Contra viento y marea,
la poesía experimental española sigue su curso, sorprendida cada lustro con
algún esporádico reconocimiento y subordinada al discurrir general de las
artes. Inserta en una sociedad capitalista que ha establecido el dominio de lo
cultural en términos de consenso y de mercantilización, nos la encontramos
neutralizada en ese espacio, ensimismada y vuelta sobre lo privado,
absurdamente acomodada en él, lejos de aquellos presupuestos iniciales que
hablaban de su firme compromiso por cambiar el lenguaje y transformar el
mundo.
Sus integrantes apenas
existen, como un impreciso cuerpo polimórfico, son siempre más los que en un
intermitente ejercicio de vedetismo entran y salen de ella, en gran medida
alentados por coyunturas modales, antologías o exposiciones circunstanciales y
subjetivas búsquedas formales que se dilatan más o menos en el tiempo. Como
consecuencia de esto, la mayoría de sus operadores carecen de una percepción
ajustada y clara sobre qué pudiera ser y
de qué pudiera ir esto de la experimentación poético visual. Todos ellos se
podrían agrupar dentro de aquellas coordenadas que definió Pignatari como
propias no ya de un movimiento de vanguardia sino como un efecto típico de la
resaca de las vanguardias; o dicho de otro modo, en estos últimos cincuenta
años lo que hemos hecho no ha sido más que asistir, una y otra vez, a su
folclorización, a la reproducción manierista de sus formulaciones. Nada más
paradójico si luego apelamos a su legitimación creativa como experimental
teniendo en cuenta que estamos ante una experimentación que no hace sino
repetir fórmulas ya periclitadas; más aún si estamos ante una experimentación
que ha borrado de sí toda huella de utopía a la vez que señala la senda de su fetichización
mercantilista.
En efecto,
desgraciadamente, el vanguardista se ha transmutado en artista; hace tiempo que
dejó de querer transformar el mundo, le basta con apenas participar en él, de
ahí la dificultad para encontrar nuevos cauces expresivos dentro de una experimentación
visual que celebra el mundo en que vivimos y que es incapaz de desplegar una
percepción diferente de él. La poesía experimental española comenzó siendo
antivanguardista, porque miraba no hacia delante, al futuro, sino hacia el
pasado; y en líneas generales y contadas excepciones ese sigue siendo todavía
hoy su único horizonte.
Cuando Julio E. Miranda
estudia, a comienzos de 1973, la obra producida por nuestros experimentalistas
hasta ese momento su frustración no puede ser más grande. En Este protervo zas (1969) de Fernando
Millán, lo único que encuentra es una promesa de vanguardismo teórico “algo petulante” (Miranda, 1973:513)[1],
que en la práctica no aparece por ninguna parte, pues en las composiciones que
conforman el libro lo único que observa es un “un lirismo… bastante tradicional en sí mismo… Pensar que, puestas las
palabras en versos unos debajo de otros, el poema vendría a reducirse a ese
contenido y lenguaje tradicionales… el resto… homenajes ingeniosos a Huidobro,
Larrea, Cummings, Gomringer –siempre quedando mal en comparación con poemas de
esos autores” (Ibídem: 514). Miranda continúa su análisis crítico, se para
ahora en Textos y Antitextos, también
de Fernando Millán, para alertarnos de la frialdad del discurso, de la falta de
originalidad, de lo gastado de unas fórmulas reiteradas hasta la saciedad que
contrastan con el tono de soberbia, ignorancia y vanidad que pueden desplegar
nuestros experimentalistas a la hora de hablar de sí mismos en los prólogos de
sus libros, palabras que “haría
sospechar… que los concretos, o Millán en este caso, no habían leído mucho” (Ibídem:
527); y sigue diseccionando uno tras otro los libros y los poemas de nuestros
experimentalistas para llegar a una conclusión devastadora: “hubiera podido hacer pensar en sí, acaso, uno
de los secretos de estos poetas era que no sabían escribir otra cosa”
(Ibídem:514).
En efecto, las
propuestas estéticas dentro de la poesía visual española apenas han cambiado en
los últimos cincuenta años, tiempo en el que hemos asistido a una normalización
de los lenguajes experimentales en lo que se refiere a sus aspectos formales a
la par que, al día de hoy, lo que parece ya completamente abandonado es el
programa revolucionario inicial de entender la experimentación poética dentro
de un planteamiento de vanguardia sustentado en un compromiso ético con
voluntad de transformar la realidad, de cambiar la sociedad. Esta desmesura, en
palabras de Fernando Millán, que alentó sus inicios, erró desde el principio su
orientación pública, pretendiendo vincularla a pequeños círculos de estetas,
restringidos cenáculos de entendidos y algunos foros especializados donde se la
trató con mayor o menor indolencia por parte de quienes formaban parte de la
cultura oficial pero donde fue finalmente aceptada, protegida, difundida y subvencionada porque nada
vieron en ella de subversivo ni peligroso para el Régimen.
