Penar en primavera
Algunas baladas de tradición oral recogen
con más o menos detalle el motivo de la prisión[1],
y en concreto el de las penas padecidas en ella. En muchos casos el sufrimiento
que la privación de libertad y la soledad producen se expresa intensificado por
el hecho de penar en primavera, tiempo en el que los sentidos se despiertan del
letargo invernal y el cuerpo –y el amor en consecuencia- se siente más cerca
que nunca de la naturaleza.
Tal trágica ocasión expresa el viejo
romance de El prisionero, muy
difundido en todo el mundo hispánico, cuya historia suele desenvolverse como en
esta versión zamorana: “Mes de mayo, mes de mayo, mes de las fuertes calores, /
cuando los toros son bravos, los caballos corredores, / cuando los trigos
encañan, los lirios están en flores, / Las damas andan en gala, los galanes en
jubones. / Cuando los enamorados regalan a sus amores: / quién los sirve con
naranjas, quién los sirve con
limones, / quién los sirve con manzanas, el fruto de los amores. / Pero yo, triste
de mí, metida en esta prisión, / sin saber cuándo amanece, ni cuando arrayaba
el sol; / si no es por tres avecicas, que me cantan al albor: / la primera es
la calandria, el otro es el ruiseñor, / la otra la tortolica, que anda sola,
sin amor: / no se posa en el romero, ni en ramos que tengan flor, / que se posa
en las aradas a la sombra de un terrón, / a recoger el granito que derrama el
labrador. / Ahora, por mis pecados, no sé quién me las mató; / ¡malhaya sea la
escopeta, malhaya sea el cazador!”
Es muy probable que la enorme vitalidad
del romance en la oralidad tradicional se haya debido a la concentración de
significados que en la mayoría de las versiones se produce en torno a la
primavera, y más en concreto al contraste dramático entre el expansionismo
vital y erótico de esa época del año y la oscuridad y el aislamiento en que
vive el protagonista. Al hilo de ello, la balada incorpora en ocasiones un
estribillo goliardesco (“¡vitor vitanda!”, ¡viva lo prohibido!) vinculado al
goce amoroso carnal.
Pero no es menos cierto que El prisionero es un relato que sugiere
algún elemento misterioso, lo no dicho, la causa de la prisión, escondido
quizás bajo la potente advocación de la cebada, los trigos, los lirios y los
pájaros. En ellos –y especialmente en las aves- se concentra un simbolismo que
podría desvelar el secreto.
Siguiendo una tradición que se remonta al
menos hasta Anacreonte, la poesía amorosa (culta y popular) de los siglos XV y
XVI convocó con frecuencia a los pájaros como mensajeros de amor, siendo los
favoritos el ruiseñor y la calandria, cantor nocturno el primero, anunciadora
del alba (y, por tanto, de la separación de los amantes) la segunda. La
tradición literaria habla, además, de que el ruiseñor no simboliza el legítimo
amor conyugal, sino la lujuria y el adulterio. Al hilo de esta simbología,
puede interpretarse que tras el llanto de El
prisionero hay un relato (perdido) que se referiría a que la cárcel del
protagonista viene impuesta por un amor adúltero, y por el consecuente castigo
de un marido celoso; y con el mismo fundamento cabría leer que el ruiseñor y la
calandria, -siendo las aves que despiertan la melancolía del cautivo por el
amor perdido, y siendo por demás el único consuelo de éste- caigan atravesadas
por la ballesta furiosa de ese mismo marido, que así eliminaría cualquier
rastro del adulterio.
Sea como fuere, leer y oír el romance del
anónimo cautivo no puede dejar de evocarnos el momento milagroso del “alba del
romancero”: la fecha, 1825; el lugar, la Cárcel de Señores de Sevilla. Allí,
sufriendo prisión real a manos del absolutismo de Fernando VII, el bibliófilo
Bartolomé José Gallardo, romántico y liberal, compartió celda con dos hombres
de Marchena, quizás gitanos, Curro el Moreno y Pepe Sánchez. Ellos le cantaron
a Gallardo los romances de Gerineldo
y de La boda estorbada, y pudo
reconocer en ellos el intelectual la prodigiosa supervivencia de viejas baladas
a través de generaciones y con el único soporte de la voz y la memoria. Gerineldo, el relato que recoge los
amores ilícitos de la hija de Carlomagno, Enma, con su paje Eginardo, también
principia en muchas versiones con versos de El
prisionero, que en aquella cárcel sevillana seguro que hubieron de sonar,
más que nunca, como el bálsamo y la melancolía que la evocación de la primavera
llevan a cualquier encarcelado.
