Voy a partir de una
premisa que consideré válida hasta hoy mismo, mi antipatía por Federica
Montseny. Siempre he creído que hay personajes que son producidos en parte por
la necesidad histórica de los humillados y explotados, y en parte por sus
enemigos, y Federica siempre me pareció uno de ellos.
Extraída del seno de
una familia pequeño burguesa que vio en la edición de revistas y novelitas
libertarias un filón con que alimentar la demanda de este tipo de productos
entre la clase proletaria, pronto empezara a participar como escritora en esta
modesta empresa dando rienda suelta al revoltijo intelectual que había
cocinado, como autodidacta, desde su más temprana niñez, en la que ya daba la
brasa con discursos y mítines a todo el que no se le podía quitar de en medio,
es decir, a su abuela y a su perra, a las que solía arrinconar en el patio para
ponerles la cabeza como un bombo.
A los dieciocho años
fue a la Facultad de Letras de la Universidad de Barcelona como oyente, pero al
poco decidió que ella no había nacido para oír sino para que la oyeran, y que
allí poco tenían que enseñarle. De verbo fácil y ágil, sus conferencias e
intervenciones siempre me recuerdan a los monólogos de Ozores, hechas de una
verborrea ininteligible que siempre se resolvían en un “¡No, hija, no!”, con el
que nos hacía reír y que servía para celebrar el que, aunque finalmente no
habíamos entendido nada, había merecido la pena escucharlo. No se salvan de
esta estructura compositiva las novelas, escritos políticos, éticos y todo
aquello que lleve la firma de Federica, pues toda su obra está trabada
indefectiblemente sobre una cháchara insustancial en la que reconocemos su base
teórica anarquista aunque, por más revolucionaria que se crea, termina
indefectiblemente apelando a una moral evangélica, y a un idealismo
voluntarista que, en su opinión, era lo único que resolvería todos los
problemas de la Humanidad, para terminar, eso sí, con vivas a la Anarquía y la
Revolución que eran su coletilla, como Ozores tenía la suya, para dejar a la
gente satisfecha.
Con estos mimbres no es
raro que Federica se hartara de escribir. Tenía la editorial de sus padres, la
devoción de sus padres, el apoyo económico de sus padres y todo el tiempo del
mundo, porque Federica, a pesar su identificación cerril con la clase obrera,
jamás fue una asalariada, y cuando descubrió el chollo de la CNT se agarró a lo
que quiera que fuera aquello con la misma fuerza que un liberado sindical al
cargo y así morirá, salvaguardando los sagrados principios de la Confederación
Nacional del Trabajo y viviendo de ella, pues Federica, después de la guerra,
convertirá a la CNT en una franquicia que explotará en exclusiva.
Quienes la conocieron
la definirán como una mujer dura, de trato difícil, escasa empatía y sobrada
vanidad y soberbia, pudiendo llegar a pasar por una engreída egocéntrica,
despótica, controladora, dominadora y vengativa. Ella misma escribió, en 1927: “me siento individualista porque me siento
fuerte; porque tengo confianza en mí misma; porque tengo el dominio de misma,
la voluntad, la propiedad y la ilusión de mí misma… porque hay en mí
impaciencias que me espolean… que no pueden ajustarse al trote de las grandes
masas; que me llevan fuera y delante de las aspiraciones del conjunto.” [1]
Desde luego, Federica
no necesitaba abuela, tampoco a las masas, más que para que la oyeran, la
leyeran y pusieran en práctica el mensaje que ella, como gran conductora de los
destinos del movimiento libertario, a modo de buena nueva, les traía. En 1932, ya convertida en una de
las oradoras más solicitadas por los sindicatos anarquistas, recorre España hablando
sobre la injusticia social, la necesidad de la unión entre los obreros, las
perversiones del gobierno, los derechos de la mujer y la necesidad de que los
trabajadores dieran forma a una nueva sociedad. Y decimos bien, hablando,
porque Federica vive en su mundo ideal y no se entera de nada o no se quiere
enterar. El 10 de agosto de 1932 está en Granada para dar una conferencia sobre
“Fascismo o Revolución”, y no se entera, a pesar de que le pasan las balas
silbando, del levantamiento obrero y campesino que, aprovechando el golpe de
Estado de Sanjurjo en Sevilla, va a intentar implantar el comunismo libertario