La poesía visual que se
planteó por sus iniciales operadores como una forma de activismo se agotó en la
mera actividad de su propia producción estética, sin capacidad de intervención
social, y en las sangrantes luchas intestinas que se vivieron en la
construcción de liderazgos entre sus integrantes, que tampoco fueron capaces de
resolver la dialéctica de lo individual y lo colectivo, de lo personal y lo
comunitario en sus formulaciones iniciales, haciendo de los grupos no un
elemento de fortaleza de sus prácticas sino una forma de agregación coyuntural
que en realidad escondía no a activistas sino a artistas con los peores tics en
la más rotunda acepción romántica e idealista del término. Así, por ejemplo, se
despacha Fernando Millán con el resto de los integrantes del grupo N.O. tras su
ruptura con ellos: “les dije a Miguel
Lorenzo, Uribe, Zabala y algunos más, antes de conocerme a mí, vosotros no
erais nada y yo ya era un poeta conocido. Ahora que me habéis conocido a mí,
habéis conseguido que se sepa quiénes sois. Bueno pues a partir de ahora yo
seguiré siendo cada vez más conocido y pasaré a la historia de la literatura en
España y vosotros nunca seréis nada.” (Millán, 1997:7)[2];
no muy atrás se queda Zabala en una entrevista a la revista Perdura[3], “Millán, cuando Campal la palmó, se quedó con
sus ficheros para utilizarlos científicamente, quiero decir que los utilizó para dominar, para poder ser él el jefe,
porque es muy fácil… oye, yo te informo de lo que quieras, pero aquí siempre
mando yo. A Millán lo que le interesaba era pasar a la Historia, toma nota
hasta de cuando mea… todo el que quería algo tenía que pasar por la piedra”, o Gómez de Liaño en ese mismo medio “Me separé pronto de Campal… había rencillas
tremendas, cosas que nunca me perdonaron… Campal era muy absorbente y le
encantaba atribuirse el liderazgo… Cuando hicimos la exposición Rotor, como la
organizaba el Ministerio, nos llamaron fascistas; claro que después me enteré
que ellos –los N.O.- por su parte lo habían intentado… era mucho más fácil
decir eso de Millán y sobre todo de su amigo Campal, que sí era un facha
absoluto” y, finalmente, Uribe en la revista Perdura: “el que Liaño
organizara la Cooperativa fue, más que nada, una cuestión de celos. Imaginaros
entonces qué clase de grupo estamos hablando... A mí me vino Millán para que
publicase un libro como miembro del grupo N.O; pero lo tenía que pagar yo… me
lo pagué y tengo todos los ejemplares en casa… lo que pasó es que la mayoría
éramos unos mierdas”.
Tampoco, ni de forma
individual ni como colectivo, se generó teoría alguna más allá de algunos
manifiestos que luego parecen desconocerse cuando los operadores se enfrentan
al trabajo experimental que cada uno pretendía llevar a cabo, y así lo recuerda
Millán en la revista Perdura: “Ni en el
caso de N.O. ni en el de la Cooperativa puede hablarse de grupo –no había
unidad estética ni ideológica-; además, al no haber tradición vanguardista en
España, no había a quien parecerse y, cada uno, elegía el maestro al que
parecerse…”; y en efecto, sus expresiones se limitaron a copiar con mejor o
peor acierto lo que venía de fuera. “En
realidad aquello no pasaba de ser más que un epílogo de los epílogos de las
vanguardias europeas de entreguerras, pero con bastantes años de retraso y
pocos de avanzada”. (García Sánchez, 1988:20)[4]
Tal vez no podía ser de
otra forma, para que la experiencia se convierta en experimentación es necesario
primero unas experiencias que un país como España bajo una férrea dictadura y
con una incipiente sociedad de consumo, no podía ofrecer; y por otra parte se
requiere voluntad y arrojo personal o colectivo para provocar esas
experiencias, de generarlas independientemente de las consecuencias que esas
acciones pudieran acarrear, pero ninguno quiso arriesgar tanto. Otra cuestión
es que los textos programáticos continuaran, cuando se consolida un régimen de
libertades, arengando con enfáticas declaraciones que abogan por “una práctica que implica el ámbito de las
relaciones inconscientes, subjetivas, sociales, en una actitud de ataque, de
apropiación, de destrucción y de construcción; en resumen, de violencia
positiva… una práctica que se podría comparar a la de revolución política”
(Millán, 1978:10)[5], cuando
el caso es que toda práctica seguía resolviéndose en forma de libros de pequeña
tirada, autorreferenciales, operativos, si acaso, como objetos estéticos.