San Juan entre lirios
“Aquí lirios y allí lirios / todo el
campo está enliriao / y en medio de tanto lirio / está mi amante acostao”
cantaron las mujeres en la Sierra de Cádiz hasta hace algo más de medio siglo
cuando, por estas fechas, montaban los columpios en nogales, pinos, olivos,
chaparros, encinas, alcornoques o quejigos de ramas robustas, y acudían allí a sanjuanearse. La evocadora imagen del
amante dormido entre las flores sostiene la creencia milenaria de uno de los
atributos místicos de San Juan, heredado de una serie de figuras sagradas. Los
romanos, por ejemplo, creían que Attis estaba muerto o dormido durante el
invierno, esperando la estación templada para despertar, igual que las semillas
aguardan el hálito de la primavera.
San Juan difiere del resto de los santos
porque en su día se celebra su nacimiento, y no su muerte. El momento
culminante del cielo que simboliza el 24 de junio (los planetas alineados y el
sol en su máximo declinar) reúne una ritualidad diversa, concentrada no
obstante en torno a tres elementos: el agua, el fuego y la vegetación. Los tres
apuntan a un sentido purificador y fertilizante y se materializan en una
amplísima serie de prácticas folklóricas que tienen que ver con el amor y con
la renovación de la vida.
En aldeas y pueblos de España fue
habitual durante siglos que las mujeres yermas, en la noche del solsticio de
verano, acudieran a la playa, al río o a la fuente en busca de un agua sanadora
y fertilizante; y también fue común en esa noche la realización de prácticas
adivinatorias sobre el futuro amoroso: las solteras vertían un huevo en un vaso
de agua y, según la forma que adquiriera, podían saber el oficio del futuro
esposo-amante (carpintero, si en el vaso se “veía” una mesa, labrador si era un
arado…), o guardaban una flor de cardo bajo la almohada que, si al amanecer
había abierto, presagiaba una pronta boda.
Fue tanta la fuerza y la persistencia de
los ritos del solsticio de estío en la antigua Europa, que la Iglesia, siempre
preocupada por los avances del paganismo, parece que aprovechó la conexión de
San Juan con el bautismo para dar un color cristiano a la exuberante fiesta
acuática y vegetal. Lo hizo, eso sí, haciendo que San Juan heredara los más
atractivos atributos de los dioses paganos (“Havemos repartido entre nuestros
Santos los officios que tenían los dioses de los gentiles”, advertía Alfonso de
Valdés en el siglo XVI), de modo que el Santo verde (como también se le
conoció) heredó de Apolo sus rasgos milagrosos.
Pero ni la cultura popular ni la
literatura más sensible aceptaron nunca a San Juan como el simple y piadoso
primo de Jesucristo, y su dimensión mágica y erótica prevaleció en nuestra
memoria cultural: en coplas que hablan de que en el amanecer del 24 de junio se
hacen visibles monedas y tesoros enterrados (“Mañanita de San Juan, / mañanita
linda y clara, / cuando las piedras preciosas / saltan y bailan el agua”), en
la Divina Comedia de Dante, en la que
San Juan-Apolo es el santo de la luz, “antorcha que ardía y alumbraba” (Canto
XXXI), en El sueño de una noche de verano
de Shakespeare, donde la magia del amor sólo puede acaecer en esa
“Midsummernight” que los españoles románticos tradujeron como “Noche de San
Juan”, o en El sombrero de tres picos
de Manuel de Falla, donde la danza del
fuego, del agua y del erotismo se ubica en esa misma noche.
El seductor y apasionado Apolo, el Santo
verde somnoliento, el deslumbrante Attis, el pícaro duende Puck… esperan cada
año la noche del solsticio de verano para hacernos renacer. Puede que no exista el príncipe azul (que al fin y al
cabo es un mito anglosajón ajeno a nuestro paisaje), pero con toda certeza
siempre hay un amante durmiendo entre los lirios a punto de despertar. Conviene
estar subida en el columpio cuando eso ocurre.
[1] Véase Ruiz, 2012
María Jesús Ruiz. Un mundo sin libros. Ed. Lamiñarra. Pamplona, 2018
Fotografía: Presas políticas en la cárcel de Segovia, años 40.
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