también por la fuerza de los fusiles. Se irá de Granada echándoles la bronca a
los revolucionarios por hacer las cosas tan precipitadamente y lamentándose de
no haber podido dar su conferencia. En octubre de 1934 el levantamiento de
Asturias y sus réplicas en distintas partes de Cataluña también le pillan con
el pie cambiado, tampoco se entera, y una vez sofocado, volverá a abroncar a
los compañeros por su precipitación y falta de unidad revolucionaria. El 18 de
julio de 1936 también le pilla fuera de juego y, hasta que no ve cómo los anarquistas
empiezan a controlar la situación en Cataluña, no asomará, para sorprendida,
comentar en la prensa cómo están los libertarios quemando el dinero en las
calles de Barcelona, y para mover las piezas necesarias para colarse en el
comité peninsular de la FAI y el nacional de la CNT y, desde ahí, jugar la baza
del colaboracionismo gubernamental y colocarse en primera línea de entre los
elegibles a cargo mientras sus compañeros y compañeras de militancia se marchan
a hacer la revolución de verdad por tierras de Aragón.
Fiel a su espíritu contradictorio, con veinticinco años, y siendo ya una de las plumas más conocidas del movimiento libertario por sus novelas escandalosas donde se habla de amor libre, mujeres emancipadas, madres solteras y otros escándalos morales similares, se unirá a Germinal Esgleas, un señor bajito, gris y de escasos atributos, del que hará su compañero hasta la muerte, y que la seguirá como un perrito faldero. Federica no estaba dispuesta a compartir la fama con nadie, y eligió a un hombre que sabía no le haría sombra en el candelero y santoral anarquista. Hasta la guerra siguió escribiendo novelitas románticas, idealistas, heroicas, ejemplarizantes, basadas en estereotipos, con situaciones en las que el bien y el mal se distinguen tan claramente como la noche y el día.
En lo político también mostró sus
contradicciones y ambigüedades, siempre dispuesta a cambiar de parecer si ese
parecer le reportaba algún beneficio en su reconocimiento social y valoración
pública. Desde su ingreso en la CNT hostigó todo atisbo de reformismo, atacó a
los treintistas por esto, y montó en cólera contra Pestaña y los suyos cuando
decidieron entrar en el juego político con el Partido Sindicalista, pidiendo
expulsiones y anatemas para todos ellos. Hasta el día de su nombramiento como
ministra de Sanidad y Asistencia Social representó el ala más dura de la FAI,
la más purista y revolucionaria, la que fustigaba a todo el que mostraba
indicios de reformismo o colaboracionismo estatista, y así velaba por las
sagradas esencias del anarquismo, pero eso duró, como decimos, hasta su
nombramiento como ministra. A partir de aquí, como por ensalmo, el pérfido
Estado, según sus palabras, y suponemos porque para eso ya estaba ella allí,
participando en un gobierno nada menos que como ministra, "ha dejado de ser una fuente de opresión contra la clase
trabajadora… con la intervención en él de la CNT"[5]. Esta
idea, de claro sesgo socialdemócrata, la llevó mucho más lejos, cuando se
atrevió a descalificar los esfuerzos de las colectividades y a tratar de buscar
el entendimiento con el PCE, hasta entonces visto por Federica como un títere a
las órdenes de Stalin y dispuesto a establecer en España una dictadura bolchevique
que, como en Rusia, lo primero que haría sería liquidar a los anarquistas. Pero
“la indomable” o “miss FAI”, como la llamaban algunos, todavía nos volverá a
sorprender cuando, ante los acontecimientos de mayo de 1937, fue enviada por el
Gobierno a Barcelona, para que con su prestigio, sus arengas y mítines
consiguiera desmovilizar a los trabajadores anarquistas dejando la ciudad en
manos de los comunistas que se dispondrán rápidamente a enterrar el movimiento
libertario y con él a poner fin al protagonismo de la CNT en la guerra y la
revolución. Será después, cuando el nuevo gobierno Negrín prescinda de ella,
porque sencillamente ya no la necesitaban, cuando volvió a recuperar su
habitual actitud desafiante, radical y crítica con el poder, aunque cuando
parta en febrero de 1939 para el exilio y ante la tesitura de acabar en un
campo de refugiados no dudará en hacer valer su condición de Ministra de la
República para obtener un trato a la altura de su rango.
