A propósito de
la libertad. Hay algunas cosas que no pueden ser dichas por cualquiera, palabras
que no podemos pronunciar todos. Ya se
sabe que el infierno es contagioso y que el Mal alcanza al Bien y lo aniquila. Sobre
eso habla Bobis. De lo impronunciable
que resulta el horror cuando se encuentra a la altura de la boca. De lo tortuoso que supone hablar de la
iniquidad cuando se hace desde la memoria del hombre de bien. Todos queremos ajustar las cuentas a nuestros
recuerdos, al miedo, a la vergüenza. Todos queremos evitar que el crimen nos
alcance, que nos haga responsables de la alevosía con la que otros
actuaron. No hubo buenos, aunque los
malos fueron apareciendo ante nuestro rostro no solo con capuchas y anagramas
de serpientes, sino también con trajes de probos funcionarios y tricornios de
guardia civil. No hubo buenos pero si víctimas.
No hubo buenos, pero si crónicas de sangre. Luego aparecen las banderas,
los vivas a España y el victimario del brazo en alto. Todo se confunde, nada esta claro y es a
partir de ese momento en el que la libertad empieza a morir. ¿Ellos han sido derrotados? ¿Nosotros somos
los vencedores? ¿La democracia prevalece frente al terror? ¿Sí?
Bueno, sobre
estas dudas habla Bobis.
Hemos vencido,
sí, al horror. El precio que hubo que pagar fue, esta siendo, muy alto. Hoy en España se condena por delitos de
opinión, se imponen multas por asistir a
manifestaciones, se maltrata en centros de internamiento para extranjeros, la policía mata a golpes en la calle, se disparan balas de goma contra jóvenes que
nadan para entrar en España, se indulta a torturadores, se suprimen por ley
derechos de las mujeres... Pero a cambio ¿Qué?
También sobre ello habla Bobis.
David es un
poeta maduro y decir eso de un autor que no alcanza la treintena puede resultar
chocante. Su poesía está experimentada,
responde al principio del ensayo y el error, (“pregunta desde el cementerio/¿cómo ausentarme/de mí mismo?”). David
Bobis escribe haciendo fotografías de lo que dice. Su exposición es afilada o puntiaguda, hiere
los ojos cuando se lee porque no cede terreno, ni un centímetro, a la descripción. Todo lo que se dice esta
sugerido y todo lo sugerido queda dicho.
Ata cabos y todos sus poemas tienen nudos. Los nudos se enroscan en la cornamusa de los
recuerdos y se confeccionan arboladuras para impulsar con el viento de lo vivido nuestra reflexión por
el proceloso océano de la conciencia.
Lo que dice
Bobis no lo puede decir cualquiera, él sí.
Porque su mundo está cercano a lo sucedido, él sí puede ser forense,
diseccionador, destripador del crimen. Él puede hacer justicia a sus recuerdos
a través de notas a pie de página y de paso facilitarnos el tránsito por la
memoria a los que por edad vivimos desde
el comienzo esa locura que fue (hoy si creo que podemos decir que fue) la
historia de ETA y la inmoralidad con la que en muchas ocasiones fue combatida.
Su valor, el valor de Bobis, está precisamente en ello; en la ética de la
poesía y no tanto en su estética, en el metal noble de sus versos obtenido en
crisol de la palabra.
Eta en Euskara es una conjunción
copulativa, es el vínculo entre frases y palabras, es la unión de los
adjetivos. Parece que sintéticamente
puede ser el puente entre nuestro pasado y aquello que venga. Es lo que conjuga lo peor de nosotros mismos
con nuestra conciencia, el nacionalismo con el socialismo en una explosiva
mezcla, la épica con la más cruel de las cobardías. La memoria permite reparar a las víctimas, la
misma memoria, por cierto, que se niega a las víctimas de otros crímenes
fraternalmente unidos en su génesis a los de ETA. Pero queda otra labor por hacer, esa que
intenta Bobis con sus poemas, la de La elegía en Portbou de Crespo Masieu.
Imponernos la obligación de la dignidad, de la alteridad reflexiva, el
reconocimiento propio de las víctimas, la conciencia de que cuando a nuestro
lado torturan golpean o asesinan a un semejante, también nosotros somos torturados,
golpeados o asesinados, por el contrario cuando volvemos la cara y cerramos los
ojos también nosotros somos verdugos.
Siempre recordaré las palabras de mi padre, quien por cierto se enfrento
también a aquel horror desde su condición de fiscal, cuando tras el asesinato
del ingeniero Ryan y de la muerte por torturas de José Arregui en 1981, yo
tenía veintiún años, me dijo, “Espero
que no seamos los mismos monstruos”.
En esa batalla andamos y solo
desde la metálica conciencia que nos inyecta la poesía de gente como Bobis, podremos ver el mundo nuevo.
Alberto Gil-Albert
Fotografía de Cristina García Rodero
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