y de la Enseñanza –malhablados
o no– nos esfumemos sin dejar rastro
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un mundo
así, además de triste y desangelado, sería un mundo aún más inhabitable.
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Pero los
que nos gobiernan y rigen nuestros destinos prefieren la simple capacitación frente al saber crítico; es
natural, quieren técnicos cualificados, pero analfabetos; especialistas que
sepan mantener este mundo en marcha, pero que no sepan desentrañar las leyes
fundamentales que lo rigen, las leyes que marcan su propia explotación;
ingenieros, médicos, mecánicos, fontaneros, capacitados
y diestros, pero imbéciles; que acepten sin rechistar su continua humillación y
desprecio. Quieren borrar cualquier rastro humano de la Escuela y convertirla
en puro negocio, en fábricas de instrucción de seres clonados y sumisos, con
profesores igualmente clonados y sumisos.
Sin embargo
aún no somos esos seres; al menos, no todos lo somos; ni siquiera somos esa
panda de vagos que creéis; tal vez nos hayamos comportado de un modo indolente en
la defensa de nuestros derechos, pero en eso tampoco hemos sido más perezosos que
el resto de los trabajadores de nuestro país o de las otras sociedades
occidentales… Como casi todos, hemos estado embobados e hipnotizados por el
consumo de mercancías averiadas durante décadas; pero vuestra voracidad sin
límites ha despertado al tigre, y se está desperezando. Ahí está en las calles,
en la Red, en las universidades, institutos y colegios, por todas partes se
despereza y avanza como una “marea verde”, que se suma a otras mareas, a otros
tigres despiertos, que anegarán todo y lo transformarán todo.
Matías Escalera Cordero. Memorias de un profesor malhablado. Ed. Amargord, 2013
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