La ocurrencia de
hacerla ministra de Sanidad y Asistencia Social debió ser como un chiste,
porque Federica no sabía nada de Sanidad y sus ideas sobre asistencialismo no
debían pasar de las generales que tenía cualquier persona medianamente
interesada por el bienestar de los más desfavorecidos. Al menos aquí, y a pesar
de que apenas estuvo en el cargo seis meses, si supo rodearse de las mujeres y
hombres que sabían y podían llevar a cabo una labor meritoria en estos ámbitos.
Mujeres como la doctora Amparo Poch que hubiera merecido, por méritos propios,
haber sido la cabeza visible de ese ministerio si en vez de irse el 25 de julio
de 1936 al frente como doctora miliciana se hubiera quedado intrigando en la
retaguardia como Federica.
Al final de la IIª
Guerra Mundial, cuando se debate una posible intervención aliada en España,
Federica se opone a la creación de un frente común antifascista y rechaza la
intervención guerrillera y la lucha urbana contra el franquismo. A partir de
este momento, se consagrará en mantener las tradiciones y los principios inalterables,
convertida en una autoridad moral e intelectual unificadora y opuesta a todos
los posibilismos y disidencias, consiguiendo mantener a su alrededor el núcleo
duro y tradicional del anarquismo hispano que no supo adaptarse ni encajar con
las formas que había ido adquiriendo el anarquismo durante los años sesenta y
setenta, mayo del 68, situacionistas, provos, el movimiento hippie, el punk,
etc. El anarquismo había cambiado mucho. El ácrata español de los años 70 era
un chico que fumaba marihuana o lo que le echaran, que practicaba el amor libre
en sentido literal, mientras que el anarquista de principios de siglo era un
hombre con un elevadísimo nivel de puritanismo, al punto que una de las cosas
que hicieron los anarquistas fue cerrar las tabernas, así que como para
pedirles, a finales de los sesenta, que defendieran las drogas, y aunque practicaban el amor libre, ellos entendían el
amor libre, como no casarse por la iglesia o registrarse como matrimonio en el
registro civil. El desencuentro entre esa generación antigua, representada por
Federica y el exilio, con estos jóvenes ácratas hispanos, estaba cantado. De
hecho, Federica volvió a España en 1977, cuando era ya posible efectuar grandes
mítines, organizar manifestaciones y publicar toda clase de literatura, pero
esta nueva fase cogió a Federica, ya visiblemente agotada y alejada en sus
planteamientos de los deseos de los jóvenes libertarios españoles, y se retiró
a un discreto segundo plano. Al final de su vida nos dejó acaso la autocrítica más
hermosa que un espíritu contradictorio, engreído, petulante y orgulloso como el
suyo, fue capaz de realizar: “Si un sueño
de dominio ha habido en mí, ha sido el de reinar espiritualmente sobre el
futuro por la fuerza de mi recuerdo, de mi ejemplo y de mi obra. Ahora, curada
hasta de esta vanidad pueril, generosa y romántica, sonrío; al fin de todos los
sueños humanos no hay más que polvo”[6].
Gracias a estas palabras puedo decir que hoy me he reconciliado con Federica
Montseny.
Estoy de acuerdo con ella en lo del polvo, tenga éste lugar al principio, entre medias o al final de los sueños.
ResponderEliminarSalud compañero!
El polvo es que muy importante... ja, ja, ja... !!
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