En efecto, el problema
de la construcción teórica de la poesía experimental española es que nunca se
llevó a cabo, y cuando se quiso teorizar se hizo igualmente sobre la
documentación que venía de fuera o mucho peor, se echó mano del historicismo
para buscar en época helenística o aún más atrás lo que sencillamente se tenía
delante de las narices, y cuando se quiso poner en práctica lo que se asumía
como teoría, como hemos analizado, los resultados no pudieron ser más
desoladores (Lanz Rivera, 1992; 1994).[6]
El trabajo de
vanguardia lejos de buscar nuevas formas de producción, de circulación y
apropiación como correspondería a quienes se declaraban partidarios de un arte
total, continuó clausurado en torno a esquemas ultraconservadores, se siguió
publicitando en la prensa burguesa, exhibiendo en galerías comerciales o
espacios institucionales ligados al régimen cuando no era directamente financiado y becado por él; las obras se
siguieron colgando como si fueran oleos, muchas veces incluso firmadas por el
autor a pesar de presentarse como grupo o colectivo, con lo que se nos advierte
que igualmente permanece viva una perspectiva profesional y decimonónica del
arte, profundamente conservadora de todos los mitos que la vanguardia pretendía
barrer, entre ellos la constante seducción por la autoría y la necesidad de
reconocimiento público, elementos todos ellos que poco o nada tiene que ver con
un hacer que se quiera vanguardista o de vanguardia.
En los casos extremos,
las mejores reflexiones sobre una práctica de escritura vanguardista se diluyen
por los sumideros de la banalidad espectacular contra los que en teoría
tendrían que alzarse, apercibiéndonos que la obra no se hace tanto por lo que
tiene de subversiva en sí sino como medio de reconocimiento personal, en unos
términos que igualan al artista experimental con cualquier otro friki del mundo
del espectáculo. Así, de uno de los trabajos más interesantes y valorados de
Fernando Millán, sus libros tachados, dice el artista: “Sobre esto ahora estoy pendiente de hacer una declaración jurada ante
notario, llevando naturalmente los libros, y declarar que soy la persona que ha
tachado más libros del mundo. Entonces eso lo voy a enviar a la guía Guinness
de los récords para ser incluido en ella”. (Millán, 1997: 12)[7]
Esta es la situación
general de nuestra vanguardia poética, su esquizofrenia entre una teoría que se
quiso radical, transgresora, utopista y unas prácticas formalistas,
desactivadas, sin capacidad para intervenir en lo real y fácilmente deglutidas
por el historicismo postmoderno. Una vanguardia que en manos de unos operadores
con una concepción academicista y burguesa del arte fueron incapaces de romper
con los patrones clasicistas y se convirtieron en una antivanguardia no exenta
de patetismo, pues no fueron capaces de
percibir que lo que ellos pretendían ya lo hacían los medios de comunicación de
masas mucho mejor, cuando toda comunicación se estaba haciendo global, tal y
como intuían los letristas franceses, y comenzábamos a compartir globalmente
iconos, mitogramas, esquemas, diagramas y, en definitiva, un mismo sentido del
mundo donde nada escapa a su
semantización como producto socialmente significante.
Con todo, aquella vieja
utopía vanguardista se ha cumplido con creces, solo que en sentido inverso, en
tanto fuente de alienación capitalista, gracias también a la colaboración de la
poesía experimental española. Nos queda pues desandar lo andado, apropiarnos de
la realidad rompiendo con el fetichismo de la mercancía, la cosificación del
mundo, la pérdida de sustancialidad y sustantividad de las palabras, reuniendo
materia y espíritu que es al fin y al cabo, más allá de todo objetivo estético,
el horizonte de todo humanismo utopista.
Ilustración: poema experimental de Enrique Uribe
[1]
Miranda, J. E. (1973) Poesía concreta española: jalones de una aventura. Cuadernos Hispanoamericanos, 273.
[2]
Millán, F. (1997) La poesía experimental en España. Espéculo, 6.
http://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero6/millan.htm
[3]
Revista Perdura, 15. 1979
[4]
García Sánchez, J. (1988) ¿Qué se hizo de la poesía experimental? Revista Taifa, 1.
[5]
Millán, F. (1978) Mitogramas.
Beltenebros/Ediciones Turner.
[6]
Lanz Rivera, J. J. (1992) La poesía experimental en España: historia y
reflexión teórica. http://www.jstor.org/discover/10.2307/41671295?uid=3737952&uid=2&uid=4&sid=21102618478251
------------------------ (1994) “Presupuestos para una
teorización de la poesía experimental en España”. La llama en el laberinto. Poesía y poética de la generación del 68. Editora
Regional de Extremadura.
[7]
Millán, F. (1997) La poesía experimental en España. Espéculo, 6. http://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero6/millan.htm
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